Queridos hermanos y hermanas:
Os doy la bienvenida a todos vosotros, reunidos para la asamblea general de la Academia pontificia para la vida. Me complace de manera especial ver al cardenal Sgreccia, ¡siempre activo, gracias! Estos días estarán dedicados al estudio de las virtudes en la ética de la vida, un tema de interés académico, que dirige un mensaje importante a la cultura contemporánea: el bien que el hombre realiza no es el resultado de cálculos o estrategias, ni tampoco es el producto del orden genético o de los condicionamientos sociales, sino que es el fruto de un corazón bien dispuesto, de la libre elección que tiende al bien auténtico. No bastan la ciencia y la técnica: para realizar el bien es necesaria la sabiduría del corazón.
De diversos modos la Sagrada Escritura nos dice que las intenciones buenas y malas no entran en el hombre desde el exterior, sino que brotan de su «corazón». «De dentro –afirma Jesús–, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas» (Mc 7, 21). En la Biblia, el corazón es el órgano no sólo de los afectos, sino también de las facultades espirituales, la razón y la voluntad, es la sede de las decisiones, del modo de pensar y de obrar. La sabiduría de las elecciones, abierta al movimiento del Espíritu Santo, compromete también el corazón. De aquí nacen las obras buenas, pero también las que son fruto de una equivocación, cuando se rechaza la verdad y las sugerencias del Espíritu. El corazón, en definitiva, es la síntesis de la humanidad plasmada por las manos mismas de Dios (cf. Gn 2, 7) y contemplada por su Creador con una complacencia única (cf. Gn 1, 31). En el corazón del hombre Dios derrama su propia sabiduría.
En nuestro tiempo, algunas orientaciones culturales ya no reconocen la huella de la sabiduría divina en las realidades creadas y tampoco en el hombre. La naturaleza humana, de este modo, queda reducida en materia, modelable según un designio cualquiera. Nuestra humanidad, en cambio, es única y muy valiosa a los ojos de Dios. Por esto, la primera naturaleza que se debe custodiar, a fin de que dé fruto, es nuestra humanidad misma. Tenemos que darle el aire limpio de la libertad y el agua vivificante de la verdad, protegerla de los venenos del egoísmo y de la mentira. En el terreno de nuestra humanidad podrá brotar, entonces, una gran variedad de virtudes.
La virtud es la expresión más auténtica del bien que el hombre, con la ayuda de Dios, es capaz de realizar. Ella «permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1803). La virtud no es un simple hábito, sino la actitud constantemente renovada a elegir el bien. La virtud no es emoción, no es una habilidad que se adquiere con un curso de actualización, y menos aún un mecanismo bioquímico, sino que es la expresión más elevada de la libertad humana. La virtud es lo mejor que ofrece el corazón del hombre. Cuando el corazón se aleja del bien y de la verdad contenida en la Palabra de Dios, corre muchos peligros, se ve privado de orientación y correo el riesgo de llamar bien al mal y mal al bien; las virtudes se pierden, tiene más fácilmente espacio el pecado, y luego el vicio. Quien emprende esta pendiente resbaladiza cae en el error moral y se ve oprimido por una creciente angustia existencial.
La Sagrada Escritura nos presenta la dinámica del corazón endurecido: cuanto más el corazón está inclinado al egoísmo y al mal, es más difícil cambiar. Dice Jesús: «Todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn 8, 34). Cuando el corazón se corrompe, son graves las consecuencias para la vida social, como lo recuerda el profeta Jeremías. Cito: «Tus ojos y tu corazón no están más que a tu granjería. Y a la sangre inocente para verterla. Y al atropello y al entuerto» (Jr 22, 17). Tal condición no puede cambiar ni en virtud de teorías ni por efecto de reformas sociales o políticas. Sólo la obra del Espíritu Santo, si nosotros colaboramos, puede reformar nuestro corazón: Dios mismo, en efecto, aseguró su gracia eficaz a quien lo busca y a quien se convierte «de todo corazón» (cf. Jl 2, 12 ss.).
Hoy son muchas las instituciones comprometidas en el servicio a la vida, en el ámbito de la investigación o de la asistencia; ellas promueven no sólo acciones buenas, sino también la pasión por el bien. Pero existen también muchas estructuras preocupadas más por el interés económico que por el bien común. Hablar de virtud significa afirmar que la elección del bien hace partícipe y compromete a toda la persona; no es una cuestión «cosmética», un embellecimiento exterior, que no daría fruto: se trata de arrancar del corazón los deseos deshonestos y buscar el bien con sinceridad.
En el ámbito de la ética de la vida, las normas, que incluso siendo necesarias, y que ratifican el respeto de las personas, por sí solas no son suficientes para realizar plenamente el bien del hombre. Son las virtudes de quien realiza en la promoción de la vida la última garantía de que el bien será realmente respetado. Hoy no faltan los conocimientos científicos y los instrumentos técnicos capaces de ofrecer apoyo a la vida humana en las situaciones en las que se muestra débil. Pero muchas veces falta la humanidad. La acción buena no es la correcta aplicación del saber ético, sino que presupone un interés real por la persona frágil. Que los médicos y todos los agentes sanitarios nunca dejen de conjugar ciencia, técnica y humanidad.
Así, pues, aliento a las Universidades a considerar todo esto en sus programas de formación, a fin de que los estudiantes puedan madurar las disposiciones del corazón y de la mente que son indispensables para acoger y cuidar la vida humana, según la dignidad que en cualquier circunstancia les pertenece. Invito también a los directores de las estructuras sanitarias y de investigación a hacer que los empleados consideren también el trato humano como parte integrante de su cualificado servicio. En todo caso, que quienes se dedican a la defensa y a la promoción de la vida puedan mostrar ante todo su belleza. En efecto, como «la Iglesia no crece por proselitismo sino "por atracción"» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 14), así la vida humana sólo se defiende y se promueve eficazmente cuando se la conoce y se muestra su belleza. Viviendo una genuina compasión y las demás virtudes, seréis testigos privilegiados de la misericordia del Padre de la vida.
La cultura contemporánea conserva aún los criterios para afirmar que el hombre, sean cuales fueran sus condiciones de vida, es un valor que se debe proteger; sin embargo, ella es a menudo víctima de incertezas morales, que no le permiten defender la vida de manera eficaz. Más bien a menudo, luego, puede suceder que bajo el nombre de virtud, se enmascaren «espléndidos vicios». Por ello es necesario no sólo que las virtudes formen realmente el modo de pensar y de obrar del hombre, sino que sean cultivadas a través de un continuo discernimiento y estén arraigadas en Dios, fuente de toda virtud. Quisiera repetir aquí una cosa que he dicho algunas veces: debemos estar atentos a las nuevas colonizaciones ideológicas que invaden el pensamiento humano, también el cristiano, bajo la forma de virtud, de modernidad, de actitudes nuevas, pero son colonizaciones, es decir, quitan la libertad, y son ideológicas, es decir, tienen miedo de la realidad así como Dios la ha creado. Pidamos la ayuda del Espíritu Santo, a fin de que nos sustraiga del egoísmo y de la ignorancia: renovados por Él, podemos pensar y obrar según el corazón de Dios y mostrar su misericordia a quien sufre en el cuerpo y en el espíritu.
Os deseo que los trabajos de estos días sean fecundos y que os acompañen a vosotros y a quienes encontráis en vuestro servicio en un camino de crecimiento virtuoso. Os doy las gracias y os pido, por favor, que no os olvidéis de rezar por mí. ¡Gracias!