En el centro del relato evangélico que hemos escuchado (Mc 6, 30-37a) está la «compasión» de Jesús (cfr. v. 34). Compasión, palabra clave del Evangelio; está escrita en el corazón de Cristo, está escrita desde siempre en el corazón de Dios.
En los Evangelios vemos muchas veces a Jesús que siente compasión por las personas que sufren. Y cuanto más leemos y más contemplamos, más comprendemos que la compasión del Señor no es una actitud ocasional, esporádica, sino constante, es más, parece ser la actitud de su corazón, en el que se encarnó la misericordia de Dios.
Marcos, por ejemplo, refiere que cuando Jesús comenzó a ir por Galilea predicando y expulsando demonios, «vino hacia él un leproso que, rogándole de rodillas, le decía: Si quieres, puedes limpiarme. Y, compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo: Quiero, queda limpio» (1, 40-42). En ese gesto y en esas palabras está la misión de Jesús Redentor del hombre: Redentor en la compasión. Él encarna la voluntad de Dios de limpiar al ser humano enfermo de la lepra del pecado; Él es "la mano tendida de Dios" que toca nuestra carne enferma y hace esa obra colmando el abismo de la separación.
Jesús va a buscar a las personas descartadas, a los que ya están sin esperanza. Como aquel hombre paralítico de 38 años, que yace junto a la piscina de Betzata, esperando en vano que alguien le ayude a meterse en el agua (cfr. Jn 5, 1-9).
Esa compasión no surgió en cierto momento de la historia de la salvación, no, siempre estuvo en Dios, impresa en su corazón de Padre. Pensemos en el relato de la vocación de Moisés, por ejemplo, cuando Dios le habla desde la zarza ardiente y le dice: «He visto la miseria de mi pueblo en Egipto y he oído su grito […]: conozco sus sufrimientos» (Ex 3, 7). ¡Esa es la compasión del Padre!
El amor de Dios por su pueblo está todo impregnado de compasión, hasta el punto de que, en esa relación de alianza, lo que es divino es compasivo, mientras que desgraciadamente parece que lo que es humano está tan privado de ella, tan lejano. Lo dice Dios mismo: «¿Cómo podré abandonarte, Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? […] Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión. […] No ejecutaré el ardor de mi ira […] porque Dios soy, y no hombre, el Santo en medio de ti» (Os 11, 8-9).
Los discípulos de Jesús a menudo demuestran no tener compasión, como en este caso, ante el problema de la gente sin comida. Ellos vienen a decir: "Que se apañen". Es una actitud común a los humanos, aunque seamos personas religiosas o incluso dedicadas al culto. Nos lavamos las manos. El papel que ocupamos no basta para hacernos compasivos, como demuestra el comportamiento del sacerdote y del levita que, al ver un hombre moribundo al borde del camino, pasaron de largo (cfr. Lc 10, 31-32). Dentro de sí habrán dicho: "No me toca a mí". Siempre hay algún pretexto, alguna justificación para mirar a otro lado. Y cuando un hombre de Iglesia se vuelve funcionario, ese es el resultado más amargo. Siempre hay justificaciones, a veces están codificadas y dan lugar a los "descartes institucionales", como en el caso de los leprosos: "Claro, deben estar fuera, así debe ser". Así se pensaba, y así se piensa. De esa actitud demasiado humana derivan también estructuras de no-compasión.
En este punto podemos preguntarnos: ¿somos conscientes, nosotros los primeros, de haber sido objeto de la compasión de Dios? Me dirijo en particular a vosotros, hermanos Cardenales o a punto de serlo: ¿está viva en vosotros la conciencia de haber sido y de ser siempre precedidos y acompañados por su misericordia? Esa conciencia era el estado permanente del corazón inmaculado de la Virgen María, que alaba a Dios como "su salvador" que «vio la humildad de su sierva» (Lc 1, 48).
A mí me hace mucho bien reflejarme en la página de Ezequiel 16: la historia de amor de Dios con Jerusalén; en aquella conclusión: «Yo confirmaré mi alianza contigo; y sabrás que yo soy el Señor; para que te acuerdes y te avergüences, y nunca más abras la boca, a causa de tu vergüenza, cuando yo perdone todo lo que hiciste» (Ez 16, 62-63). O bien en aquel otro oráculo de Oseas: «La llevaré al desierto, y hablaré a su corazón. […] Allí cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el día de su subida de la tierra de Egipto» (2, 14-15). Podemos preguntarnos: ¿siento en mí la compasión de Dios? ¿Siento en mí la seguridad de ser hijo de compasión? ¿Está viva en nosotros la conciencia de esa compasión de Dios por nosotros? No es algo facultativo, ni tampoco, diría, un "consejo evangélico". No. Se trata de un requisito esencial. Si no me siento objeto de la compasión de Dios, no comprendo su amor. No es una realidad que se pueda explicar. O la siento o no la siento. Y si no la siento, ¿cómo puedo comunicarla, manifestarla, darla? No podré hacerlo. Concretamente: ¿tengo compasión por aquel hermano, por aquel obispo, por aquel cura? ¿O siempre destruyo con mi actitud de condena, de indiferencia, de mirar a otra parte, en realidad para lavarme las manos?
De esa conciencia viva también depende la capacidad de ser leal en el ministerio. También para vosotros, hermanos Cardenales. La palabra "compasión" me vino al corazón justo en el momento de comenzar a escribiros la carta del 1 de septiembre. La disponibilidad de un Purpurado de dar su sangre –significada por el color rojo del hábito– es segura cuando está arraigada en esa conciencia de haber recibido compasión y en la capacidad de tener compasión. De lo contrario, no se puede ser leal. Muchos comportamientos desleales de hombres de Iglesia dependen de la falta de ese sentido de la compasión recibida, y de la costumbre de mirar a otra parte, de la costumbre de la indiferencia.
Pidamos hoy, por intercesión del Apóstol Pedro, la gracia de un corazón compasivo, para ser testigos de Aquel que nos amó y nos ama, que nos miró con misericordia, que nos eligió, nos consagró y nos envió a llevar a todos su Evangelio de salvación.