¡Señor cardenal,
queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica!
Me alegra recibiros al finalizar vuestra Asamblea plenaria anual. Doy las gracias al señor cardenal Luis Ladaria por su saludo y por la exposición que nos ha ofrecido sobre el tema que habéis afrontado: La enfermedad y el sufrimiento en la Biblia. Se trata de un tema que concierne a todos, creyentes y no creyentes. La naturaleza humana, de hecho, herida por el pecado, lleva inscrita en sí la realidad del límite, de la fragilidad y de la muerte.
Este tema responde, además a una preocupación que me importa de forma particular, y es que la enfermedad y la finitud en el pensamiento moderno son a menudo consideradas como una pérdida, un no-valor, una molestia que debe ser minimizada, contrarrestada y cancelada a toda costa. No queremos plantear la pregunta sobre su significado, quizás porque tememos sus implicaciones morales y existenciales. Sin embargo, nadie puede sustraerse a la búsqueda de este «por qué» (cf. San Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 9).
También el creyente a veces puede vacilar frente a la experiencia del dolor. Es una realidad que da miedo y que, cuando irrumpe y ataca, puede dejar al hombre devastado, hasta quebrantar la fe. La persona se encuentra entonces en una encrucijada: puede permitir que el sufrimiento le lleve a replegarse en sí misma, hasta la desesperación y la rebelión; o puede acogerlo como una oportunidad de crecimiento y discernimiento sobre lo que realmente importa en la vida, hasta el encuentro con Dios.
Esta última es la visión de fe que encontramos en la Sagrada Escritura.
El hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad con el pensamiento constantemente dirigido a Dios: se encomienda a Él en los momentos de las lágrimas (cf. Sal 38, 0), de Él implora la sanación en la enfermedad (cf. Sal 6, 3; Is 38) y a Él a menudo vuelve, en los momentos de prueba, con movimientos de conversión (cf. Sal 38, 5.12; Sal 39, 9; Is 53, 11).
En el Nuevo Testamento irrumpe el evento Jesús (cf. Jn 3, 16): el Hijo que revela el amor del Padre, su misericordia, su perdón y su búsqueda constante del hombre pecador, perdido y herido. No es casualidad que la actividad pública de Cristo esté marcada en gran parte precisamente por el contacto con los enfermos. Una de las características principales de su ministerio son las sanaciones milagrosas (cf. Mt 9, 35; Mt 4, 23): sana a los leprosos y los paralíticos (cf. Mc 1, 40-42; Mc 2, 10-12); sana a la suegra de Simón y al siervo del centurión (cf. Mt 8, 5-15); libera a los endemoniados y cuida a todos los enfermos que se encomiendan a Él (cf. Mc 6, 56).
Precisamente su compasión por ellos y las numerosas sanaciones que realiza son presentadas como la señal de que «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7, 16) y que el Reino de los cielos está cerca (cf. Lc 10, 9): esas revelan su identidad divina, su misión mesiánica (cf. Lc 7, 20-23) y su amor por los débiles hasta identificarse con ellos, cuando dice: «estaba enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36). El culmen de tal identificación sucede en la Pasión, donde la Cruz de Cristo se convierte en señal por excelencia de la solidaridad de Dios con nosotros y, al mismo tiempo, la posibilidad para nosotros de unirnos a Él en la obra salvífica (cf. Col 1, 24). También después de la Resurrección, cuando el Señor encomienda a los discípulos el mandato de continuar su obra, les dice que cuiden a los enfermos, imponiendo las manos sobre ellos y bendiciéndoles en su nombre (cf. Mc 16, 15-18).
De este modo la Biblia no ofrece una respuesta banal y utópica a la pregunta sobre la enfermedad y sobre la muerte, ni una respuesta fatalista, que justifique todo atribuyéndolo a un incomprensible juicio divino, o peor aún, a un destino inexorable ante el cual lo único que se puede hacer es plegarse sin entender. El hombre bíblico se siente más bien exhortado a afrontar la condición universal del dolor como lugar de encuentro con la cercanía y la compasión de Dios, Padre bueno, que con infinita misericordia se hace cargo de sus criaturas heridas para curarlas, levantarlas y salvarlas.
Así en Cristo también el padecer se transforma en amor y el final de las cosas de este mundo se convierte en esperanza de resurrección y de salvación, como nos recuerda el autor del libro del Apocalipsis (cf. Ap 21, 4). Básicamente, para el cristiano también la enfermedad es un don grande de comunión, con el que Dios le hace partícipe de su plenitud del bien precisamente a través de la experiencia de su debilidad.
En realidad, la forma en la que vivimos el dolor nos habla de nuestra posibilidad de amar y de dejarse amar, de nuestra capacidad de dar sentido a las vicisitudes de la existencia a la luz de la caridad y de nuestra disponibilidad a acoger el límite como ocasiones de crecimiento y de redención 1. Es lo que subrayaba san Juan Pablo II cuando, a partir de su vivencia personal, indicaba el camino del sufrimiento como camino para abrirse a un amor más grande (cf. Carta Ap. Salvifici doloris, 20).
Finalmente, un último aspecto de la experiencia de la enfermedad que quisiera subrayar es que ésta nos enseña a vivir la solidaridad humana y cristiana, según el estilo de Dios que es cercanía, compasión y ternura. La parábola del buen Samaritano nos recuerda que inclinarse ante el dolor de los otros no es para el hombre una elección opcional, sino más bien una condición irrenunciable, tanto para su plena realización como persona como para la construcción de una sociedad inclusiva y verdaderamente orientada al bien común (cf. Carta Enc. Fratelli tutti, 67-68).
Queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, expreso a todos vosotros mi personal agradecimiento y aliento por el arduo trabajo que desarrolláis al servicio de la Palabra de Dios, mediante la investigación y la enseñanza. Vosotros os ocupáis de uno de los ámbitos más importantes de la inculturación de la fe, que es parte fundamental de la misión de la Iglesia. Pero recordad que vuestra obra crecerá mucho más, cuanto más sepáis acoger personalmente el misterio de la Encarnación en vuestra vida de fe.
Por eso os deseo una fecunda continuación de vuestro trabajo, invoco sobre vosotros la luz del Espíritu Santo y os bendigo de corazón. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Gracias!
1 Cf. Homilía con ocasión del Jubileo de los enfermos y de las personas discapacitadas, 12.VI.16.