Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 25 de julio de 2001
Dios castiga y salva
1. "Ensalzaré a mi Dios, rey del cielo" (Tb 13, 9). El que pronuncia estas palabras, en el cántico recién proclamado, es el anciano Tobit, del que el Antiguo Testamento traza una breve historia edificante en el libro que toma el nombre de su hijo, Tobías.
Para comprender plenamente el sentido de este himno, es preciso tener presentes las páginas narrativas que lo preceden. La historia está ambientada entre los israelitas exiliados en Nínive. En ellos piensa el autor sagrado, que escribe muchos siglos después, para ponerlos como ejemplo a sus hermanos y hermanas en la fe dispersos en medio de un pueblo extranjero y tentados de abandonar las tradiciones de sus padres. Así, el retrato de Tobit y de su familia se ofrece como un programa de vida. Él es el hombre que, a pesar de todo, permanece fiel a las normas de la ley y, en particular, a la práctica de la limosna. Tiene la desgracia de quedarse pobre y ciego, pero no pierde la fe. Y la respuesta de Dios no tarda en llegar, por medio del ángel Rafael, que guía al joven Tobías en un viaje peligroso, procurándole un matrimonio feliz y, por último, curando la ceguera de su padre Tobit.
El mensaje es claro: quien hace el bien, sobre todo abriendo su corazón a las necesidades del prójimo, agrada al Señor, y, aunque sea probado, experimentará al fin su benevolencia.
2. En este trasfondo resaltan las palabras de nuestro himno. Invitan a mirar a lo alto, a "Dios que vive eternamente", a su reino que "dura por los siglos". A partir de esta mirada dirigida a Dios se desarrolla un breve esbozo de teología de la historia, en el que el autor sagrado trata de responder al interrogante que se plantea el pueblo de Dios disperso y probado: ¿por qué Dios nos trata así? La respuesta alude al mismo tiempo a la justicia y a la misericordia divina: "Él nos azota por nuestros delitos, pero se compadecerá de nuevo" (v. 5).
El castigo aparece así como una especie de pedagogía divina, en la que, sin embargo, la misericordia tiene siempre la última palabra: "Él azota y se compadece, hunde hasta el abismo y saca de él" (v. 2).
Por tanto, podemos fiarnos absolutamente de Dios, que no abandona jamás a su criatura. Más aún, las palabras del himno llevan a una perspectiva que atribuye un significado salvífico incluso a la situación de sufrimiento, convirtiendo el exilio en una ocasión para testimoniar las obras de Dios: "Dadle gracias, israelitas, ante los gentiles, porque él nos dispersó entre ellos. Proclamad allí su grandeza" (vv. 3-4).
3. Desde esta invitación a leer el exilio en clave providencial nuestra meditación puede ensancharse hasta la consideración del sentido misteriosamente positivo que asume la condición de sufrimiento cuando se vive en el abandono al designio de Dios. Diversos pasajes del Antiguo Testamento ya delinean este tema. Basta pensar en la historia que narra el libro del Génesis acerca de José, vendido por sus hermanos y destinado a ser en el futuro su salvador (cf. Gn 37, 2-36). Y no podemos olvidar el libro de Job. Aquí sufre incluso el hombre inocente, el cual sólo logra explicarse su drama recurriendo a la grandeza y la sabiduría de Dios (cf. Jb 42, 1-6).
Para nosotros, que leemos desde una perspectiva cristiana estos pasajes del Antiguo Testamento, el único punto de referencia es la cruz de Cristo, en la que encuentra una respuesta profunda el misterio del dolor en el mundo.
4. El himno de Tobit invita a la conversión a los pecadores que han sido castigados por sus delitos (cf. v. 5) y les abre la perspectiva maravillosa de una conversión "recíproca" de Dios y del hombre: "Si os convertís a él de todo corazón y con toda el alma, siendo sinceros con él, él se convertirá a vosotros y no os ocultará su rostro" (v. 6). Es muy elocuente el uso de la misma palabra -"conversión"- aplicada a la criatura y a Dios, aunque con significado diverso.
Si el autor del cántico piensa tal vez en los beneficios que acompañan la "vuelta" de Dios, o sea, su favor renovado al pueblo, nosotros debemos pensar sobre todo, a luz del misterio de Cristo, en el don que consiste en Dios mismo. El hombre tiene necesidad de Dios antes que de sus dones. El pecado es una tragedia, no tanto porque nos atrae los castigos de Dios, cuanto porque lo aleja de nuestro corazón.
5. Por tanto, el cántico dirige nuestra mirada al rostro de Dios, considerado como Padre, y nos invita a la bendición y a la alabanza: "Él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre" (v. 4). En estas palabras se alude a la "filiación" especial que Israel experimenta como don de la alianza y que prepara el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. En Jesús resplandecerá entonces este rostro del Padre y se revelará su misericordia sin límites.
Bastaría pensar en la parábola del Padre misericordioso narrada por el evangelista san Lucas. A la conversión del hijo pródigo no sólo corresponde el perdón del Padre, sino también un abrazo de infinita ternura, acompañado por la alegría y la fiesta: "Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó" (Lc 15, 20). Las expresiones de nuestro cántico siguen la misma línea de esta conmovedora imagen evangélica. Y de ahí brota la necesidad de alabar y dar gracias a Dios: "Veréis lo que hará con vosotros; le daréis gracias a boca llena; bendeciréis al Señor de la justicia y ensalzaréis al Rey de los siglos" (v. 7).
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