Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 17 de noviembre de 2004
Invitación universal a la alabanza divina
1. "La tierra ha dado su fruto", exclama el salmo 66, que acabamos de proclamar, uno de los textos incluidos en la liturgia de las Vísperas. Esa frase nos hace pensar en un himno de acción de gracias dirigido al Creador por los dones de la tierra, signo de la bendición divina. Pero este elemento natural está íntimamente vinculado al histórico: los frutos de la naturaleza constituyen una ocasión para pedir repetidamente a Dios que bendiga a su pueblo (cf. vv. 2, 7 y 8), de forma que todas las naciones de la tierra se dirijan a Israel, intentando llegar al Dios Salvador a través de él.
Por consiguiente, la composición refleja una perspectiva universal y misionera, en la línea de la promesa divina hecha a Abraham: "En ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra" (Gn 12, 3; cf. 18, 18; 28, 14).
2. La bendición divina implorada para Israel se manifiesta de una forma concreta en la fertilidad de los campos y en la fecundidad, o sea, en el don de la vida. Por eso, el salmo comienza con un versículo (cf. Sal 66, 2) que remite a la célebre bendición sacerdotal referida en el libro de los Números: "El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24-26).
El tema de la bendición se repite al final del salmo, donde se habla nuevamente de los frutos de la tierra (cf. Sal 66, 7-8). Pero allí se encuentra el tema universalista que confiere a la sustancia espiritual de todo el himno una sorprendente amplitud de horizontes. Es una apertura que refleja la sensibilidad de un Israel ya preparado para confrontarse con todos los pueblos de la tierra. Este salmo probablemente fue compuesto después de la experiencia del exilio en Babilonia, cuando el pueblo ya había iniciado la experiencia de la diáspora entre naciones extranjeras y en nuevas regiones.
3. Gracias a la bendición implorada por Israel, toda la humanidad podrá conocer "los caminos" y "la salvación" del Señor (cf. v. 3), es decir, su plan salvífico. A todas las culturas y a todas las sociedades se les revela que Dios juzga y gobierna a todos los pueblos y naciones de la tierra, llevando a cada uno hacia horizontes de justicia y paz (cf. v. 5).
Es el gran ideal hacia el que tendemos, es el anuncio que más nos afecta, hecho en el salmo 66 y en muchas páginas proféticas (cf. Is 2, 1-5; 60, 1-22; Jl 4, 1-11; So 3, 9-10; Ml 1, 11).
Esta será también la proclamación cristiana, que san Pablo presentará recordando que la salvación de todos los pueblos es el centro del "misterio", es decir, del plan salvífico de Dios: "Los gentiles son coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio" (Ef 3, 6).
4. Israel ya puede pedir a Dios que todas las naciones participen en su alabanza; será un coro universal: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben", se repite en el salmo (cf. Sal 66, 4 y 6).
El deseo del salmo anticipa el acontecimiento descrito en la carta a los Efesios cuando alude tal vez al muro que en el templo de Jerusalén mantenía a los paganos separados de los judíos: "Ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad. (...) Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2, 13-14. 19).
De ahí se sigue un mensaje para nosotros: debemos derribar los muros de las divisiones, de la hostilidad y del odio, para que la familia de los hijos de Dios se reúna en armonía a la misma mesa, bendiciendo y alabando al Creador por los dones que concede a todos, sin distinciones (cf. Mt 5, 43-48).
5. La tradición cristiana ha interpretado el salmo 66 en clave cristológica y mariológica. Para los Padres de la Iglesia "la tierra que ha dado su fruto" es la Virgen María, que da a luz a Cristo nuestro Señor.
Así, por ejemplo, san Gregorio Magno en la Exposición sobre el primer libro de los Reyes comenta este versículo, apoyándolo con muchos otros pasajes de la Escritura: "A María se la llama con razón "monte lleno de frutos", porque de ella ha nacido un fruto óptimo, es decir, un hombre nuevo. Y el profeta, contemplando su hermosura y la gloria de su fecundidad, exclama: "Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz" (Is 11, 1). David, exultando por el fruto de este monte, dice a Dios: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. (...) La tierra ha dado su fruto". Sí, la tierra ha dado su fruto, porque aquel que la Virgen engendró no lo concibió por obra de hombre, sino porque el Espíritu Santo la cubrió con su sombra. Por eso, el Señor dice al rey y profeta David: "Pondré sobre tu trono al fruto de tus entrañas" (Sal 132, 11). Por eso, Isaías afirma: "Y el fruto de la tierra será sublime" (Is 4, 2). En efecto, aquel que la Virgen engendró no fue solamente "un hombre santo", sino también "Dios fuerte" (Is 9, 5)" (Testi mariani del primo millennio, III, Roma 1990, p. 625).