En el canto de entrada expresamos nuestros anhelos por la venida del Señor: " Despierta tu poder, Señor, Tú que te sientas sobre querubines, y ven a salvarnos " (Sal 79, 4.2). En la comunión tenemos la respuesta: " Mira, llego en seguida, dice el Señor, y traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno su propio trabajo " (Ap 22, 12).
En la oración colecta (Rótulus de Rávena), pedimos al Señor que amanezca en nuestros corazones su Unigénito, resplandor de su gloria, para que su venida ahuyente las tinieblas del pecado y nos transforme en hijos de la luz.
– Si 48, 1-4.9-11: Elías volverá de nuevo. El elogio del profeta Elías en el libro de Sirac concluye con una alusión a su venida al final de los tiempos para preparar los corazones de los hombres. En el Nuevo Testamento se aplica esto a San Juan Bautista, que vino en el espíritu y poder de Elías para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto. Acojamos, pues, su mensaje.
Un profeta semejante al fuego, por la palabra ardiente como el horno encendido. De esta manera, por el celo ardiente, es presentado Elías, el defensor de Yavé, el profeta de la vida austera. Hablar de profetas y de profecías es hoy casi una moda, pero no ciertamente en el sentido de vidente, sino en el sentido de testimonio. En la Iglesia los profetas pueden ser incómodos, pero son siempre necesarios. Dios los suscita, igual que a los apóstoles, para que ayuden a la Iglesia en su camino.
Le ayudarán a condición de que sean profetas auténticos, defensores de Dios, austeros, celosos, suscitados por Dios, por cuyo honor han sido devorados por el celo. Atribuirse la calificación de profetas, querer pasar por tales, es cosa fácil, una tentación hoy bastante frecuente, sobre todo si se quiere evadir la doctrina apostólica del Magisterio de la jerarquía eclesiástica y actuar con resentimientos.
El verdadero profeta está dominado por Dios. Y es tal su testimonio de vida que se halla pronto a morir por el Evangelio, por su fe cristiana. Su vida es ejemplar en todo, principalmente en la obediencia, en la humildad, en la caridad. Todo profeta auténtico prepara el camino del Señor, procura hacer rectas sus veredas, rellena los valles y allana la altivez, principalmente con su vida santa.
– Con el Salmo 79 pedimos al Señor que nos restaure, que brille su rostro y nos salve: " Pastor de Israel, Tú que guías a José como a un rebaño, resplandece ante Efraín, Benjamín y Manasés. Dios de los ejércitos, vuélvete; que brille tu rostro y nos salve. Mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu Viña, la cepa que tu diestra plantó y que Tú hiciste vigorosa. Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que Tú fortaleciste. No nos alejaremos de Ti; danos la vida para que invoquemos tu nombre ".
Dios no nos abandona. Actuó por medio de los profetas del Antiguo Testamento para preparar los caminos del Mesías. Envió a un nuevo Elías en la persona del Bautista. Él, el Pastor de Israel eterno, venga también ahora a visitar a su Viña, su Iglesia, y proteja a su escogida, a su amada.
– Mt 17, 10-13: Elías ya ha venido, pero no le reconocieron. En la tradición bíblica el profeta Elías había de venir. Elías ya vino, dice el Señor y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así, también el Hijo del Hombre va a padecer en manos de ellos.
Cuando dijo esto el Señor, sus discípulos entendieron que se refería a Juan el Bautista. Todo profeta es tal en relación a Cristo. Le prepara el camino de la conciencia de los hombres con su predicación y su testimonio de vida. Está dispuesto a desaparecer cuando Él llegue. Ha de percatarse de que su misión está cumplida. Sobre todo le imitará en su conducta. Como Cristo, y como los antiguos profetas que lo anunciaron, el profeta de hoy y de todos los tiempos sabe que le espera la incomprensión, el sufrimiento, tal vez la muerte.
Pero no se busca a sí mismo; no se deja enredar por la soberbia sutil de sentirse " distinto " de los otros y, por consiguiente, mejor que los demás. No exige reconocimientos, ni honores. Acepta la dramaticidad de la fe y de su vocación. Está en paz con su conciencia. No quiere ser dominador del prójimo, sino solo un testigo, un colaborador, un servidor. Todos hemos de ser profetas si aceptamos las profundas exigencias de nuestro bautismo. Ante todo y sobre todo, hemos de lograr humildad, servicialidad, caridad y, en una palabra, santidad de vida. San Juan Crisóstomo alaba así la tarea de San Juan Bautista:
" Es deber del buen servidor no sólo el de no defraudar a su dueño la gloria que se le debe, sino también el de rechazar los honores que quiera tributarle la multitud... San Juan dijo "quien viene detrás de mí, en realidad me precede", y "no soy digno de desatar la correa de sus sandalias", y "Él os bautizará con el Espíritu Santo y el fuego", y que había visto al Espíritu Santo descender en forma de paloma y posarse sobre Él. Por último atestiguó que era el Hijo de Dios y añadió "he ahí al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo"...
" Como solo se preocupaba de conducirlos a Cristo y hacerlos discípulos suyos, no lanzó un largo discurso. San Juan sabía que, una vez que hubieran acogido sus palabras y se hubieran convencido, no tendrían ya necesidad de su testimonio a favor de Aquél... Cristo no habló; todo lo dijo San Juan... Juan, haciendo oficio de amigo, tomó la diestra de la esposa, al conciliarle con sus palabras las almas de los hombres. Y Él, tras haberles acogido, los ligó tan estrechamente a sí mismo que ya no regresaron a aquél que se los había confiado... Todos los demás profetas y apóstoles anunciaron a Cristo cuando estaba ausente. Unos, antes de su Encarnación; otros, después de su Ascensión. Sólo él lo anunció estando presente. Por eso también lo llamó "amigo del esposo", pues sólo él asistió a su boda " (Homilías sobre el evangelio de S. Juan 16 y 18).