Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

LA FE Y LA PALABRA DE DIOS
(19.VI.85)

1. Reanudamos el tema sobre la fe. Según la doctrina contenida en la Constitución Dei verbum, la fe cristiana es la respuesta consciente y libre del hombre a la auto-revelación de Dios, que llegó a su plenitud en Jesucristo. Mediante lo que San Pablo llama "la obediencia de la fe" (Cfr. Rm 16, 26; Rm 1,•5; 2Co 10, 5-6), todo el hombre se abandona a Dios, aceptando como verdad lo que se contiene en la palabra divina de la Revelación. La fe es obra de la gracia que actúa en la inteligencia y en la voluntad del hombre, y, a la vez, es un acto consciente y libre del sujeto humano. La fe, don de dios al hombre, es también una virtud teologal y simultáneamente una disposición estable del espíritu, es decir, un hábito o actitud interior duradera. Por esto exige que el hombre creyente la cultive siempre, cooperando activa y conscientemente con la gracia que Dios le ofrece.

2. Puesto que la fe encuentra su fuente en la Revelación divina, un aspecto esencial de la colaboración con la gracia de la fe se da por el constante y, en cuanto sea posible, sistemático contacto con la Sagrada Escritura, en la que se nos ha transmitido la verdad revelada por Dios en su forma más genuina. Esto halla expresión múltiple en la vida de la Iglesia, como leemos también en la Constitución Dei verbum. "Toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura. En los libros sagrados hay puestos tanta eficacia y poder, que constituyen sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Por eso se aplica a la Escritura de modo especial aquellas palabras: La palabra de Dios es viva y enérgica (Hb 4, 12), puede edificar y dar la herencia a todos los consagrados (Hch 20, 32; cfr. 1Ts 2, 13)"(n. 21).

3. He aquí por qué la Constitución Dei verbum, refiriéndose a la enseñanza de los Padres de la Iglesia, no duda en poner juntas las dos mesas, es decir, la mesa de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor, y hace notar que la Iglesia no cesa "sobre todo en la sagrada liturgia de tomar el pan de la vida" de ambas mesas, "y de repartirlo a sus fieles"(Cfr. n.21). Efectivamente, la Iglesia siempre ha considerado y continúa considerando la Sagrada Escritura, juntamente con la Sagrada Tradición, "como suprema norma de su fe" (Ib.), y como tal la ofrece a los fieles para su vida cotidiana.

4. De aquí se derivan algunas orientaciones prácticas que tienen gran importancia para la consolidación de la fe en la Palabra del Dios vivo. Se aplican de modo particular a los obispos, "depositarios de la doctrina apostólica" (San Ireneo, Ad Haer. 4, 32, 1;PG 7, 1071), que "han sido constituidos por el Espíritu Santo para apacentar la Iglesia de Dios" (cfr. Hch 20, 28); pero respectivamente también a todos los otros sectores del Pueblo de Dios: los presbíteros, especialmente los párrocos, los diáconos, los religiosos, los laicos, las familias. Ante todo "los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura)" (Dei verbum, 22). Aquí surge la cuestión de las traducciones de los libros sagrados. "La Iglesia desde el principio hizo suya la traducción del Antiguo Testamento llamada de los Setenta; y siempre ha honrado las demás traducciones orientales y latinas" (ib. ). La Iglesia procura también incesantemente que "se hagan traducciones exactas y adaptadas en diversas lenguas, sobre todo partiendo de los textos originales" (ib. ). La Iglesia no es contraria a la iniciativa de traducciones "en colaboración con los hermanos separados" (Dei verbum, 22): las llamadas traducciones ecuménicas. Estas, con el oportuno permiso de la Iglesia, pueden usarlas también los católicos.

5. La tarea sucesiva se conexiona con la correcta comprensión de la palabra de la divina Revelación: el "intellectus fidei", que culmina en la teología. Con esta finalidad recomienda el Concilio "el estudio de los Padres de la Iglesia, orientales y occidentales, y el estudio de la liturgia" (Dei verbum, 23), y atribuye gran importancia al trabajo de los exegetas y de los teólogos, siempre en íntima relación con la Sagrada Escritura: "La sagrada teología se apoya, como en cimiento perdurable, en la Sagrada Escritura, unida a la Sagrada Tradición; así se mantiene firme y recobra su juventud, penetrando a la luz de la fe la verdad escondida en el misterio de Cristo... Por eso, la Escritura debe ser el alma de la teología" (Dei verbum, 24). El Concilio dirige una llamada a los exegetas y a todos los teólogos, para que ofrezcan "al Pueblo de Dios el alimento de la Escritura, que alumbre el entendimiento, confirme la voluntad, encienda el corazón de los hombres en amor a Dios" (Dei verbum, 23). Conforme con lo que se ha dicho antes sobre las reglas de la transmisión de la Revelación, los exegetas y los teólogos deben ejercer su tarea "bajo la vigilancia del Magisterio" (ib.) y, al mismo tiempo, con la aplicación de los medios oportunos y métodos científicos (cfr. Dei verbum, 23).

6. Luego se abre el amplio y múltiple ministerio de la Palabra en la lglesia: "La predicación pastoral, la catequesis, toda la instrucción cristiana" (especialmente la homilética litúrgica)... Todo ese ministerio "se nutre con la palabra de la Escritura" (cfr. Dei verbum, 24). Por esto, a todos los que ejercen el servicio de la Palabra se les recomienda que "comuniquen a los fieles... las sobreabundantes riquezas de la Palabra divina" (Dei verbum, 25). Con este fin, es indispensable la lectura, el estudio y la meditación-oración, a fin de que no sea un "predicador vacío de la Palabra de Dios, quien no la escucha dentro de sí" (San Agustín, Serm. 179,1; PL 38, 966).

7. El Concilio dirige esta exhortación a todos los fieles, haciendo referencia a las palabras de San Jerónimo: "pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo" (San Jerónimo, Comm. in Is.,prol.: PL 24-27). El Concilio recomienda, pues, a todos no sólo la lectura, sino también /a oración, que debe acompañar a la lectura de la Sagrada Escritura: "...por la lectura y estudio de los libros sagrados... el tesoro de la Revelación, encomendado a la Iglesia, vaya llenando el corazón de los hombres. (Dei verbum, 26). Este "llenar el corazón" es simultáneo a la consolidación de nuestro "credo" cristiano en la Palabra del Dios viviente.