Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 17 de marzo de 2004
Acción de gracias por la victoria del Rey-Mesías
1. En el salmo 20 la liturgia de las Vísperas ha suprimido la parte que hemos escuchado ahora, omitiendo otra de carácter imprecatorio (cf. vv. 9-13). La parte conservada habla en pasado y en presente de los favores concedidos por Dios al rey, mientras que la parte omitida habla en futuro de la victoria del rey sobre sus enemigos.
El texto que es objeto de nuestra meditación (cf. vv. 2-8. 14) pertenece al género de los salmos reales. Por tanto, en el centro se encuentra la obra de Dios en favor del soberano del pueblo judío representado quizá en el día solemne de su entronización. Al inicio (cf. v. 2) y al final (cf. v. 14) casi parece resonar una aclamación de toda la asamblea, mientras la parte central del himno tiene la tonalidad de un canto de acción de gracias, que el salmista dirige a Dios por los favores concedidos al rey: "Te adelantaste a bendecirlo con el éxito" (v. 4), "años que se prolongan sin término" (v. 5), "fama" (v. 6) y "gozo" (v. 7).
Es fácil intuir que a este canto -como ya había sucedido con los demás salmos reales del Salterio- se le atribuyó una nueva interpretación cuando desapareció la monarquía en Israel. Ya en el judaísmo se convirtió en un himno en honor del Rey-Mesías: así, se allanaba el camino a la interpretación cristológica, que es, precisamente, la que adopta la liturgia.
2. Pero demos primero una mirada al texto en su sentido original. Se respira una atmósfera gozosa y resuenan cantos, teniendo en cuenta la solemnidad del acontecimiento: "Señor, el rey se alegra por tu fuerza, ¡y cuánto goza con tu victoria! (...) Al son de instrumentos cantaremos tu poder" (vv. 2. 14). A continuación, se refieren los dones de Dios al soberano: Dios le ha concedido el deseo de su corazón (cf. v. 3) y ha puesto en su cabeza una corona de oro (cf. v. 4). El esplendor del rey está vinculado a la luz divina que lo envuelve como un manto protector: "Lo has vestido de honor y majestad" (v. 6).
En el antiguo Oriente Próximo se consideraba que el rey estaba rodeado por un halo luminoso, que atestiguaba su participación en la esencia misma de la divinidad. Ciertamente, para la Biblia el soberano es considerado "hijo" de Dios (cf. Sal 2, 7), pero sólo en sentido metafórico y adoptivo. Él, pues, debe ser el lugarteniente del Señor al tutelar la justicia. Precisamente con vistas a esta misión, Dios lo rodea de su luz benéfica y de su bendición.
3. La bendición es un tema relevante en este breve himno: "Te adelantaste a bendecirlo con el éxito... Le concedes bendiciones incesantes" (Sal 20, 4. 7). La bendición es signo de la presencia divina que obra en el rey, el cual se transforma así en un reflejo de la luz de Dios en medio de la humanidad.
La bendición, en la tradición bíblica, comprende también el don de la vida, que se derrama precisamente sobre el consagrado: "Te pidió vida, y se la has concedido, años que se prolongan sin término" (v. 5). También el profeta Natán había asegurado a David esta bendición, fuente de estabilidad, subsistencia y seguridad, y David había rezado así: "Dígnate, pues, bendecir la casa de tu siervo para que permanezca por siempre en tu presencia, pues tú, mi Señor, has hablado y con tu bendición la casa de tu siervo será eternamente bendita" (2S 7, 29).
4. Al rezar este salmo, vemos perfilarse detrás del retrato del rey judío el rostro de Cristo, rey mesiánico. Él es "resplandor de la gloria" del Padre (Hb 1, 3). Él es el Hijo en sentido pleno y, por tanto, la presencia perfecta de Dios en medio de la humanidad. Él es luz y vida, como proclama san Juan en el prólogo de su evangelio: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1, 4).
En esta línea, san Ireneo, obispo de Lyon, comentando el salmo, aplicará el tema de la vida (cf. Sal 20, 5) a la resurrección de Cristo: "¿Por qué motivo el salmista dice: "Te pidió vida", desde el momento en que Cristo estaba a punto de morir? El salmista anuncia, pues, su resurrección de entre los muertos y que él, resucitado de entre los muertos, es inmortal. En efecto, ha asumido la vida para resurgir, y largo espacio de tiempo en la eternidad para ser incorruptible" (Esposizione della predicazione apostolica, 72, Milán 1979, p. 519).
Basándose en esta certeza, también el cristiano cultiva dentro de sí la esperanza en el don de la vida eterna.