Comenzamos con la siguiente aclamación en el canto de entrada: " El Señor viene con esplendor a visitar a su pueblo con la paz y comunicarle la vida eterna ". En la colecta (Veronense), pedimos al Señor que su gracia nos disponga y nos acompañe siempre; así los que anhelamos vivamente la venida de su Hijo, a su llegada encontremos auxilio para el tiempo presente y para la vida futura.
– Is 56, 1-3.6-8: El Señor salva a judíos y a extranjeros. En un oráculo, en el que se anuncia que Dios acepta como fieles suyos a todos los pueblos, se proclama que su salvación está para llegar ya y su victoria a punto de revelarse. Según el Nuevo Testamento, es Cristo quien trae esta anunciada salvación de Dios, el mismo que, en expresión de San Pablo, es justicia de Dios (1Co 1, 30) para salvación de todo el que cree, sea judío o gentil (Rm 1, 16). Basta practicar el derecho, hacer justicia, reconocer a Dios y someterse a Él, entregarse a Él con todo el corazón, mediante la fe en Cristo Jesús y ser recibido en el bautismo.
La observancia del derecho divino y de modo particular del sábado, tiene su fundamento en la espera de la salvación y del juicio de Dios. Y esto no tanto porque la observancia constituya un título merecedor de la salvación futura, cuanto porque en la celebración del sábado, según la teología de Israel, se anticipa y se pregusta el sábado eterno, la presencia definitiva de Dios gozada en su Casa.
Israel sabe vivir en una realidad provisional, en la cual es llamado al trabajo y a la fatiga. Pero el sábado, el cese del trabajo, es indicio de la presencia de Dios entre su pueblo; es dar lugar a Dios, a su obra de orden y de armonía, de justicia y de paz. Es obra aún velada e inicial, pero que lleva consigo la promesa del cumplimiento. En ese cumplimiento es donde está realmente la salvación que el Antiguo Testamento añora y anhela.
Es un gran misterio que cuando llegó a Israel la verdadera salvación, la realidad que esperaba, solo un grupo reducido la aceptó. Pero sigue siendo verdad que él fue el pueblo elegido. Por eso hemos de orar mucho por ese pueblo, para que se entregue a Cristo.
-Pronto va a venir la salvación, pero se trata de una salvación universal y sin fronteras, que abarca a todos los hombres que buscan a Dios con sincero corazón. Este misterio no fue entendido por la mayoría de los judíos, y a veces tampoco por algunos cristianos. Sin embargo, el Salmo 66 canta abiertamente: " Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. El Señor tenga piedad y nos bendiga. Conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra. La tierra ha dado su fruto, nos bendice el Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe " con santa devoción.
– Jn 5, 33-36: Juan es la lámpara que arde y brilla. Entre los testigos de Cristo, uno de los más fidedignos es Juan el Bautista. Pero el testimonio más apodíctico de Cristo son sus propias obras. Para los judíos de su tiempo el Bautista era una lámpara que ardía y brillaba. Él era el precursor. Su misión era mostrar oficialmente a Cristo. El prestigio que el Bautista tuvo entonces en Israel fue excepcional. No solo se refleja en los Evangelios, sino que es recogida también por el historiador judío Josefo.
Juan negó que él fuera el Mesías. Solo tenía la misión de señalarlo. Tenían que haberlo recibido, ya que apelaban a un testimonio humano. Mas aquella embajada de los judíos al Bautista fue una frivolidad sin efecto alguno. Juan era la lámpara, que arde y alumbra en la noche a falta del sol. Buena era la lámpara, la misión del Bautista, como buena es la luz de la lámpara al anochecer. Pero no quisieron verla. Cerraron los ojos. No supieron seguirla para encontrar el camino que conduce a Cristo. Solo unos pocos judíos reconocieron a Cristo y lo siguieron.
Pero, además de la luz de esta lámpara, existía el resplandor mucho mayor de las obras de Cristo. Y tampoco los judíos quisieron abrir los ojos a esas espléndidas realidades que Cristo manifestaba con su doctrina y sus milagros. San Juan Crisóstomo afirma que la soberbia y la incredulidad les cegaron:
" Hay motivo sobrado para maravillarse y quedar perplejo si se considera que quienes habían sido educados con los libros proféticos y escuchado a diario a Moisés y a los profetas de las épocas siguientes, que tantas cosas habían predicho acerca de la venida de Cristo, cuando vieron a Cristo mismo obrar prodigios constantemente... después de que fueran obrados tantos prodigios en su provecho, a pesar de haber escuchado a diario la lectura de los profetas y la propia voz del mismo Cristo, que les enseñaba sin concederse reposo, fueran ciegos y sordos hasta el punto de no permitir que ninguna de esas cosas les llevara a aceptar la fe en Cristo...
" Escuchad a San Pablo, que nos da la explicación: "ignorando la justicia de Dios, buscaron establecer su propia justicia sin someterse a la justicia de Dios" (Rm 10, 3)... O sea, que la causa de sus males fue la incredulidad. Y la incredulidad, por su parte, era resultado de su soberbia y obstinación... Nada aleja tanto de la benevolencia de Dios y nada arrastra tantas almas a la eterna condenación como la tiranía de la soberbia. Cuando nos domina, toda nuestra vida se hace impura, por mucho que practiquemos la castidad, la virginidad, el ayuno, la plegaria, la limosna y el resto de las virtudes... El Dios de los humildes, mansos y bondadosos os dé a vosotros y nosotros un corazón contrito y humillado " (Homilía IX sobre el evangelio de San Juan)