La vida cristiana. El bautismo.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Los cincuenta días del tiempo litúrgico pascual son propicios para reflexionar sobre la vida cristiana que, por su naturaleza, es la vida que proviene de Cristo mismo. Somos, de hecho, cristianos en la medida en la que dejamos vivir a Jesús en nosotros. ¿De dónde partir entonces para reavivar esta conciencia si no desde el principio, desde el sacramento que encendió en nosotros la vida cristiana? Eso es el bautismo. La Pascua de Cristo, con su carga de novedad, nos alcanza a través del bautismo para transformarnos a su imagen: los bautizados son de Jesucristo, es Él el Señor de su existencia. El bautismo es «el fundamento de toda la vida cristiana» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1213). Y el primero de los sacramentos, en cuanto a que es la puerta que permite a Cristo Señor establecerse en nuestra persona y a nosotros sumergirnos en su Misterio.
El verbo griego «bautizar» significa «sumergir» (cf. CEC, 1214). El baño con el agua es un rito común a varias creencias para expresar el paso de una condición a otra, señal de purificación para un nuevo inicio. Pero a nosotros cristianos no se nos debe escapar que si es el cuerpo lo que se sumerge en el agua, es el alma lo que se sumerge en Cristo para recibir el perdón del pecado y resplandecer de luz divina (cf. Tertuliano, De resurrectione mortuorum VIII, 3: CCL 2, 931; PL 2, 806). En virtud del Espíritu Santo, el bautismo nos sumerge en la muerte y resurrección del Señor, ahogando en la fuente bautismal al hombre viejo, dominado por el pecado que separa de Dios y haciendo nacer al hombre nuevo, recreado en Jesús. En Él, todos los hijos de Adán están llamados a una vida nueva. El bautismo, es decir, es un renacimiento. Estoy seguro, segurísimo de que todos nosotros recordamos la fecha de nuestro nacimiento: seguro. Pero me pregunto yo, un poco dubitativo, y os pregunto a vosotros: ¿cada uno de vosotros recuerda cuál fue la fecha de su bautismo? Alguno dicen que sí, está bien. Pero es un sí un poco débil porque tal vez muchos no recuerdan esto–. Pero si nosotros festejamos el día del nacimiento, ¿cómo no festejar –al menos recordar– el día del renacimiento? Os daré una tarea para casa, una tarea hoy para hacer en casa. Aquellos de vosotros que no os acordéis de la fecha del bautismo, que pregunten a la madre, a los tíos, a los sobrinos, preguntad: «¿Tú sabes cuál es la fecha de mi bautismo?» y no la olvidéis nunca. Y ese día agradeced al Señor, porque es precisamente el día en el que Jesús entró en mí, el Espíritu Santo entró en mí. ¿Habéis entendido bien la tarea para casa? Todos debemos saber la fecha de nuestro bautismo. Es otro cumpleaños: el cumpleaños del renacimiento. No os olvidéis de hacer esto, por favor.
Recordemos las últimas palabras del Resucitado a los apóstoles, son un mandato preciso: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). A través de la pila bautismal, quien cree en Cristo se sumerge en la vida misma de la Trinidad.
No es, de hecho, un agua cualquiera la del bautismo, sino el agua en la que se ha invocado el Espíritu que «da la vida» (Credo). Pensemos en lo que Jesús dijo a Nicodemo para explicarle el nacimiento en la vida divina: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es Espíritu» (Jn 3, 5-6). Por eso, el bautismo se llama también «regeneración»: creemos que Dios nos ha salvado «según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo» (Tt 3, 5).
El bautismo es por eso un signo eficaz de renacimiento, para caminar en novedad de vida. Lo recuerda san Pablo a los cristianos de Roma: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 3-4).
Sumergiéndonos en Cristo, el bautismo nos convierte también en miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia y partícipes de su misión en el mundo (cf. CEC, 1213). Nosotros bautizados no estamos aislados: somos miembros del Cuerpo de Cristo. La vitalidad que brota de la fuente bautismal está ilustrada por estas palabras de Jesús: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto» (cf. Jn 15, 5). Una misma vida, la del Espíritu Santo, corre de Cristo a los bautizados, uniéndolos en un solo Cuerpo (cf. 1Co 12, 13), ungido con la santa unción y alimentado en el banquete eucarístico.
El bautismo permite a Cristo vivir en nosotros y a nosotros vivir unidos a Él, para colaborar en la Iglesia, cada uno según la propia condición, en la transformación del mundo. Recibido una sola vez, el lavado bautismal ilumina toda nuestra vida, guiando nuestros pasos hasta la Jerusalén del Cielo. Hay un antes y un después del bautismo. El sacramento supone un camino de fe, que llamamos catecumenado, evidente cuando es un adulto quien pide el bautismo. Pero también los niños, desde la antigüedad son bautizados en la fe de los padres (cf. Rito del Bautismo de los niños. Introducción, 2). Y sobre esto yo quisiera deciros una cosa. Algunos piensan: ¿Pero por qué bautizar a un niño que no entiende? Esperemos a que crezca, que entienda y sea él mismo quien pida el bautismo. Pero esto significa no tener confianza en el Espíritu Santo, porque cuando nosotros bautizamos a un niño, en ese niño entra el Espíritu Santo y el Espíritu Santo hace crecer en ese niño, desde niño, virtudes cristianas que después florecen. Siempre se debe dar esta oportunidad a todos, a todos los niños, de tener dentro el Espíritu Santo que les guíe durante la vida. ¡No os olvidéis de bautizar a los niños! Nadie merece el bautismo, que es siempre un don para todos, adultos y recién nacidos. Pero como sucede con una semilla llena de vida, este don emana y da fruto en un terreno alimentado por la fe. Las promesas bautismales que cada año renovamos en la Vigilia Pascual deben ser reiniciadas cada día para que el bautismo «cristifique»: no debemos tener miedo de esta palabra; el bautismo nos «cristifica», quien ha recibido el bautismo y va «cristificado». Se asemeja a Cristo, se transforma en Cristo y lo convierte verdaderamente en otro Cristo.