Queridos hermanos y hermanas:
Me siento feliz de estar hoy aquí con vosotros en este Templo Mayor. Doy las gracias por sus amables palabras al sr. Di Segni, a la sra. Dureghello y al abogado Gattegna; y os agradezco a todos vuestra cálida bienvenida, ¡gracias! ¡Tada Todà rabbà, gracias!
Durante mi primera visita a esta sinagoga como Obispo de Roma, deseo expresaros, extendiéndolo a todas las comunidades judías, el saludo fraterno de paz de esta Iglesia y de toda la Iglesia católica.
Nuestras relaciones ocupan un lugar muy especial en mi corazón. Ya en Buenos Aires solía acudir a las sinagogas para encontrar a las comunidades que se reunían allí, seguir de cerca las fiestas y las conmemoraciones judías y dar gracias al Señor que nos da la vida y nos acompaña a lo largo de la historia.
Con el tiempo se creó un vínculo espiritual, lo que favoreció el nacimiento de auténticas relaciones de amistad e incluso inspiró un compromiso compartido. En el diálogo interreligioso es fundamental que nos reunamos como hermanos y hermanas ante nuestro Creador y lo alabemos, que nos respetemos y valoremos los unos a otros y tratemos de colaborar. Y en el diálogo judeo-cristiano hay un vínculo único y especial, en virtud de las raíces judías del cristianismo: judíos y cristianos, por lo tanto, deben sentirse hermanos, unidos por el mismo Dios y un rico patrimonio espiritual común (cf. Decl. Nostra aetate, 4), sobre el cual basarse y seguir construyendo el futuro.
Con mi visita sigo los pasos de mis predecesores. El Papa Juan Pablo II vino aquí hace treinta años, el 13 de abril de 1986; y el Papa Benedicto XVI estuvo entre vosotros hace ya seis años. Juan Pablo II, en aquella ocasión, acuñó la hermosa expresión «hermanos mayores», y de hecho sois nuestros hermanos y hermanas mayores en la fe. Todos ellos pertenecen a una sola familia, la familia de Dios, quien nos acompaña y nos protege como pueblo suyo. Juntos, como judíos y como católicos, estamos llamados a asumir nuestra responsabilidad con esta ciudad, contribuyendo, sobre todo en lo espiritual, y favoreciendo la resolución de los diversos problemas actuales. Espero que crezcan cada vez más la cercanía, la comprensión recíproca y el respeto entre nuestras dos comunidades de fe. Por esto es importante que yo haya venido entre vosotros precisamente hoy, 17 de enero, cuando la Conferencia episcopal italiana celebra la «Jornada del diálogo entre católicos y judíos».
Acabamos de conmemorar el 50º aniversario de la declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II, que ha hecho posible el diálogo sistemático entre la Iglesia católica y el judaísmo. El pasado 28 de octubre, en la Plaza de San Pedro, tuve la oportunidad de saludar a un gran número de representantes judíos, a quienes me dirigí de este modo: «Merece una especial gratitud a Dios la auténtica transformación que ha tenido en los últimos cincuenta años la relación entre los cristianos y los judíos. La indiferencia y la oposición dieron paso a colaboración y benevolencia. De enemigos y extraños hemos pasado a ser amigos y hermanos. El Concilio, con la declaración Nostra Aetate trazó el camino: "sí" al redescubrimiento de las raíces judías del cristianismo; "no" a cualquier forma de antisemitismo, y en consecuencia la condenación de toda injuria, discriminación y persecución». Nostra Aetate definió teológicamente por primera vez, de forma explícita, las relaciones de la Iglesia Católica con el judaísmo. Naturalmente ésta no resolvió todas las cuestiones teológicas que nos afectan, pero hizo referencia de modo alentador, proporcionando un importante estímulo para las necesarias reflexiones posteriores. En este sentido, el 10 de diciembre de 2015, la Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo publicó un nuevo documento que afronta las cuestiones teológicas que han surgido en las últimas décadas transcurridas desde la promulgación de Nostra Aetate. De hecho, la dimensión teológica del diálogo judeo-católico merece ser cada vez más profundizada, y deseo animar a todos los que participan en este diálogo a continuar en esta dirección, con discernimiento y perseverancia. Precisamente desde un punto de vista teológico, es evidente el vínculo inseparable entre los cristianos y los judíos. Los cristianos, para comprenderse a sí mismos, no pueden dejar de hacer referencia a las raíces judías, y la Iglesia, mientras que profesa la salvación por la fe en Cristo, reconoce la irrevocabilidad de la Antigua Alianza y el amor constante y fiel de Dios por Israel. Junto con las cuestiones teológicas, no debemos perder de vista los grandes desafíos que afronta el mundo de hoy. El de una ecología integral es ahora una prioridad, y cómo los cristianos y los judíos podemos y debemos ofrecer a la humanidad el mensaje de la Biblia sobre el cuidado de la creación.
Conflictos, guerras, la violencia y las injusticias abren profundas heridas en la humanidad y nos llaman a fortalecer el compromiso con la paz y la justicia. La violencia del hombre contra el hombre está en contradicción con toda religión digna de este nombre, y en particular con las tres grandes religiones monoteístas. La vida es sagrada, como don de Dios. El quinto mandamiento del Decálogo es: «No matarás» (Ex 20, 13). Dios es el Dios de la vida y quiere siempre promoverla y defenderla; y nosotros, creados a su imagen y semejanza, estamos llamados a hacer lo mismo. Todo ser humano en cuanto criatura de Dios, es nuestro hermano, independientemente de su origen y de su pertenencia religiosa. Cada persona debe ser vista con benevolencia, como hace Dios, que da su mano misericordiosa a todos, independientemente de su fe y de su origen, y que se ocupa de las personas que más lo necesitan: los pobres, los enfermos, los marginados y los indefensos. Allí donde la vida está en peligro estamos llamados todavía más a protegerla. Ni la violencia ni la muerte tendrán jamás la última palabra frente a Dios, que es el Dios del amor y de la vida.
Tenemos que pedirle con insistencia para que nos ayude a practicar en Europa, en Tierra Santa, en Oriente Medio, en África y en cada parte del mundo la lógica de la paz, de la reconciliación, del perdón y de la vida.
El pueblo judío, en su historia, ha querido experimentar la violencia y la persecución, hasta el exterminio de los judíos europeos durante el Holocausto. Seis millones de personas, sólo por el hecho de pertenecer al pueblo judío, fueron víctimas de la más inhumana barbarie perpetrada en nombre de una ideología que quería reemplazar a Dios por el hombre. El 16 de octubre de 1943, más de mil hombres, mujeres y niños de la comunidad judía de Roma fueron deportados a Auschwitz. Hoy deseo recordarlos de todo corazón: especialmente sus sufrimientos, sus angustias. Sus lágrimas nunca se deben olvidar. Y el pasado nos debe servir de lección para el presente y para el futuro. El Holocausto nos enseña que es necesaria siempre la máxima vigilancia para poder intervenir tempestivamente en defensa de la dignidad humana y de la paz. Quisiera expresar mi cercanía a cada testigo de la Shoah que aún vive; y dirijo mi saludo a todos los aquí presentes.
Queridos hermanos mayores, tenemos que estar verdaderamente agradecidos por todo lo que ha sido posible realizar en los últimos 50 años, porque entre nosotros han crecido y se han profundizado la comprensión recíproca, la mutua confianza y la amistad. Recemos juntos al Señor, para que conduzca nuestro camino hacia un futuro bueno, mejor. Dios tiene para nosotros proyectos de salvación, como dice el profeta Jeremías: «Pues sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza» (Jr 29, 11). Que el Señor nos bendiga y nos proteja. Haga resplandecer su rostro sobre nosotros y nos dé su gracia. Dirija sobre nosotros su rostro y nos conceda la paz (cf. Nm 6, 24-26). ¡Shalom alechem!