Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

EL HIJO, DIOS-VERBO
(6.XI.85)

1. (...) La Iglesia basándose en el testimonio dado por Cristo, profesa y anuncia su fe en Dios-Hijo con las palabras del Símbolo niceno-constantinopolitano: "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre". Esta es una verdad de fe anunciada por la palabra misma de Cristo, sellada con su sangre derramada en la cruz, ratificada por su resurrección, atestiguada por la enseñanza de los Apóstoles y transmitida por los escritos del Nuevo testamento. Cristo afirma: "Antes de que Abrahán naciese, yo soy" (Jn 8, 58). No dice: "Yo era", sino "Yo soy", es decir, desde siempre, en un eterno presente. El Apóstol Juan, en el prólogo de su Evangelio, escribe: "En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. El estaba en el principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por El, y sin El no se hizo nada de cuanto ha sido hecho" (Jn 1, 1-3). Por lo tanto, ese "antes de Abrahán", en el contexto de la polémica de Jesús con los herederos de la tradición de Israel, que apelaban a Abrahán, significa: "mucho antes de Abrahán" y queda iluminado en las palabras del prólogo del cuarto Evangelio: "En el principio estaba en Dios", es decir, en la eternidad que sólo es propia de Dios: en la eternidad común con el Padre y con el Espíritu Santo. Efectivamente, proclama el Símbolo "Quicumque": "Y en esta Trinidad nada es antes o después, nada mayor o menor, sino que las tres Personas son entre sí coeternas y coiguales".

2. Según el Evangelio de Juan, el Hijo-Verbo estaba en el principio en Dios, y el Verbo era Dios (Cfr. Jn 1, 2). El mismo concepto encontramos en la enseñanza apostólica. Efectivamente, leemos en la Carta a los hebreos que Dios ha constituido al Hijo "heredero de todo, por quien también hizo los siglos. Este Hijo es irradiación de su gloria y la impronta de su sustancia y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas" (Hb 1, 2-3). Y Pablo, en la Carta a los Colosenses, escribe: "El es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura" (Col 1, 15). Así, pues, según la enseñanza apostólica, el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre porque es el Dios-Verbo. En este Verbo y por medio de El todo ha sido hecho, ha sido creado el universo. Antes de la creación, antes del comienzo de "todas las cosas visibles e invisibles", el Verbo tiene en común con el Padre el Ser eterno y la Vida divina, siendo "la irradiación de su gloria y la impronta de su sustancia" (Hb 1, 3). En este Principio sin principio el Verbo es el Hijo, porque es eternamente engendrado por el Padre. El Nuevo Testamento nos revela este misterio para nosotros incomprensible de un Dios que es Uno y Trino: he aquí que en la ónticamente absoluta unidad de su esencia, Dios es eternamente y sin principio el Padre que engendra al Verbo, y es el Hijo, engendrado como Verbo del Padre.

3. Esta eterna generación del Hijo es una verdad de fe proclamada y definida por la Iglesia muchas veces (no sólo en Nicea y en Constantinopla, sino también en otros Concilios, p.e., en el Concilio Lateranense IV, año 1215), escrutada y también explicada por los Padres y por los teólogos, naturalmente en cuanto la inescrutable Realidad de Dios puede ser captada con nuestros conceptos humanos, siempre inadecuados. Esta explicación la resume el catecismo del Concilio de Trento, que dictamina exactamente: " es tan grande la infinita fecundidad de Dios que, conociéndose a Sí mismo, engendra al Hijo idéntico e igual". Efectivamente, es cierto que esta eterna generación en Dios es de naturaleza absolutamente espiritual, porque "Dios es Espíritu". Por analogía con el proceso gnoseológico de la mente humana, por el que el hombre, conociéndose a sí mismo, produce una imagen de sí mismo, una idea, un "concepto", es decir, una "idea concebida", que del latín verbum es llamada con frecuencia verbo interior, nosotros nos atrevemos a pensar en la generación del Hijo o "concepto" eterno y Verbo interior de Dios. Dios, conociéndose a Sí mismo, engendra al Verbo-Hijo, que es Dios como el Padre. En esta generación, Dios es al mismo tiempo Padre, como el que engendra, e Hijo, como el que es engendrado, en la suprema identidad de la Divinidad, que excluye una pluralidad de "Dioses". El Verbo es el Hijo de la misma naturaleza que el Padre y es con El el Dios único de la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento.

4. Esta exposición del misterio, para nosotros inescrutable, de la vida íntima de Dios se contiene en toda la tradición cristiana. Si la generación divina es verdad de fe, contenida directamente en la Revelación y definida por la Iglesia, podemos decir que la explicación que de ella dan los Padres y Doctores de la Iglesia, es una doctrina teológica bien fundada y segura. Pero con ella no podemos pretender eliminar las oscuridades que envuelven, ante nuestra mente, al que "habita una luz inaccesible" (1Tm 6, 16). Precisamente porque el entendimiento humano no es capaz de comprender la esencia divina, no puede penetrar en el misterio de la vida íntima de Dios. Con una razón particular se puede aplicar aquí la frase: "Si lo comprendes, no es Dios". Sin embargo, la Revelación nos hace conocer los términos esenciales del misterio, nos da su enunciación y nos lo hace gustar muy por encima de toda comprensión intelectual, en espera y preparación de la visión celeste. Creemos, pues, que "El Verbo era Dios" (Jn 1, 1), "se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14), y "a cuantos le recibieron, les dio potestad de venir a ser hijos de Dios" (Jn 1, 12). Creemos en el Hijo "unigénito que está en el seno del padre" (Jn 1, 18), y que, al dejar la tierra, prometió "prepararnos un lugar" (Jn 14, 2) en la gloria de Dios, como hijos adoptivos y hermanos suyos (Cfr. Rm 8, 15; Ga 4, 5; Ef 1, 5).