58. Función positiva de la pureza del corazón

(1-IV-81/5-IV-81)

1. Antes de concluir el ciclo de consideraciones concernientes a las palabras pronunciadas por Jesucristo en el sermón de la montaña, es necesario recordar una vez más estas palabras y volver a tomar sumaríamente el hilo de las ideas, del cual constituyen la base. Así dice Jesús: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Se trata de palabras sintéticas que exigen una reflexión profunda, análogamente a las palabras con que Cristo se remitió al «principio». A los fariseos, los cuales -apelando a la ley de Moisés que admitía el llamado libelo de repudio-, le habían preguntado: «¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa?», El respondió: «¿No habéis leido que al principio el Creador los hizo varón y mujer?… Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne… Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 3-6). También estas palabras han requerido una reflexión profunda, para sacar toda la riqueza que encierran. Una reflexión de este género nos ha permitido delinear la auténtica teología del cuerpo.

2. Siguiendo la referencia al «principio» hecha por Cristo, hemos dedicado una serie de reflexiones a los textos relativos del libro del Génesis, que tratan precisamente de ese «principio». De los análisis hechos, «ha surgido no sólo una imagen de la situación del «hombre -varón y mujer- en el estado de inocencia originaria, sino también la base teológica de la verdad del hombre y de su particular vocación que brota del misterio eterno de la persona: imagen de Dios, encarnada en el hecho visible y corpóreo de la masculinidad o feminidad de la persona humana. Esta verdad está en la base de la respuesta dada por Cristo en relación al carácter del matrimonio y en particular a su indisolubilidad. Es la verdad sobre el hombre, verdad que hunde sus raíces en el estado de inocencia originaria, verdad que es necesario entender, por lo tanto, en el contexto de la situación anterior al pecado, tal como hemos tratado de hacer en el ciclo precedente de nuestras reflexiones.

3. Sin embargo, al mismo tiempo, es necesario considerar, entender e interpretar la misma verdad fundamental sobre el hombre, su ser varón y mujer, bajo el prisma de otra situación: esto es, de la que se formó mediante la ruptura de la primera alianza con el Creador, o sea, mediante el pecado original. Conviene ver esta verdad sobre el hombre -varón y mujer- en el contexto de su estado de pecado hereditario. Y precisamente aquí nos encontramos con el enunciado de Cristo en el sermón de la montaña. Es obvio que en la Sagrada Escritura de la Antigua y de la Nueva Alianza hay muchas narraciones, frases y palabras que confirman la misma verdad, es decir, que el hombre «histórico» lleva consigo la heredad del pecado original; no obstante, las palabras de Cristo, pronunciadas en el sermón de la montaña, parecen tener -dentro de su concisa enunciación- una elocuencia particularmente densa. Lo demuestran los análisis hechos anteriormente, que han desvelado gradualmente lo que se encierra en estas palabras. Para esclarecer las afirmaciones concernientes a la concupiscencia, es necesario captar el significado bíblico de la concupiscencia misma -de la triple concupiscencia- y principalmente de la concupiscencia de la carne. Entonces, poco a poco, se llega a entender por qué Jesús define esa concupiscencia (precisamente: el «mirar para desear») como «adulterio cometido en el corazón». Al hacer los análisis relativos hemos tratado, al mismo tiempo, de comprender el significado que tenían las palabras de Cristo para sus oyentes inmediatos, educados en la tradición del Antiguo Testamento, es decir, en la tradición de los textos legislativos, como también proféticos y «sapiesenciales»; y además, el significado que pueden tener las palabras de Cristo para el hombre de toda otra época, y en particular para el hombre contemporáneo, considerando sus diversos conocimientos culturales. Efectivamente, estamos persuadidos de que estas palabras, en su contenido esencial, se refieren al hombre de todos los lugares y de todos los tiempos. En esto consiste también su valor sintético: anuncian a cada uno la verdad que es válida y sustancial para él.

4. ¿Cuál es esta verdad? Indudablemente, es una verdad de carácter ético y, en definitiva, pues, una verdad de carácter normativo, lo mismo que es normativa la verdad contenida en el mandamiento: «No adulterarás». La interpretación de este mandamiento, hecha por Cristo, indica el mal que es necesario evitar y vencer - precisamente el mal de la concupiscencia de la carne- y, al mismo tiempo, señala el bien al que abre el camino la superación de los deseos. Este bien es la «pureza de corazón», de la que habla Cristo en el mismo contexto del sermón de la montaña. Desde el punto de vista bíblico, la «pureza del corazón» significa la libertad de todo género de pecado o de culpa y no sólo de los pecados que se refieren a la «concupiscencia de la carne». Sin embargo, aquí nos ocupamos de modo particular de uno de los aspectos de esa «pureza», que constituye lo contraria del adulterio «cometido en el corazón». Si esa «pureza de corazón», de la que tratamos, se entiende según el pensamiento de San Pablo, como «vida según el Espíritu», entonces el contexto paulino nos ofrece una imagen completa del contenido encerrado en las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña. Contienen una verdad de naturaleza ética, ponen en guardia contra el mal e indican el bien moral de la conducta humana, más aún, orientan a los oyentes a evitar el mal de la concupiscencia y a adquirir la pureza de corazón. Estas palabras tienen, pues, un significado normativo y, al mismo tiempo, indicativo. Al orientar hacia el bien de la «pureza de corazón», indican, a la vez, los valores a los que el corazón humano puede y debe aspirar.

5. De aquí la pregunta: ¿Qué verdad, válida para todo hombre, se contiene en las palabras de Cristo? Debemos responder que en ellas se encierra no sólo una verdad ética, sino también la verdad esencial sobre el hombre, la verdad antropológica. Precisamente, por esto, nos remontamos a estas palabras al formular aquí la teología del cuerpo, en íntima relación y, por decirlo así, en la perspectiva de las palabras precedentes, en las que Cristo se había referido al «principio». Se puede afirmar que, con su expresiva elocuencia evangélica, se llama la atención, en cierto sentido, a la conciencia del hombre de la concupiscencia, presentándole el hombre de la inocencia originaria. Pero las palabras de Cristo son realistas. No tratan de hacer volver el corazón humano al estado de inocencia originaria, que el hombre dejo ya detrás de sí en el momento en que cometió el pecado original; le señalan, en cambio, el camino hacia una pureza de corazón, que le es posible y accesible también en la situación de estado hereditario de pecado. Esta es la pureza del «hombre de la concupiscencia» que, sin embargo, está inspirado por la palabra del Evangelio y abierto a la «vida según el Espíritu» (en conformidad con las palabras de San Pablo), esto es, la pureza del hombre de la concupiscencia que está envuelto totalmente por la «redención del cuerpo» realizada por Cristo. Precisamente por esto en las palabras del sermón de la montaña encontramos la llamada al «corazón», es decir, al hombre interior. El hombre interior debe abrirse a la vida según el Espíritu, para que participe de la pureza de corazón evangélica: para que vuelva a encontrar y realice el valor del cuerpo, liberado de los vínculos de la concupiscencia mediante la redención.

El significado normativo de las palabras de Cristo esta profundamente arraigado en su significado antropológico, en la dimensión de la interioridad humana.

6. Según la doctrina evangélica, desarrollada de modo tan estupendo en las Cartas paulinas, la pureza no es sólo abstenerse de la impureza (cf. 1Ts 4, 3), o sea, la templanza, sino que, al mismo tiempo, abre también camino a un descubrimiento cada vez más perfecto de la dignidad del cuerpo humano; la cual está orgánicamente relacionada con la libertad del don de la persona en la autenticidad integral de su subjetividad personal, masculina o femenina. De este modo, la pureza, en el sentido de la templanza, madura en el corazón del hombre que cultiva y tiende a descubrir y a afirmar el sentido esponsalicio del cuerpo en su verdad integral. Precisamente esta verdad debe ser conocida interiormente; en cierto sentido, debe ser «sentida con el corazón», para que las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer -e incluso la simple mirada- vuelvan a adquirir ese contenido auténticamente esponsalicio de sus significados. Y precisamente este contenido se indica en el Evangelio por la «pureza de corazón».

7. Si en la experiencia interior del hombre (esto es, del hombre de la concupiscencia) la «templanza» se delinea, por decirlo así, como función negativa, el análisis de las palabras de Cristo pronunciadas en el sermón de la montaña y unidas con los textos de San Pablo nos permite trasladar este significado hacia la función positiva de la pureza de corazón. En la pureza plena el hombre goza de los frutos de la victoria obtenida sobre la concupiscencia, victoria de la que escribe San Pablo, exhortando a «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (1Ts 4, 4). Más aun, precisamente en una pureza, tan madura, se manifiesta en parte la eficacia del don del Espíritu Santo, de quien el cuerpo humano es «templo» (cf, 1Co 6, 19). Este don es sobre todo el de la piedad (donum pietatis), que restituye a la experiencia del cuerpo -especialmente cuando se trata de la esfera de las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer- toda su sencillez, su limpidez e incluso su alegría interior. Este es, como puede verse, un clima espiritual, muy diverso de la «pasión y libídine», de las que escribe San Pablo (y que por otra parte, conocemos por los análisis precedentes; baste recordar al Siracida (Si 26, 13.15-18). Efectivamente, una cosa es la satisfacción de las pasiones, y otra la alegría que el hombre encuentra en poseerse mas plenamente a sí mismo, pudiendo convertirse de este modo también mas plenamente en un verdadero don para otra persona.

Las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, orientan al corazón humano precisamente hacia esta alegría. Es necesario que a esas palabras nos confiemos nosotros mismos, los propios pensamientos y las propias acciones, para encontrar la alegría y para donarla a los demás.