En el canto de entrada decimos anhelantes: " Despierta tu poder, Señor, Tú que te sientas sobre querubines, y ven a salvarnos " (Sal 79, 4.2). Y en la comunión se nos asegura que viene en seguida y que trae consigo su salario, para pagar a cada uno, según su propio trabajo (Ap 22, 12). Pedimos, pues, al Señor que, ya que para librar al hombre de la antigua esclavitud envió a su Hijo a este mundo, nos conceda a los que esperamos con devoción su venida la gracia de su perdón y el premio de la libertad verdadera (colecta, Rótulus de Rávena, siglo V).
– Is 30, 18-21.23-26: Apenas el Señor te oiga, te responderá. El profeta anuncia la misericordia de Dios, que proporcionará a su pueblo consuelo y gozo. Dios tiene paciencia con el pecador, en espera de su conversión. Está siempre atento a intervenir apenas gima en su búsqueda. Hasta cuando aparece lejano y silencioso, dejando al pueblo en la prueba, está siempre presente para indicar el camino justo. Y cuando el pueblo lo sigue, Yahvé lo colma de bendiciones, cura sus heridas.
Todo esto se realiza principalmente en Cristo, a cuya venida en la Noche de Navidad nos preparamos. La certeza de la consolación final no está separada del dolor que habitualmente nos acompaña. El " pan de la aflicción " y " el agua de la tribulación " son el alimento diario del hombre. Nos resulta difícil aceptar de la misma mano el sufrimiento y la alegría, pero no podemos olvidar que todo se nos da para nuestro bien (Rm 8, 28). El Señor es el gran Maestro que no se cansa de indicarnos el camino, a pesar de que nosotros nos inclinemos a perderlo por nuestra malicia.
Hemos de levantar la mirada para leer los acontecimientos; entonces, seremos dóciles a las enseñanzas divinas y caminaremos por la única dirección por la que encontraremos al Señor, " que curará nuestras heridas ". ¡Cuántos están todavía en las tinieblas del error, incluso los que se llaman cristianos, pero no viven como tales! Desechemos las obras de las tinieblas, de la vida pagana, infiel, y empuñemos las armas de la luz. Caminemos a la luz de Cristo. Él cura todas nuestras enfermedades.
– El Salmo 146 fue cantado al Señor por Israel, al salir del destierro: " El Señor sostiene a los humildes ". También nosotros lo hacemos ahora, pues se acerca nuestra liberación: " Dichosos los que esperan en el Señor. Alabad al Señor que Él merece todo nuestro canto y nuestra acción de gracias. Él sana los corazones destrozados, venda nuestras heridas ", como el Buen Samaritano. " Nuestro Dios es grande y poderoso, conoce el número de las estrellas y a todas las llama por su nombre. Su sabiduría no tiene medida... Dichosos los que esperan en el Señor ".
Para vivir esto debemos morir a nosotros mismos, con nuestros gustos, nuestros intereses particulares, nuestros deseos pecaminosos, nuestras malas inclinaciones. Debemos resucitar a una vida nueva conforme al espíritu de Cristo. " Revestíos del Señor Jesús ", nos dice el Apóstol. Saturados de ese espíritu, animados por Él, respirando su mismo aliento, ya no ambicionemos más que a Dios, ya no deseemos más que cumplir su voluntad. Él nos basta. ¡Solo Dios!
– Mt 9, 35-10, 1.6-8: Jesús se compadece de la muchedumbre. Y la misión de Jesús se prolonga por medio de sus discípulos. Es para Cristo y para ellos la hora de la compasión con los hermanos, los hombres y mujeres de todos los tiempos. ¡Cuántos marchan por la vida como ovejas sin pastor! Necesitan de nuestra ayuda. Todo cristiano ha de ser necesariamente misionero, aunque en esto existan grados y modos diversos. Todos estamos obligados a difundir el mensaje de salvación, con nuestras oraciones y sacrificios, con nuestra palabra y con nuestro ejemplo.
Con gran corazón, con inmenso amor hagámonos solidarios de todos los males y sufrimientos de los hombres que nos rodean y de los que viven a mucha distancia de nosotros. Todos son hermanos nuestros y a todos debe llegar nuestra ayuda. " A Ti levanto mi alma ". Tal es el clamor que debe brotar de nuestro corazón en este tiempo de Adviento al contemplar tanta miseria moral en nosotros y en todos los hombres. Ningún poder humano puede darnos la redención verdadera, la liberación que en realidad necesitamos todos los hombres. Únicamente Jesucristo, el Hijo de Dios humanado, nos puede salvar. San Buenaventura lo afirma orando:
" Clama, alma devota, cercada de tantas miserias, clama a Jesús y dile: "¡Oh Jesús, Salvador del mundo, sálvanos, ayúdanos, oh Señor Dios Nuestro!, esforzando a los débiles, consolando a los afligidos, socorriendo a los frágiles, consolidando a los vacilantes"... ¡Alégrate, viendo que Jesús ahuyenta los demonios en la remisión del pecado, alumbra a los ciegos infundiendo el verdadero conocimiento, resucita a los muertos al conferir la gracia, cura los enfermos, sana los cojos, endereza a los paralíticos y contraídos, robusteciendo su espíritu, a fin de que sean fuertes y varoniles por la gracia los que antes eran flacos y cobardes por la culpa " (Las cinco festividades del Nacimiento de Jesús, fest. III, 3)