Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 10 de julio de 2002
1. En el capítulo 3 del libro de Daniel se halla una hermosa oración, en forma de letanía, un verdadero cántico de las criaturas, que la liturgia de Laudes nos propone muchas veces, en fragmentos diversos.
Ahora hemos escuchado su parte fundamental, un grandioso coro cósmico, enmarcado por dos antífonas a modo de síntesis: "Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos. (...) Bendito el Señor en la bóveda del cielo, alabado y glorioso y ensalzado por los siglos" (vv. 56 y 57).
Entre estas dos aclamaciones se desarrolla un solemne himno de alabanza, que se expresa con la repetida invitación "bendecid": formalmente, se trata sólo de una invitación a bendecir a Dios dirigida a toda la creación; en realidad, se trata de un canto de acción de gracias que los fieles elevan al Señor por todas las maravillas del universo. El hombre se hace portavoz de toda la creación para alabar y dar gracias a Dios.
2. Este himno, cantado por tres jóvenes judíos que invitan a todas las criaturas a alabar a Dios, desemboca en una situación dramática. Los tres jóvenes, perseguidos por el soberano babilonio, son arrojados a un horno de fuego ardiente a causa de su fe. Y aunque están a punto de sufrir el martirio, se ponen a cantar, alegres, alabando a Dios. El dolor terrible y violento de la prueba desaparece, se disuelve en presencia de la oración y la contemplación. Es precisamente esta actitud de abandono confiado la que suscita la intervención divina.
En efecto, como atestigua sugestivamente el relato de Daniel: "El ángel del Señor bajó al horno junto a Azarías y sus compañeros, empujó fuera del horno la llama de fuego, y les sopló, en medio del horno, como un frescor de brisa y de rocío, de suerte que el fuego no los tocó siquiera ni les causó dolor ni molestia" (vv. 49-50). Las pesadillas se disipan como la niebla ante el sol, los miedos se disuelven y el sufrimiento desaparece cuando todo el ser humano se convierte en alabanza y confianza, espera y esperanza. Esta es la fuerza de la oración cuando es pura, intensa, llena de abandono en Dios, providente y redentor.
3. El cántico de los tres jóvenes hace desfilar ante nuestros ojos una especie de procesión cósmica, que parte del cielo poblado de ángeles, donde brillan también el sol, la luna y las estrellas. Desde allí Dios derrama sobre la tierra el don de las aguas que están sobre los cielos (cf. v. 60), es decir, la lluvia y el rocío (cf. v. 64).
Pero he aquí que soplan los vientos, estallan los rayos e irrumpen las estaciones con el calor y el frío, con el ardor del verano, pero también con la escarcha, el hielo y la nieve (cf. vv. 65-70 y 73). El poeta incluye también en el canto de alabanza al Creador el ritmo del tiempo, el día y la noche, la luz y las tinieblas (cf. vv. 71-72). Por último, la mirada se detiene también en la tierra, partiendo de las cimas de los montes, realidades que parecen unir el cielo y la tierra (cf. vv. 74-75)
Entonces se unen a la alabanza a Dios las criaturas vegetales que germinan en la tierra (cf. v. 76), las fuentes, que dan vida y frescura, los mares y ríos, con sus aguas abundantes y misteriosas (cf. vv. 77-78). En efecto, el cantor evoca también "los monstruos marinos" junto a los cetáceos (cf. v. 79), como signo del caos acuático primordial al que Dios impuso límites que es preciso respetar (cf.Sal 92, 3-4; Jb 38, 8-11; 40, 15-41, 26).
Viene luego el vasto y variado reino animal, que vive y se mueve en las aguas, en la tierra y en los cielos (cf. Dn 3, 80-81).
4. El último actor de la creación que entra en escena es el hombre. En primer lugar, la mirada se extiende a todos los "hijos del hombre" (cf. v. 82); después, la atención se concentra en Israel, el pueblo de Dios (cf. v. 83); a continuación, vienen los que están consagrados plenamente a Dios, no sólo como sacerdotes (cf. v. 84) sino también como testigos de fe, de justicia y de verdad. Son los "siervos del Señor", las "almas y espíritus justos", los "santos y humildes de corazón" y, entre estos, sobresalen los tres jóvenes, Ananías, Azarías y Misael, portavoces de todas las criaturas en una alabanza universal y perenne (cf. vv. 85-88).
Constantemente han resonado los tres verbos de la glorificación divina, como en una letanía: "bendecid", "alabad" y "exaltad" al Señor. Esta es el alma auténtica de la oración y del canto: celebrar al Señor sin cesar, con la alegría de formar parte de un coro que comprende a todas las criaturas.
5. Quisiéramos concluir nuestra meditación citando a algunos santos Padres de la Iglesia como Orígenes, Hipólito, Basilio de Cesarea y Ambrosio de Milán, que comentaron el relato de los seis días de la creación (cf. Gn 1, 1-2, 4), precisamente en relación con el cántico de los tres jóvenes.
Nos limitamos a recoger el comentario de san Ambrosio, el cual, refiriéndose al cuarto día de la creación (cf. Gn 1, 14-19), imagina que la tierra habla y, discurriendo sobre el sol, encuentra unidas a todas las criaturas en la alabanza a Dios: "En verdad, es bueno el sol, porque sirve, ayuda a mi fecundidad y alimenta mis frutos. Me ha sido dado para mi bien y sufre como yo la fatiga. Gime conmigo, para que llegue la adopción de los hijos y la redención del género humano, a fin de que también nosotros seamos liberados de la esclavitud. A mi lado, conmigo alaba al Creador, conmigo canta un himno al Señor, nuestro Dios. Donde el sol bendice, allí bendice la tierra, bendicen los árboles frutales, bendicen los animales, bendicen conmigo las aves" (I sei giorni della creazione, SAEMO, I, Milán-Roma 1977-1994, pp. 192-193).
Nadie está excluido de la bendición del Señor, ni siquiera los monstruos marinos (cf. Dn 3, 79). En efecto, san Ambrosio prosigue: "También las serpientes alaban al Señor, porque su naturaleza y su aspecto revelan a nuestros ojos cierta belleza y muestran que tienen su justificación" (ib pp. 103-104).
Con mayor razón, nosotros, los seres humanos, debemos unir a este concierto de alabanza nuestra voz alegre y confiada, acompañada por una vida coherente y fiel.
(L'Osservatore Romano - 12 de julio de 2002)