Entrada: " No tienes igual entre los dioses, Señor: Grande eres tú, y haces maravillas, tú eres el único Dios " (Sal 85, 8.10).
Colecta (Veronense, Gregoriano y Gelasiano): " Infunde, Señor, tu gracia en nuestros corazones, para que sepamos dominar nuestro egoismo y secundar las inspiraciones que nos vienen del Cielo ".
Comunión: " Amar a Dios con todo corazón y al prójimo como a ti mismo vale más que todos los sacrificios " (cf. Mc 12, 33).
Postcomunión: " Señor, que la acción de tu poder en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía ".
– Os 14, 2-10: No volveremos a llamar Dios a las obras de nuestras manos. El profeta invita a Israel a la conversión: " Perdona del todo la iniquidad, recibe benévolo el sacrificio de nuestros labios ". Destruido por su iniquidad, Israel se convierte por fin con palabras sinceras y no hipócritas. Reconoce que no lo salvarán alianzas humanas, dioses falsificados ni holocaustos vacíos, sino la primacía del amor en la fidelidad a la alianza con su Dios. Se vislumbra entonces una felicidad paradisíaca.
Pero la misma conversión es obra del amor gratuito y generoso de Dios. Él sugiere las palabras, sana la infidelidad, es el rocío vivificador, el fruto procede de su gran compasión. En definitiva, triunfa su infinito Amor.
En efecto, Oseas ha transformado el sentimiento de culpabilidad de sus compatriotas. Para él, la falta no consiste en la violación de las tradiciones ancestrales y sacrales, de las que uno se libra por medio de ritos penitenciales, sino en la resistencia a encontrar a Dios en la vida ordinaria. El pecado es la negación a ver a Dios en la historia de cada día, de cada momento. Por eso, la conversión a la que invita el profeta es un acto interior, por el que el hombre hace callar su orgullo aceptando que el acontecimiento en que vive es iniciativa de Dios con respecto a él y gracia de su benevolencia. La conversión ha de ser la actitud fundamental del cristiano. No hay momento más precioso para pedir a Dios la conversión que la Santa Misa.
– El Señor es el único Dios. Ni las obras de nuestras manos, ni nada fuera de Él puede ser Dios para nosotros. Todo pecado es fundamentalmente una idolatría y, por tanto, una defección de la alianza, una infidelidad.
Con el Salmo 80 lo proclamamos sinceramente: " Oigo un lenguaje desconocido: retiré los hombros de la carga, y sus manos dejaron la espuerta. Clamaste en la aflicción y te libré. Te respondí oculto entre los truenos, te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti, ojalá me escuchases, Israel. No tendrás un dios extraño, no adorarás un dios extranjero. Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto. Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino: Te alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre ".
– Mc 12, 28-34: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y lo amarás. Al Señor le agrada la misericordia y no los sacrificios: prefiere la sinceridad del corazón a las prácticas meramente externas. La Ley de Cristo es el amor a Dios y al prójimo. San Bernardo dice:
" El amor, basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre su fuente y sea una continua emanación de la misma " (Sermón 83).
Esa fuente no es otra que Dios. Constantemente encontramos en nuestra vida ocasiones para manifestar nuestro amor a Dios y al prójimo. No debemos esperar ocasiones extraordinarias para amar. Hemos de aprender a amar en nuestra vida ordinaria: a través del espíritu de servicio, con el trabajo bien hecho, con una conversación amable, con la serenidad en los momentos difíciles, agradeciendo los dones a Dios y al prójimo.