Buenos días a todos vosotros:
Siempre es agradable reunirse aquí cada año al comienzo de la Cuaresma, para esta liturgia del perdón de Dios. Es bueno para nosotros –¡es bueno para mí también!–, y siento una gran paz en mi corazón, ahora que cada uno de nosotros ha recibido la misericordia de Dios y la ha dado a los demás, hermanos suyos. Vivamos este momento por lo que realmente es, como una gracia extraordinaria, un milagro permanente de la ternura divina, en el que una vez más la Reconciliación de Dios, hermana del Bautismo, nos conmueve, nos lava con lágrimas, nos regenera, nos devuelve la belleza original.
Esta paz y esta gratitud que desde nuestros corazones se elevan al Señor nos ayudan a comprender cómo toda la Iglesia y cada uno de sus hijos viven y crecen gracias a la misericordia de Dios. La Esposa del Cordero se vuelve «sin mancha ni arruga» (Ef 5, 27) por el don de Dios, su belleza es el punto de llegada de un camino de purificación y transfiguración, es decir, un éxodo al que el Señor la invita permanentemente: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (Os 2., 16). Nunca debemos dejar de advertirnos mutuamente de la tentación de la autosuficiencia y de la autosatisfacción, como si fuéramos Pueblo de Dios por nuestra propia iniciativa o por nuestro propio mérito; no, de verdad, nosotros somos y seremos siempre el fruto de la acción misericordiosa del Señor: un Pueblo de orgullosos hechos pequeños por la humildad de Dios, un Pueblo de miserables enriquecido por la pobreza de Dios, un Pueblo de malditos hecho justo por Aquel que se hizo "Maldito" colgado del madero de la cruz (cf. Ga 3, 13). Nunca lo olvidemos: «separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Lo repito, el Maestro nos dijo: «¡separados de mí no podéis hacer nada!».
Esta es la razón por la que este tiempo de Cuaresma es verdaderamente una gracia: nos permite reubicarnos ante Dios, dejando que Él sea todo. Su amor nos levanta del polvo (acuérdate de que sin mí eres polvo, nos decía ayer el Señor), su Espíritu que sopla una vez más sobre nuestra nariz nos da la vida de los resucitados. La mano de Dios, que nos creó a imagen y semejanza de su misterio trinitario, nos ha hecho múltiples en unidad, diferentes pero inseparables los unos de los otros. El perdón de Dios, que hemos celebrado hoy, es una fuerza que restablece la comunión en todos los niveles: entre nosotros los presbíteros en el único presbiterio diocesano; con todos los cristianos, en el único cuerpo que es la Iglesia; con todos los hombres, en la unidad de la familia humana. El Señor nos presenta los unos a los otros y nos dice: He aquí a tu hermano, «hueso de tus huesos, carne de tu carne» (cf. Gn 2, 23), aquel con quien estás llamado a vivir la «caridad que no acaba nunca» (1Co 13, 8).
Para estos siete años de camino diocesano de conversión pastoral, que nos separan del Jubileo de 2025 (hemos llegado al segundo), os he propuesto el libro de Éxodo como un paradigma. El Señor actúa, hoy como ayer, y transforma a un "no-pueblo" en Pueblo de Dios. Este es su deseo y su proyecto también con nosotros.
Y bien, ¿qué hace el Señor cuando constata con tristeza que Israel es un pueblo «de dura cerviz» (Ex 32, 9), «inclinado al mal» (Ex 32, 22) como en el episodio del becerro de oro? Comienza una obra paciente de reconciliación, una pedagogía sabia, en la que amenaza y consuela, hace conscientes de las consecuencias del mal cometido y decide olvidar el pecado, castiga azotando al Pueblo y cura la herida que nos ha infligido. Precisamente en el texto de Éxodo 32-34, que propondréis en la Cuaresma para la meditación de vuestras comunidades, el Señor parece haber tomado una decisión radical: «No subiré contigo» (Ex 33, 3). Cuando el Señor se cierra, se aleja. Tenemos experiencia de esto, en los malos momentos, de desolación espiritual. Si alguno de vosotros no conoce estos momentos, le aconsejo que vaya y hable con un buen confesor, un padre espiritual, porque falta algo en su vida; no sé qué es, pero no tengo desolación… no es normal, diría que no es cristiano. Tenemos estos momentos. Ya no caminaré a tu cabeza. Mi ángel irá delante de ti (cf. Ex 32, 34) para que te preceda en el camino, pero no iré.
Por otro lado, el pueblo, quizás por impaciencia o por sentirse abandonado (Moisés tardó en bajar del monte), había dejado a un lado al profeta elegido por Dios y le había a Arón que construyera un ídolo, imagen muda de Dios, que lo encabezase. El pueblo no tolera la ausencia de Moisés, está desolado y no lo tolera e inmediatamente busca otro Dios para sentirse cómodo. A veces, cuando no tenemos desolación, podemos tener ídolos. "No, estoy bien, con esto con que me las arreglo…". La tristeza del abandono de Dios nunca llega. ¿Qué hace el Señor cuando lo "apartamos" –con los ídolos– de la vida de nuestras comunidades, porque estamos convencidos de que somos suficientes por nosotros mismos? En ese momento el ídolo soy yo: "No, me las arreglo…Gracias… No te preocupes, me las arreglo". Y no se siente esa necesidad del Señor, no se siente la desolación de la ausencia del Señor.
¡Pero el Señor es "listo"! La reconciliación que quiere ofrecer al pueblo será una lección que los israelitas recordarán siempre. Dios se comporta como un amante rechazado: si realmente no me quieres, ¡entonces me voy! Y nos deja solos. Es cierto, podemos salir adelante por una temporada, seis meses, un año, dos años, tres años, incluso más. En un momento dado, las cosas estallan. Si seguimos solos, esta autosuficiencia estalla, esta autocomplacencia de la soledad. Y estalla mal, estalla mal. Pienso en un caso de un buen sacerdote, bueno, religioso, lo conozco bien. Era brillante. Si había un problema en algunas comunidades, los superiores pensaban en él para resolverlo: un colegio, una universidad; era bueno, bueno. Pero era un devoto del "santo espejo": se miraba tanto. Y Dios fue bueno con él. Un día le hizo sentir que estaba solo en la vida, que había perdido tanto. Y no se atrevió a decirle al Señor: "Pero he arreglado esto, lo otro, lo otro…". No, de inmediato se dio cuenta de que estaba solo. Y la gracia más grande que el Señor puede dar, –para mí es la gracia más grande–: ese hombre lloró. La gracia de llorar. Lloró por el tiempo perdido, lloró porque el santo espejo no le había dado lo que esperaba de sí mismo. Y volvió a empezar desde el principio, humildemente. Cuando el Señor se va, porque lo echamos, debemos pedir el don de las lágrimas, llorar la ausencia del Señor. "Tú no me quieres, así que me voy", dice el Señor, y con el tiempo pasa lo que le sucedió a este sacerdote.
Volvamos al Éxodo. El efecto es el esperado: «Al oír el pueblo estas duras palabras, hizo duelo y nadie se vistió de sus galas» (Ex 33, 4). No se les escapa a los israelitas que ningún castigo es tan fuerte como esta decisión divina que contradice su santo nombre: «¡Yo soy el que soy!» (Ex 3, 14): una expresión que tiene un significado concreto, no abstracto, quizás traducible como "soy el que está y estará aquí, a tu lado". Cuando te das cuenta de que Él se ha ido, porque tú le has echado, es una gracia sentirlo. Si no te das cuenta, hay sufrimiento. El ángel no es una solución, al contrario, sería el testigo permanente de la ausencia de Dios. Por eso la reacción del pueblo es la tristeza. Esto es otra cosa peligrosa, porque hay una tristeza buena y una tristeza mala. Allí hay que discernir, en los momentos de tristeza: ¿cómo está mi tristeza, de dónde viene? Y a veces es buena, viene de Dios, de la ausencia de Dios, como en este caso; otras veces también es una autocomplacencia, ¿no es así?
¿Qué sentiríamos nosotros si el Señor Resucitado nos dijera: continuad si queréis vuestras actividades eclesiales y vuestras liturgias, pero no seré yo el que estará presente y actuará en vuestros sacramentos? Dado que, cuando tomáis vuestras decisiones, os basáis en criterios mundanos y no evangélicos (tamquan Deus non esset), entonces me quito totalmente de en medio… Todo sería vacío, sin sentido, no sería más que "polvo". La amenaza de Dios abre la puerta a la intuición de lo que sería nuestra vida sin Él, si de verdad Él nos volviera para siempre la cara. Es la muerte, la desesperación, el infierno: sin mí no puedes hacer nada.
El Señor nos muestra una vez más, sobre la carne viva del desenmascaramiento de nuestra hipocresía, que es realmente su misericordia. Dios revela en el monte a Moisés, su Gloria y su santo Nombre: «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Ex 34, 6). En el "juego de amor" que sigue Dios, hecho de ausencia amenazada y presencia recobrada –«Yo mismo iré contigo y te daré descanso" (Ex 33, 14)– Dios lleva a cabo la reconciliación con su pueblo. Israel sale de esta experiencia dolorosa, que lo marcará para siempre, con una nueva madurez: es más consciente de quién es el Dios que lo ha liberado de Egipto y es más lúcido para comprender los verdaderos peligros del camino (podríamos decir: ¡tiene más miedo de sí mismo que de las serpientes del desierto!). Esto está bien: tener algo de miedo de nosotros mismos, de nuestra omnipotencia, de nuestra astucia, de nuestro escondernos, de nuestro doble juego… Algo de miedo. Si fuera posible, tener más miedo de esto que de las serpientes, porque este es un auténtico veneno. Y el pueblo así está más unido alrededor de Moisés y a la Palabra de Dios que éste anuncia. La experiencia del pecado y del perdón de Dios es lo que ha permitido a Israel convertirse algo más en el Pueblo que pertenece a Dios. Hemos hecho esta liturgia penitencial y hemos experimentado nuestros pecados; y decir pecado es algo que nos abre a la misericordia de Dios, porque el pecado generalmente se esconde. Ocultamos el pecado no solo a Dios, no solo a nuestro prójimo, no solo al sacerdote sino a nosotros mismos. La "cosmética" ha progresado mucho, en esto: somos especialistas en camuflar las situaciones. "Sí, pero no dura tanto, se entiende…". Y un poco de agua para lavarse los cosméticos es bueno para todos, para ver que no somos tan hermosos: somos feos, feos incluso en nuestras cosas. Pero sin desesperarse, porque está Dios, clemente y misericordioso, que siempre está detrás de nosotros. Está su misericordia que nos acompaña.
Queridos hermanos este es el sentido de la Cuaresma que viviremos. En los ejercicios espirituales que predicaréis a las personas de vuestras comunidades, en las liturgias penitenciales que celebraréis, tened el valor de proponer la reconciliación del Señor, de proponer su amor apasionado y celoso.
Nuestro papel es como el de Moisés: un servicio generoso a la obra de reconciliación de Dios, un "seguir el juego" de su amor.
Es hermoso el modo en que Dios involucra a Moisés, lo trata realmente como a un amigo: lo prepara antes de que baje del monte, advirtiéndole de la perversión del pueblo, acepta que haga de intercesor de sus hermanos, lo escucha y le recuerda el juramento que Dios hizo a Abraham, Isaac y Jacob. Podemos imaginar que Dios sonriera cuando Moisés lo invitaba a no contradecirse, a no causar una mala impresión a los ojos de los egipcios y a no ser menos que sus dioses, a respetar su Santo Nombre. Lo provoca con la dialéctica de la responsabilidad: "Tu pueblo, a quien tú, Moisés, has sacado de Egipto", para que Moisés responde subrayando que no, que el pueblo pertenece a Dios, que fue Él quien lo sacó de Egipto. Y este es un diálogo maduro, con el Señor. Cuando vemos que el pueblo que servimos en la parroquia, o en cualquier lugar, se ha alejado, tenemos la tendencia a decir: "Es mi gente, es mi pueblo". Si, es tu pueblo, pero vicariamente, por decir así: ¡El pueblo es Suyo! Y entonces ir a regañarle: "Mira lo que está haciendo tu pueblo". Este diálogo con el Señor.
Pero el corazón de Dios exulta de alegría cuando escucha las palabras de Moisés: «Con todo, si te dignas perdonar su pecado, […] si no, ¡bórrame del libro que has escrito!» (Ex 32, 32). Y esta es una de las cosas más hermosas del sacerdote, del sacerdote que se presenta ante el Señor y da la cara por su pueblo. "Es tu pueblo, no el mío, y Tú debes perdonar" –"No, pero…" –"¡Me voy! Ya no te hablo. Bórrame" ¡Hacen falta "pantalones" para hablar así con Dios! ¡Pero debemos hablar así, como hombres, no como pusilánimes, como hombres! Porque esto significa que soy consciente del lugar que tengo en la Iglesia, que no soy un administrador, puesto allí para sacar adelante algo de manera ordenada. Significa que creo, que tengo fe. Intentad hablar así con Dios.
Morir por el pueblo, compartir el destino del pueblo pase lo que pase, hasta llegar a morir. Moisés no acepta la propuesta de Dios, no acepta la corrupción. Dios finge que quiere corromperlo. Y no lo acepta. "No, no cuentes conmigo para esto. Yo estoy con el pueblo. Con tu pueblo". La propuesta de Dios era: «Que se encienda mi ira contra ellos y los devore. En cambio haré de ti un gran pueblo» (Ex 32, 10). He aquí la "corrupción". Pero ¿cómo? ¿Dios es el corruptor? Está intentando ver el corazón de su pastor. Moisés no quiere salvarse solo: ya es uno con sus hermanos. ¡Ojalá que cada uno de nosotros llegase a esto! Es malo cuando un sacerdote acude al obispo para quejarse de su gente: "Ah, no se puede, estas personas no entienden nada, y así, y así… se pierde el tiempo…". Es feo ¿Qué le falta a ese hombre? ¡Tantas cosas le faltan a ese sacerdote! Moisés no hace esto. No quiere salvarse a sí mismo porque es uno con sus hermanos. Aquí el Padre ha visto el rostro del Hijo. La luz del Espíritu de Dios ha invadido el rostro de Moisés y ha delineado sobre él los rasgos del Crucificado Resucitado, haciéndolo luminoso. Y cuando nosotros vamos allí, a luchar con Dios –incluso nuestro padre Abraham lo había hecho, esa lucha con Dios–, cuando vamos allí demostramos que nos parecemos a Jesús, que da su vida por su pueblo. Y el Padre sonríe: verá en nosotros la mirada de Jesús que murió por nosotros, por el pueblo del Padre, nosotros. Ahora el corazón del amigo de Dios se ha dilatado completamente, haciéndose grande –Moisés, el amigo de Dios–, similar al corazón de Dios, mucho más grande que el corazón humano (cf. 1Jn 3, 18). Moisés se ha convertido verdaderamente en el amigo que habla con Dios cara a cara (Ex 33, 11). ¡Cara a cara! Esto es cuando el obispo o el padre espiritual le pregunta a un sacerdote si reza: "Sí, sí, yo… sí, con la 'suegra' me las arreglo –la 'suegra' es el breviario–, sí, me las arreglo, rezo, los Laudes, luego…". No, no. Si rezas, ¿qué significa? Si das la cara por tu pueblo ante Dios, si vas a luchar por tu pueblo con Dios, esto es orar para un sacerdote. No se trata de cumplir las prescripciones. "Ah, Padre, entonces el breviario ¿ya no sirve?" No, el breviario sirve, pero con esta actitud. Tú estás allí, ante Dios y tu gente detrás de ti. Y Moisés es también el guardián de la Gloria de Dios, de los secretos de Dios. Ha contemplado su gloria desde atrás, ha escuchado su verdadero Nombre en el monte, ha entendido su amor de Padre.
Queridos hermanos, ¡es un gran privilegio el nuestro! Dios conoce nuestra "vergonzosa desnudez". Me sorprendió tanto cuando vi el original de la [Virgen] Odigitria de Bari: no es como ahora, un poco vestido con las ropas que ponen en los íconos los cristianos orientales. Es la Virgen con el niño desnudo. Me gustó tanto que el obispo de Bari me dio una, me la regalo y la puse allí, frente a mi puerta. Y me gusta –lo digo para compartir una experiencia– me gusta por la mañana, cuando me levanto, cuando paso delante, le digo a la Virgen que guarde mi desnudez: "Madre, tú conoces toda mi desnudez". Esto es algo grandioso: pedirle al Señor, desde mi desnudez, pedirle que guarde mi desnudez. Ella las conoce todas. Dios conoce nuestra "vergonzosa desnudez", y, sin embargo, nunca se cansa de servirse de nosotros para ofrecer reconciliación a los hombres. Somos muy pobres, pecadores, y, no obstante, Dios nos toma para interceder por nuestros hermanos y para distribuir a los hombres, a través de nuestras manos que no son para nada inocentes, la salvación que regenera.
El pecado nos desfigura, y sufrimos con dolor esa experiencia humillante cuando nosotros mismos o uno de nuestros hermanos sacerdotes u obispos caemos en el abismo sin fondo del vicio, de la corrupción o, lo que es peor, del crimen que destruye las vidas de otros. Quiero compartir con vosotros el dolor y la pena insoportables que causa en nosotros y en todo el cuerpo eclesial la ola de escándalos de los que están llenos los periódicos de todo el mundo. Es evidente que el verdadero significado de lo que está sucediendo hay que buscarlo en el espíritu del mal, en el Enemigo, que actúa con la pretensión de ser el amo del mundo, como dije en la liturgia eucarística al final del Encuentro sobre la protección de los menores en la Iglesia (24 de febrero de 2018). Sin embargo, ¡no os desaniméis! El Señor está purificando a su Esposa y nos está convirtiendo a todos a sí mismo. Nos está haciendo experimentar la prueba para que entendamos que sin Él somos polvo. Nos está salvando de la hipocresía, de la espiritualidad de las apariencias. Está soplando su Espíritu para devolver la belleza a su Esposa, sorprendida en flagrante adulterio. Nos hará bien leer hoy el capítulo XVI de Ezequiel. Esta es la historia de la Iglesia. Esta es mi historia, puede decir cada uno de nosotros. Y, al final, pero a través de tu vergüenza, seguirás siendo el pastor. Nuestro humilde arrepentimiento, que permanece en silencio entre lágrimas ante la monstruosidad del pecado y la insondable grandeza del perdón de Dios, este, este humilde arrepentimiento es el comienzo de nuestra santidad.
No tengáis miedo de jugaros la vida al servicio de la reconciliación entre Dios y los hombres: no se nos da ninguna otra grandeza secreta que este dar la vida para que los hombres puedan conocer su amor. La vida de un sacerdote está marcada a menudo por incomprensiones, sufrimientos silenciosos, a veces persecuciones. Y también pecados que solo Él conoce. Las laceraciones entre hermanos de nuestra comunidad, la no aceptación de la Palabra del Evangelio, el desprecio de los pobres, el resentimiento alimentado por las reconciliaciones que nunca hubo, el escándalo causado por el comportamiento vergonzoso de algunos hermanos, todo esto puede quitarnos el sueño y dejarnos en la impotencia… Creamos, en cambio, en la guía paciente de Dios, que hace las cosas a su debido tiempo, ensanchemos nuestros corazones y pongámonos al servicio de la Palabra de la reconciliación.
Lo que hemos vivido hoy en esta catedral, propongámoslo en nuestras comunidades. En las liturgias penitenciales que viviremos en las parroquias y prefecturas, durante este tiempo de Cuaresma, cada uno pedirá perdón a Dios y a los hermanos del pecado que ha socavado la comunión eclesial y ha sofocado el dinamismo misionero. Con humildad –que es una característica del corazón de Dios, pero que nos cuesta trabajo hacer nuestra– confesemos los unos a los otros que necesitamos que Dios nos vuelve a moldear vida.
Sed vosotros los primeros en pedir perdón a vuestros hermanos. «Acusarnos a nosotros mismos: es un inicio sapiencial, unido al santo temor de Dios» (ibíd.). Será una buena señal si, como hemos hecho hoy, cada uno de vosotros se confesará con un hermano, incluso en las liturgias penitenciales en la parroquia, ante los ojos de los fieles. Tendremos el rostro luminoso, como Moisés, si con la mirada conmovida hablaremos a los demás de la misericordia que nos ha sido dada. Es el camino. No hay otro. Veremos al demonio del orgullo caer como un rayo del cielo, si en nuestras comunidades se cumplirá el milagro de la reconciliación. Sentiremos que somos un poco más el Pueblo que pertenece al Señor, en medio del cual Dios camina. Este es el camino.
Y os deseo buena Cuaresma