Queridos hermanos y hermanas:
Les doy la bienvenida a esta audiencia al fin de su Congreso Internacional sobre el tema: «La caridad no pasará jamás (1Co 13, 8). Perspectivas a los 10 años de la encíclica Deus caritas est», organizado por el Consejo pontificio Cor Unum, y agradezco a mons. Dal Toso las palabras de saludo que me ha dirigido en nombre de todos ustedes.
La primera encíclica del papa Benedicto XVI trata un tema que permite recorrer toda la historia de la Iglesia que, entre otras cosas, es una historia de caridad. Es la historia del amor que hemos recibido de Dios y debemos llevar al mundo: esta caridad recibida y dada es el fundamento de la historia de la Iglesia y de la historia de cada uno de nosotros. El acto de caridad, en efecto, no es sólo una limosna para limpiar la propia conciencia; incluye «una atención de amor puesta en el otro» (cfr. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 199), al que considera «como uno consigo» (cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 27, a. 2) y desea compartir la amistad con Dios. La caridad, por tanto, está en el centro de la vida de la Iglesia, y es verdaderamente su corazón, como decía santa Teresa del Niño Jesús. Para cada uno de los fieles, como para la comunidad cristiana en su conjunto, vale la palabra de Jesús, según la cual la caridad es el primer mandamiento y el más alto: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser… Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 30-31).
El Año jubilar que estamos viviendo nos brinda también la ocasión de volver a este corazón palpitante de nuestra vida y de nuestro testimonio, al centro del anuncio de fe: «Dios es amor» (1Jn 4, 8.16). Dios no tiene simplemente el deseo o la capacidad de amar; Dios es caridad: la caridad es su esencia, su naturaleza. Él es único, pero no es solitario; no puede estar solo, no puede cerrarse en sí mismo, porque es comunión, es caridad, y la caridad por naturaleza se comunica, se difunde. Así, Dios asocia al hombre a su vida de amor y, aunque el hombre se aleje de él, él no permanece distante sino que le sale al encuentro. Este salir al encuentro del hombre, que culmina en la encarnación del Hijo, es su misericordia; es su modo de expresarse con nosotros, que somos pecadores, es su rostro que nos mira y vela por nosotros. El programa de Jesús –está escrito en la encíclica– es «un "corazón que ve". Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia» (Deus caritas est, 31). Caridad y misericordia están tan estrechamente vinculadas porque son el modo de ser y de actuar de Dios: su identidad y su nombre.
El primer aspecto que la encíclica nos recuerda es precisamente el rostro de Dios: quién es el Dios que podemos encontrar en Cristo, cuán fiel e insuperable es su amor: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Cualquier forma de amor, de solidaridad, de compartir es sólo un reflejo de la caridad que es Dios. Él derrama incansablemente su caridad sobre nosotros y nosotros estamos llamados a ser testigos de este amor en el mundo. Por eso, debemos ver la caridad divina como la brújula que orienta nuestra vida, antes de encaminarnos en cualquier actividad: en ella encontramos la dirección, de ella aprendemos cómo mirar a los hermanos y al mundo. «Ubi amor, ibi oculus», decían los hombres medievales: donde está el amor, está la capacidad de ver. Sólo «si permanecemos en su amor» (cf. Jn 15, 1-17), sabremos comprender y amar a quien vive a nuestro lado.
La encíclica –y este es el segundo aspecto que quisiera subrayar– nos recuerda que esta caridad quiere verse reflejada cada vez más en la vida de la Iglesia. Cuánto desearía que en la Iglesia cada fiel, cada institución, cada actividad revelara que Dios ama al hombre. La misión que desempeñan nuestros organismos de caridad es importante, porque acercan a muchas personas pobres a una vida más digna, más humana, y esto es algo muy necesario; es una misión importantísima porque, no con palabras, sino con el amor concreto puede hacer sentir a todo hombre que el Padre le ama, que es hijo suyo, destinado a la vida eterna con Dios. Quisiera dar las gracias a todos aquellos que trabajan diariamente en esta misión, que interpela a todo cristiano. En este Año jubilar he querido resaltar que todos podemos vivir la gracia del Jubileo, precisamente poniendo in práctica las obras de misericordia corporales y espirituales: vivir las obras de misericordia significa conjugar el verbo amar como lo hizo Jesús. Y así, todos juntos, contribuimos concretamente a la gran misión de la Iglesia de comunicar el amor de Dios, que desea extenderse.
Queridos hermanos y hermanas, la encíclica Deus caritas est conserva intacta la frescura de su mensaje, con el que indica la perspectiva siempre actual para el camino de la Iglesia. Y todos seremos cristianos más auténticos cuanto más vivamos con este espíritu.
Les agradezco de nuevo su trabajo y todo lo que puedan realizar en esta misión de caridad. Que les asista siempre la Virgen Madre y les acompañe mi bendición. Por favor, hagan un acto de caridad y no se olviden de rezar por mí. Gracias.