La homilía. El Credo. La Oración universal
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Buenos días incluso si el día está un poco feo. Si el alma está alegre, siempre es un buen día. Así que ¡buenos días! Hoy la audiencia se hará en dos partes: un pequeño grupo de enfermos está en el Aula, por el tiempo, y nosotros estamos aquí. Pero nosotros les vemos a ellos y ellos nos ven en la pantalla gigante. Les saludamos con un aplauso. Continuamos con las catequesis sobre la misa. La escucha de las lecturas bíblicas, prolongada en la homilía ¿a qué responde? Responde a un derecho: el derecho espiritual del Pueblo de Dios a recibir con abundancia el tesoro de la Palabra de Dios (cf. Introducción al Leccionario, 45). Cada uno de nosotros cuando va a misa tiene el derecho de recibir abundantemente la Palabra de Dios bien leída, bien dicha y después bien explicada en la homilía. ¡Es un derecho! Y cuando la Palabra de Dios no está bien leída, no es predicada con fervor por el diácono, por el sacerdote o por el obispo, se falta a un derecho de los fieles. Nosotros tenemos el derecho de escuchar la Palabra de Dios. El Señor habla para todos, pastores y fieles. Él llama al corazón de cuantos participan en la misa, cada uno en su condición de vida, edad, situación. El Señor consuela, llama, suscita brotes de vida nueva y reconciliada. Y esto, por medio de su Palabra. ¡Su Palabra llama al corazón y cambia los corazones!
Por eso, después de la homilía, un tiempo de silencio permite sedimentar en el alma la semilla recibida, con el fin de que nazcan propósitos de adhesión a lo que el Espíritu ha sugerido a cada uno. El silencio después de la homilía. Un hermoso silencio se debe hacer allí y cada uno debe pensar en lo que ha escuchado.
Después de este silencio, ¿cómo continúa la misa? La respuesta personal de fe se incluye en la profesión de fe de la Iglesia, expresada en el «Credo». Todos nosotros recitamos el «Credo» en la misa. Recitado por toda la asamblea, el símbolo manifiesta la respuesta común a lo que se ha escuchado juntos de la Palabra de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 185-197). Hay un nexo vital entre escucha y fe. Están unidas. Esta –la fe–, de hecho, no nace de la fantasía de mentes humanas, sino como recuerda san Pablo «viene de la predicación y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10, 17). La fe se alimenta, por lo tanto, con la predicación y conduce al Sacramento. Así, el rezo del «Credo» hace que la asamblea litúrgica «recuerde, confiese y manifieste los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la Eucaristía» (Instrucción General del Misal romano, 67). El símbolo de la fe vincula la Eucaristía con el Bautismo, recibido «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» y nos recuerda que los Sacramentos son comprensibles a la luz de la fe de la Iglesia.
La respuesta a la Palabra de Dios acogida con fe se expresa después en la súplica común, denominada Oración universal, porque abraza las necesidades de la Iglesia y del mundo (cf. IGMR, 69-71; Introducción al Leccionario, 30-31). Se le llama también Oración de los fieles.
Los Padres del Vaticano II quisieron restaurar esta oración después del Evangelio y la homilía, especialmente en el domingo y en las fiestas, para que «con la participación del pueblo se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren cualquier necesidad, por todos los hombres y por la salvación del mundo entero» (Const. Sacrosanctum concilium, 53; cf. 1Tm 2, 1-2). Por tanto, bajo la guía del sacerdote que introduce y concluye, «el pueblo […] ejercitando el oficio de su sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos » (IGMR, 69). Y después las intenciones individuales, propuestas por el diacono o un lector, la asamblea una su voz invocando: «Escúchanos Señor».
Recordamos, de hecho, cuando nos ha dicho el Señor Jesús: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis» (Jn 15, 7). «Pero nosotros no creemos esto, porque tenemos poca fe». Pero si nosotros tuviéramos una fe –dice Jesús– como el grano de mostaza, recibiríamos todo. «Pedid y lo conseguiréis». Y en este momento de la oración universal después del Credo, está el momento de pedir al Señor las cosas más fuertes en la misa, las cosas que nosotros necesitamos, lo que queremos. «Lo conseguiréis»; en un modo u otro pero «lo conseguiréis». «Todo es posible para quien cree», ha dicho el Señor. ¿Qué respondió ese hombre al cual el Señor se dirigió para decir esta palabra –todo es posible para quien cree–? Dijo: «Creo Señor. Ayuda mi poca fe». También nosotros podemos decir: «Señor, yo creo. Pero ayuda mi poca fe». Y la oración debemos hacerla con este espíritu de fe: «Creo Señor, ayuda mi poca fe». Las pretensiones de lógicas mundanas, sin embargo, no despegan hacia el Cielo, así como permanecen sin ser escuchadas las peticiones autorreferenciales (Jc 4, 2-3). Las intenciones por las que se invita al pueblo fiel a rezar deben dar voz a las necesidades concretas de la comunidad eclesial y del mundo, evitando recurrir a fórmulas convencionales y miopes. La oración «universal», que concluye la liturgia de la Palabra, nos exhorta a hacer nuestra la mirada de Dios, que cuida de todos sus hijos.