Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 26 de marzo de 2003

Baje a nosotros la bondad del Señor

1. Los versículos que acaban de resonar en nuestros oídos y en nuestro corazón constituyen una meditación sapiencial, que, sin embargo, tiene también el tono de una súplica. En efecto, el orante del salmo 89 pone en el centro de su oración uno de los temas más estudiados por la filosofía, más cantados por la poesía, más sentidos por la experiencia de la humanidad de todos los tiempos y de todas las regiones de nuestro planeta: la caducidad humana y el fluir del tiempo.

Pensemos en ciertas páginas inolvidables del libro de Job, en las que se pondera nuestra fragilidad. En efecto, somos como "los que habitan casas de arcilla, fundadas en el polvo. Se les aplasta como a una polilla. De la noche a la mañana quedan pulverizados. Para siempre perecen sin advertirlo nadie" (Jb 4, 19-20). Nuestra vida en la tierra es "como una sombra" (Jb 8, 9). Job confiesa también: "Mis días han sido más veloces que un correo, se han ido sin ver la dicha. Se han deslizado lo mismo que canoas de junco, como águila que cae sobre la presa" (Jb 9, 25-26).

2. Al inicio de su canto, que se asemeja a una elegía (cf. Sal 89, 2-6), el salmista opone con insistencia la eternidad de Dios al tiempo efímero del hombre. He aquí la declaración más explícita: "Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna" (v. 4).

Como consecuencia del pecado original, el hombre, por orden de Dios, cae en el polvo del que había sido sacado, como ya se afirma en el relato del Génesis: "Eres polvo y al polvo volverás" (Gn 3, 19; cf. 2, 7). El Creador, que plasma en toda su belleza y complejidad a la criatura humana, es también quien "reduce el hombre a polvo" (cf. Sal 89, 3). Y "polvo", en el lenguaje bíblico, es expresión simbólica también de la muerte, de los infiernos, del silencio del sepulcro.

3. En esta súplica es fuerte el sentido del límite humano. Nuestra existencia tiene la fragilidad de la hierba que brota al alba; inmediatamente oye el silbido de la hoz, que la reduce a un montón de heno. Muy pronto la lozanía de la vida deja paso a la aridez de la muerte (cf. Sal 89, 5-6; Is 40, 6-7; Jb 14, 1-2; Sal 102, 14-16).

Como acontece a menudo en el Antiguo Testamento, el salmista asocia el pecado a esa radical debilidad: en nosotros hay finitud, pero también culpabilidad. Por eso, sobre nuestra existencia parece que se ciernen también la ira y el juicio del Señor: "¡Cómo nos ha consumido tu cólera, y nos ha trastornado tu indignación! Pusiste nuestras culpas ante ti (...) y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera" (Sal 89, 7-9).

4. Al alba del nuevo día, la liturgia de Laudes, con este salmo, disipa nuestras ilusiones y nuestro orgullo. La vida humana es limitada: "los años de nuestra vida son setenta, ochenta para los más robustos", afirma el orante. Además, el paso de las horas, de los días y de los meses está marcado por "la fatiga y el dolor" (cf. v. 10) e incluso los años son como "un suspiro" (cf. v. 9).

He aquí, por tanto, la gran lección: el Señor nos enseña a "contar nuestros días" para que, aceptándolos con sano realismo, "adquiramos un corazón sensato" (v. 12). Pero el orante pide a Dios algo más: que su gracia sostenga y alegre nuestros días, tan frágiles y marcados por la prueba; que nos haga gustar el sabor de la esperanza, aunque la ola del tiempo parezca arrastrarnos. Sólo la gracia del Señor puede dar consistencia y perennidad a nuestras acciones diarias: "Baje a nosotros la bondad del Señor, nuestro Dios; haz prosperar la obra de nuestras manos, ¡prospere la obra de nuestras manos!" (v. 17).

Con la oración pedimos a Dios que un rayo de la eternidad penetre en nuestra breve vida y en nuestro obrar. Con la presencia de la gracia divina en nosotros, una luz brillará en el fluir de los días, la miseria se transformará en gloria y lo que parece sin sentido cobrará significado.

5. Concluyamos nuestra reflexión sobre el salmo 89 cediendo la palabra a la antigua tradición cristiana, que comenta el Salterio teniendo como telón de forno la figura gloriosa de Cristo. Así, para el escritor cristiano Orígenes, en su Tratado sobre los Salmos, que nos ha llegado en la traducción latina de san Jerónimo, la resurrección de Cristo es la que nos da la posibilidad, vislumbrada por el salmista, de que "toda nuestra vida sea alegría y júbilo" (cf. v. 14). Y esto porque la Pascua de Cristo es la fuente de nuestra vida más allá de la muerte: "Después de alegrarnos por la resurrección de nuestro Señor, mediante la cual creemos que ya hemos sido redimidos y que también nosotros resucitaremos un día, ahora, pasando con gozo los días que nos queden de vida, nos alegramos de esta confianza, y con himnos y cánticos espirituales alabamos a Dios por Jesucristo nuestro Señor" (Orígenes-Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, p. 652).

(L'Osservatore Romano - 28 de marzo de 2003)

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