38. El adulterio en el cuerpo y en el corazón

(3-IX-80/7-IX-80)

1. En el sermón de la montaña Cristo se limita a recordar el mandamiento: «No adulterarás», sin valorar el relativo comportamiento de sus oyentes. Lo que hemos dicho anteriormente respecto a este tema proviene de otras fuentes (sobre todo, de la conversación de Cristo con los fariseos en la que El se remitía al «principio»: Mt 19, 8; Mc 10, 6). En el sermón de la montaña Cristo omite esta valoración o, más bien, la presupone. Lo que dirá en la segunda parte del enunciado, que comienza con las palabras: «Pero yo os digo…», será algo más que la polémica con los «doctores de la ley», o sea, con los moralistas de la Tora. Y será también algo mas respecto a la valoración del ethos veterotestamentario. Se trata de un paso directo al nuevo ethos . Cristo parece dejar aparte todas las disputas acerca del significado ético del adulterio en el plano de la legislación y de la casuística, en las que la esencial relación interpersonal del marido y de la mujer había sido notablemente ofuscada por la relación objetiva de propiedad, y adquiere otras dimensiones. Cristo dice: «Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28); ante este pasaje siempre viene a la mente la traducción antigua: «ya la ha hecho adúltera en su corazón», versión que, quizá mejor que el texto actual, expresa el hecho de que se trata de un mero acto interior y unilateral. Así, pues el adulterio cometido con el corazón se contrapone en cierto sentido al «adulterio cometido con el cuerpo».

Debemos preguntarnos sobre las razones que cambian el punto de gravedad del pecado, y preguntarnos además cual es el significado auténtico de la analogía: si, efectivamente, el «adulterio», según su significado fundamental, puede ser solamente un «pecado cometido con el cuerpo», ¿en qué sentido merece ser llamado también adulterio lo que el hombre comete con el corazón? Las palabras con las que Cristo pone el fundamento del nuevo ethos , exigen por su parte un profundo arraigamiento en la antropología. Antes de responder a estas cuestiones, detengámonos un poco en la expresión que, según Mateo (Mt 5, 27-28), realiza en cierto modo la transferencia o sea, el cambio del significado del adulterio del «cuerpo» al «corazón». Son palabras que se refieren al deseo.

2. Cristo habla de la concupiscencia: «Todo el que mira para desear». Precisamente esta expresión exige un análisis particular para comprender el enunciado en su integridad. Es necesario aquí volver al análisis anterior, que miraba, diría, a reconstruir la imagen «del hombre de la concupiscencia» ya en los comienzos de la historia (cf. Gn 3). Ese hombre del que habla Cristo en el sermón de la montaña -el hombre que mira «para desear», es indudablemente hombre de concupiscencia. Precisamente por este motivo, porque participa de la concupiscencia del cuerpo, «desea» y «mira para desear». La imagen del hombre de concupiscencia, reconstruida en la fase precedente, nos ayudará ahora a interpretar el «deseo», del que habla Cristo, según Mateo (Mt 5, 27-28). Se trata aquí no sólo de una interpretación psicológica sino, al mismo tiempo, de una interpretación teológica. Cristo habla en el contexto de la experiencia humana y a la vez en el contexto de la obra de la salvación. Estos dos contextos, en cierto modo, se sobreponen y se compenetran mútuamente: y esto tiene un significado esencial y constitutivo para todo el ethos del Evangelio, y en particular para el contenido del verbo «desear» o «mirar para desear».

3. Al servirse de estas expresiones, el Maestro se remite en primer lugar a la experiencia de quienes le estaban oyendo directamente; se remite, pues, también a la experiencia y a la conciencia del hombre de todo tiempo y lugar. De hecho, aunque el lenguaje evangélico tenga una facilidad comunicativa universal, sin embargo para un oyente directo, cuya conciencia se había formado en la Biblia, el «deseo» debía unirse a numerosos preceptos y advertencias, presentes ante todo en los libros de carácter «sapiencial», en los que aparecían repetidos avisos sobre la concupiscencia del cuerpo e incluso consejos dados a fin de preservarse de ella.

4. Como es sabido, la tradición sapiencial tenía un interés particular por la ética y la buena conducta de la sociedad israelita. Lo que en estas advertencias o consejos, presentes, por ejemplo en el libro de los Proverbios 1, o de Sirácida 2 o incluso de Cohélet 3, nos impresiona de modo inmediato es su carácter en cierto modo unilateral, en cuanto que las advertencias se dirigen sobre todo a los hombres. Esto puede significar que son especialmente necesarias para ellos. En cuanto a la mujer, es verdad que en estas advertencias y consejos aparecen más frecuentemente como ocasión de pecado o incluso como seductora de la que hay que precaverse. Sin embargo, es necesario reconocer que tanto el Libro de los Proverbios como el Libro de Sirácida, además de la advertencia de precaverse de la mujer y de no dejarse seducir por su fascinación que arrastra al hombre a pecar (cf. Pr 5, 1.6; Pr 6, 24-29; Si 26, 9-12), hacen también el elogio de la mujer que es «perfecta» compañera de vida para el propio marido (cf. Pr 31, 10 ss.). Y además elogian la belleza y la gracia de una mujer buena, que sabe hacer feliz al marido. «Gracia sobre gracia es la mujer honesta. Y no tiene precio la mujer casta. Como resplandece el sol en los cielos, así la belleza de la mujer buena en su casa. Como lámpara sobre el candelero santo es el rostro atrayente en un cuerpo robusto.

Columnas de oro sobre basas de plata son las piernas sobre firmes talones en la mujer bella… La gracia de la mujer es el gozo de su marido. Su saber le vigoriza los huesos» (Si 26, 19-23.16-17).

5. En la tradición sapiencial contrasta una advertencia frecuente con el referido elogio de la mujer-esposa, y es que el se refiere a la belleza y a la gracia de la mujer, que no es la mujer propia, y resulta pábulo de tentación y ocasión de adulterio: «No codicies su hermosura en tu corazón…» (Pr 6, 25). En Sirácida (cf. Si 9, 1-9) se expresa la misma advertencia de manera más perentoria: «Aparta tus ojos de mujer muy compuesta y no fijes la vista en la hermosura ajena. Por la hermosura de la mujer muchos se extraviaron, y con eso se enciende como fuego la pasión» (Si 9, 8-9).

El sentido de los textos sapienciales tiene un significado prevalentemente pedagógico. Enseñan la virtud y tratan de proteger el orden moral, refiriéndose a la ley de Dios y a la experiencia en sentido amplio. Además, se distinguen por el conocimiento particular del «corazón» humano. Diríamos que desarrollan una específica psicología moral, aunque sin caer en el psicologismo. En cierto sentido, están cercanos a esa apelación de Cristo al «corazón», que nos ha transmitido Mateo (cf. Mt 5, 27-28), aun cuando no pueda afirmarse que revelen tendencia a transformar el ethos de modo fundamental. Los autores de estos libros «utilizan el conocimiento de la interioridad humana para enseñar la moral más bien en el ámbito del ethos históricamente vigente y sustancialmente confirmado por ellos. Alguno a veces, como por ejemplo Cohélet, sintetiza esta confirmación con la «filosofía» propia de la existencia humana, pero si influye en el método con que formula advertencias y consejos, no cambia la estructura fundamental que toma de la valoración ética.

6. Para esta transformación del ethos será necesario esperar hasta el sermón de la montaña. No obstante, ese conocimiento tan perspicaz de la psicología humana que se halla presente en la tradición «sapiencial», no está ciertamente privado de significado para el círculo de aquellos que escuchaban personal y directamente este discurso. Si, en virtud de la tradición profética, estos oyentes estaban, en cierto sentido, preparados a comprender de manera adecuada el concepto de «adulterio», estaban preparados además, en virtud de la tradición «sapiencial», a comprender las palabras que se refieren a la «mirada concupiscente» o sea, al «adulterio cometido con el corazón.

Nos convendrá volver ulteriormente al análisis de la concupiscencia, en el sermón de la montaña.

Notas
1 Cf., por ej., Pr 5, 3-6.15-20; Pr 6, 24-7, 27; Pr 21, 9.19; Pr 22, 14; Pr 30, 20.
2 Cf., por ej., Si 7, 19.24-26; Si 9, 1-9; Si 23, 13-26, 18; Si 36, 21-25; 42.6.9-14.
3 Cf., por ej., Qo 7, 26-28 Qo 9, 9.