Hechos V
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En los Hechos de los Apóstoles, la predicación del Evangelio no se basa sólo en palabras, sino también en acciones concretas que dan testimonio de la verdad del anuncio. Son «prodigios y señales» (Hch 2, 43) que suceden por obra de los Apóstoles, confirmando su palabra y mostrando que actúan en nombre de Cristo. Así sucede que los Apóstoles interceden y Cristo obra, actuando «junto con ellos» y confirmando la Palabra con los signos que la acompañan (Mc 16, 20). Tantas señales, tantos milagros que los Apóstoles hicieron fueron precisamente una manifestación de la divinidad de Jesús. Hoy nos encontramos ante el primer relato de sanación, ante un milagro, que es el primer relato de sanación en el Libro de los Hechos. Tiene un claro propósito misionero, que apunta a despertar la fe. Pedro y Juan van a rezar al Templo, centro de la experiencia de fe de Israel, al que los primeros cristianos están todavía muy apegados. Los primeros cristianos rezaban en el Templo de Jerusalén.
Lucas registra la hora: es la hora novena, es decir, las tres de la tarde, cuando el sacrificio fue ofrecido en holocausto como signo de la comunión del pueblo con su Dios; y también la hora en que Cristo murió ofreciéndose «una vez para siempre». (Hb 9, 12; Hb 10, 10). Y en la puerta del Templo llamado «Hermosa» –la Puerta Hermosa– ven a un mendigo, un paralítico de nacimiento. ¿Por qué estaba ese hombre en la puerta? Porque la ley mosaica (cf. Lv 21, 18) impedía ofrecer sacrificios a los que tenían impedimentos físicos, considerados la consecuencia de cierta culpabilidad. Recordemos que ante un hombre ciego de nacimiento, la gente le preguntaba a Jesús: «¿Quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego? (Jn 9, 2). De acuerdo con esa mentalidad, siempre hay una culpa en el origen de una malformación. Y luego se les negó el acceso al Templo. El lisiado, paradigma de los muchos excluidos y descartados de la sociedad, está ahí para pedir limosna como todos los días. No podía entrar, pero estaba en la puerta. Cuando algo inesperado sucede: Pedro y Juan llegan y se desencadena un juego de miradas. El lisiado mira a los dos para pedir limosna, los apóstoles en cambio lo miran fijamente, invitándolo a mirarlos de una manera diferente, para recibir otro regalo. El lisiado los mira y Pedro le dice: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo te doy. En nombre de Jesucristo, el Nazoreo, ponte a andar» (Hch 3, 6). Los apóstoles establecieron una relación, porque así es como Dios ama manifestarse, en la relación, siempre en el diálogo, siempre en las apariciones, siempre con la inspiración del corazón: son las relaciones de Dios con nosotros; a través de un encuentro real entre las personas que sólo puede suceder en el amor.
El templo, además de ser un centro religioso, era un lugar de intercambios económicos y financieros: los profetas e incluso Jesús mismo habían arremetido repetidamente contra esta reducción (cf. Lc 19, 45-46). Pero cuántas veces pienso en esto cuando veo una parroquia donde uno piensa que el dinero es más importante que los sacramentos. ¡Por favor! Iglesia pobre: pidámoslo al Señor. Ese mendigo, encontrando a los Apóstoles, no encuentra dinero sino el Nombre que salva al hombre: Jesucristo el Nazareno. Pedro invoca el nombre de Jesús, ordena al paralítico que se ponga en la posición de los vivos: de pie, y toca a este enfermo, es decir, lo toma de la mano y lo levanta, gesto en el que San Juan Crisóstomo ve «una imagen de la resurrección» (Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 8). Y aquí aparece el retrato de la Iglesia, que ve a quien está en dificultad, no cierra los ojos, sabe mirar a la humanidad a la cara para crear relaciones significativas, puentes de amistad y solidaridad en lugar de barreras. Aparece el rostro de «una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos». (Evangelii gaudium, 210), que sabe tomar de la mano y acompañar para levantar, no para condenar. Jesús siempre tiende la mano, siempre trata de levantar, de hacer sanar, de hacer felices, de hacerlos encontrar a Dios.
Es el «arte del acompañamiento» que se caracteriza por la delicadeza con la que uno se acerca a la «tierra sagrada del otro», dando a nuestro caminar «el ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana (Evangelii gaudium, 169). Y esto es lo que estos dos apóstoles hacen con el lisiado: lo miran, dicen «míranos», se acercan a él, lo levantan y lo curan. Lo mismo hace Jesús con todos nosotros. Pensemos en esto cuando estamos en malos momentos, en momentos de pecado, en momentos de tristeza. Ahí está Jesús que nos dice: «Miradme: ¡estoy aquí! Tomemos la mano de Jesús y dejémonos levantar.Pedro y Juan nos enseñan a no confiar en los medios, que también son útiles, sino en la verdadera riqueza que es la relación con el Resucitado. En efecto, somos –como diría san Pablo– «como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos» (2Co 6, 10).
Todo nuestro es el Evangelio, que manifiesta el poder del nombre de Jesús que hace maravillas. ¿Y qué tenemos cada uno de nosotros? ¿Cuál es nuestra riqueza, cuál es nuestro tesoro? ¿Qué podemos hacer para enriquecer a los demás? Pidamos al Padre el don de un recuerdo agradecido al recordar los beneficios de su amor en nuestras vidas, para dar a todos el testimonio de alabanza y gratitud. No olvidemos: la mano siempre extendida para ayudar al otro a levantarse; es la mano de Jesús la que a través de nuestra mano ayuda a otros a levantarse.