32ª semana del Tiempo Ordinario, miércoles

Años impares

Sb 6, 2-12: Aprendamos la Sabiduría, que es el arte de gobernar y dirigir nuestra propia vida. Es necesaria la sabiduría a los que rigen los pueblos, pero también a los que son regidos. Todo hombre tiene siempre algo que regir, si no a los demás, sí al menos a sí mismo. Toda autoridad viene de Dios. El ejercicio de la autoridad en la Sagrada Escritura aparece sometido a las exigencias imperiosas de la voluntad divina. La autoridad confiada por Dios no es absoluta: está limitada por las obligaciones morales.

Esto ha de cumplirse en los gobernantes de los países, en los padres con respecto a sus hijos, en los maestros con respecto a sus alumnos, en los patronos con respecto a sus empleados, etc. y también ha de realizarse en el dominio de uno mismo. Lo contrario a esto engendra en nosotros endiosamiento respecto a los demás y con respecto a nosotros mismo. Caemos así en una verdadera idolatría.

– Con el Salmo 81 decimos al Señor que juzgue la tierra. " Él protege al desvalido y al huérfano, hace justicia al humilde y al necesitado, defiende al pobre y al indigente, sacándolos de las manos del culpable ". El Salmo da una sentencia precisa con respecto a los que gobiernan los pueblos, una sentencia que podemos aplicar a todos los que de algún modo ejercen autoridad, al menos sobre sí mismos. " Aunque seáis dioses e hijos del Altísimo todos, moriréis como cualquier hombre, caeréis, príncipes, como uno de tantos ". Es una gran lección que todos hemos de aprender para gobernarnos como Dios quiere y para gobernar a los demás según la ley del Señor.

Años pares

Tt 3, 1-7: Estábamos descarriados, pero la misericordia del Señor nos ha vuelto al buen camino. Todos los hombres somos beneficiarios de la salvación de Cristo, Nuevo Adán, y recapitulador de la humanidad. Pero esta solidaridad de todos con Cristo hay que aplicarla a cada uno por la mediación sacramental de la Iglesia. El cristiano participa de esta sacramentalidad por ser miembro de la Iglesia; su vida en el mundo es juntamente una misión y una mediación.

Gracias a él la Iglesia puede estar presente en las múltiples redes de relaciones y de fraternidad que cubren toda la vida humana. Todos hemos de ser apóstoles en el propio ambiente en que vivimos. No puede, no debe, existir una disociación entre nuestra fe y nuestro comportamiento y actuación en cualquier estado, oficio, ocupación y empleo. Allí, en cada caso, en cada lugar hemos de testimoniar nuestra fe en Cristo, vivificándolo todo con ella. Y no nos desanimemos si nos rechazan o se vuelven incluso contra nosotros. Oigamos a San Agustín:

" Hablen contra mí lo que quieran. Nosotros amémosles, aunque no quieran. Conozco, hermanos, conozco lo que dicen sus lenguas. No nos enojemos por eso; hemos de soportarlos con paciencia... No niego que estuve envuelto en el error, en mi necedad y locura. Mas cuanto no niego mi pasado, tanto más alabo a Dios que me lo perdonó " (Comentario al Salmo 36, 3).

Sigamos el ejemplo de San Agustín de perdonar las injurias, aunque éstas sean justificables por nuestra conducta pasada. Si estamos arrepentidos, Dios nos perdonó y esto es la que debe llenarnos de alegría.

– Con el Salmo 22 invocamos al Señor, nuestro Pastor. Con Él nada nos falta, nos hace recostar en verdes praderas, nos conduce hacia fuentes tranquilas y repara nuestras fuerzas. Él nos guía por un sendero justo por el honor de su nombre. Aunque caminemos por cañadas oscuras, nada hemos de temer, porque Él va con nosotros, su vara y su cayado nos sosiegan. Enfrente de nuestros enemigos, prepara una mesa para nosotros, la Eucaristía, y nos unge con perfume exquisito. Su bondad y su misericordia nos acompañan todos los días de nuestra vida, y luego habitaremos por años sin término en la Casa del Señor, en la Jerusalén celestial. A esa vida eterna nos prepara la Eucaristía, comida de inmortalidad.

Evangelio

Lc 17, 11-19: De los diez leprosos curados solo uno volvió a dar las gracias, y era un samaritano. La lepra aparece frecuentemente en la Biblia como símbolo del pecado. El milagro de Cristo supera el propio significado de una maravillosa curación. Nos lleva a considerar su gran obra de la sanación del pecado. Podemos parecernos a los nueve leprosos judíos, si no somos agradecidos; si comulgamos, pero no sabemos dar gracias. Parece que estamos replegados sobre nosotros mismos, sobre nuestro amor propio, y que no nos damos cuenta de los beneficios incontables que nos hace constantemente el Señor. Por eso es nuestra gratitud tan escasa. Hemos de dar gracias a Dios " siempre y en todo lugar ", con una correspondencia continua de amor, y no solo con palabras, sino también con nuestra conducta y con nuestra vida.

Los primeros cristianos, conscientes del don recibido y animados por le ejemplaridad del Maestros divino, hacen de la acción de gracias la trama misma de su vida renovada. La abundancia de estas manifestaciones tiene algo sorprendente. Es notable que el mismo Señor no se muestra indiferente a la gratitud manifestada, sino que la reconoce con agrado, y lamenta la ingratitud de los otros.