Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II (04-XI-87)
Instauración del Reino de Dios por Jesucristo
1. Estamos recorriendo los temas de las catequesis sobre Jesús "Hijo del hombre" que al mismo tiempo hace que lo conozcamos como verdadero "Hijo de Dios": "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10, 30). Hemos visto que Él refería a Sí mismo el nombre y los atributos divinos; hablaba de su divina pre-existencia en la unidad con el Padre – y con el Espíritu Santo, como explicaremos en un posterior ciclo de catequesis–; se atribuía el poder sobre la ley que Israel había recibido de Dios por medio de Moisés en la antigua Alianza –especialmente en el sermón de la montaña: Mt 5–; y junto a ese poder se atribuía también el de perdonar los pecados (Cfr. Mc 2, 1-12 y paral.; Lc 7, 48; Jn 8, 11) y de juzgar al final las conciencias y las obras de todos los hombres (Cfr. por ejemplo, Mt 25, 31-46; Jn 5, 27-29). Finalmente enseñaba como uno que tiene autoridad y pedía creer en su palabra, invitaba a seguirlo hasta la muerte y prometía como recompensa la "vida eterna".Al llegar a este punto, tenemos a nuestra disposición todos los elementos y todas las razones para afirmar que Jesucristo se ha revelado a Sí mismo como Aquel que instaura el reino de Dios en la historia de la humanidad.
2. El terreno de la revelación del reino de Dios había sido preparado ya en el Antiguo Testamento, especialmente en la segunda fase de la historia de Israel, narrada en los textos de los Profetas y de los Salmos que siguen al exilio y las otras experiencias dolorosas del Pueblo elegido. Recordemos especialmente los Cantos de los salmistas a Dios que es Rey de toda la tierra, que "reina sobre las gentes" (Sal 47, 8-9); y el reconocimiento exultante: "Tu reino es reino de todos los siglos, y tu señorío de generación en generación" (Sal 145, 13). El Profeta Daniel, a su vez, habla del reino de Dios "que no será destruido jamás..., destruirá y desmenuzará a todos esos reinos, más el permanecerá por siempre".Este reino que se hará surgir del "Dios de los cielos" –el reino de los cielos– quedará bajo el dominio del mismo Dios y "no pasará a poder de otro pueblo" (Cfr. Dn 2, 44).
3. Insertándose en esta tradición y compartiendo esta concepción de la Antigua Alianza, Jesús de Nazaret proclama desde el comienzo de su misión mesiánica precisamente este reino: "Cumplido es el tiempo, y el reino de Dios está cercano" (Mc 1, 15). De este modo, recoge uno de los motivos constantes de la espera de Israel, pero da una nueva dirección a la esperanza escatológica, que se había dibujado en la última fase del Antiguo Testamento, al proclamar que ésta tiene su cumplimiento inicial y aquí en la tierra, porque Dios es el Señor de la historia: ciertamente su reino se proyecta hacia un cumplimiento final más allá del tiempo, pero comienza a realizarse ya aquí en la tierra y se desarrolla en cierto sentido, "dentro" de la historia. En esta perspectiva Jesús anuncia y revela que el tiempo de las antiguas promesas, esperas y esperanzas, "se ha cumplido" y que el reino de Dios "está cercano" más aún, está ya presente en su misma persona.
4. En efecto, Jesucristo no sólo adoctrina sobre el reino de Dios, haciendo de él la verdad central de su enseñanza, sino que instaura este reino en la historia de Israel y de toda la humanidad. Y en esto se revela su poder divino, su soberanía respecto a todo lo que en el tiempo y en el espacio lleva en sí los signos de la creación antigua y de la llamada a ser criaturas nuevas (Cfr. 2Co 5, 17, Ga 6, 15), en las que ha vencido, en Cristo y por medio de Cristo, todo lo caduco y lo efímero; y ha establecido para siempre el verdadero valor del hombre y de todo lo creado.
Es un poder único y eterno que Jesucristo (crucificado y resucitado) se atribuye al final de su misión terrena, cuando declara a los Apóstoles: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" y en virtud de este poder suyo les manda: "Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 18-20).
5. Antes de llegar a este acto definitivo de la proclamación y revelación de la soberanía divina del "Hijo del hombre" Jesús anuncia muchas veces que el reino de Dios ha venido al mundo. Más aun, en el conflicto con los adversarios que no dudan en atribuir un poder demoniaco a las obras de Jesús, Él los confunde con una argumentación que concluye afirmando lo siguiente: "Pero si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc 11, 20). En Él y por Él, pues, el espacio espiritual del dominio divino toma su consistencia: el reino de Dios entra en la historia de Israel y de toda la humanidad, y Él es capaz de revelarlo y de mostrar que tiene el poder de decidir sobre sus actos. Lo muestra liberando de los demonios: todo el espacio psicológico y espiritual queda así reconquistado para Dios.
6. También el mandato definitivo, que Cristo crucificado y resucitado da a los Apóstoles (Mt 28, 18-20), fue preparado por Él bajo todos los aspectos. Momento clave de la preparación fue la vocación de los Apóstoles: "Designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar demonios" (Mc 3, 14-15). En medio de los Doce, Simón Pedro se convierte en destinatario de un poder especial en orden al reino: "Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 18-19). Quien habla de este modo está convencido de poseer el reino, de tener su soberanía total, y de poder confiar sus "llaves" a un representante y vicario suyo, más aún de lo que haría un rey de la tierra con su lugarteniente o primer ministro.
7. Esta convicción evidente de Jesús explica porqué Él, durante su ministerio, habla de su obra presente y futura como de un nuevo reino introducido en la historia humana: no sólo como verdad anunciada, sino como realidad viva, que se desarrolla, crece y fermenta toda la masa humana, como leemos en la parábola de la levadura (Cfr. Mt 13, 33: Lc 13, 21). Esta y las demás parábolas del reino (Cfr. especialmente Mt 13), dan testimonio de que ésta ha sido la idea central de Jesús pero también la sustancia de su obra mesiánica, que Él quiere que se prolongue en la historia, incluso después de su vuelta al Padre, mediante una estructura visible cuya cabeza es Pedro (Cfr. Mt 16, 18-19).
8. La instauración de esa estructura del reino de Dios coincide con la transmisión que Cristo hace de la misma a los Apóstoles escogidos por Él: "Yo dispongo –latín: dispongo; algunos traducen: transmito– del reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío" (Lc 22, 29). Y la transmisión del reino es al mismo tiempo una misión: "Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo" (Jn 17, 18). Después de la resurrección, al aparecerse Jesús a los Apóstoles, les repetirá: "Como me envió mi Padre, así os envío yo... Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán perdonados, a quienes se los retuvierais le serán retenidos" (Jn 20, 21-23).
Prestemos atención: en el pensamiento de Jesús, en su obra mesiánica, en su mandato a los Apóstoles, la inauguración del reino en este mundo está estrechamente unida a su poder de vencer el pecado, de anular el poder de Satanás en el mundo y en cada hombre. Así, pues, está ligado al misterio pascual a la cruz y resurrección de Cristo. Agnus Dei qui tollit peccata mundi..., y como tal se estructura en la misión histórica de los Apóstoles y de sus sucesores. La instauración del reino de Dios tiene su fundamento en la reconciliación del hombre con Dios, llevada a cabo en Cristo y por Cristo en el misterio pascual (Cfr. 2Co 5, 19; Ef 13-18; Col 1, 15-2).
9. La instauración del reino de Dios en la historia de la humanidad es la finalidad de la vocación y de la misión de los Apóstoles –y por lo tanto de la Iglesia– en todo el mundo (Cfr. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). Jesús sabía que esta misión, a la vez que su misión mesiánica, habría encontrado y suscitado fuertes oposiciones. Desde los primeros días en que envió a los Apóstoles a las primeras experiencias de colaboración con Él, les advertía: "Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas" (Mt 10, 16).
En el texto de Mateo se condensa también lo que Jesús habría dicho a continuación respecto a la suerte de sus misioneros (Cfr. Mt 10, 17-25); tema sobre el que vuelve en uno de últimos discursos polémicos con los "escribas y fariseos" afirmando: "Por esto os envío yo profetas, sabios y escribas, y a unos los mataréis y los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad" (Mt 23, 34). Suerte que, por lo demás, ya les había tocado a los Profetas y a otros personajes de la antigua Alianza, a que se refiere el texto (Cfr. Mt 23, 35). Pero Jesús daba a sus seguidores la seguridad de la duración de su obra y de ellos mismos: et porta inferi non praevalebunt.
A pesar de las oposiciones y contradicciones que habría conocer en su devenir histórico, el reino de Dios, instaurado una vez para siempre en el mundo con el poder de Dios mismo mediante el Evangelio y el misterio pascual del Hijo, traería siempre no sólo los signos de su pasión y muerte, sino también el sello de su poder divino, que deslumbró en la resurrección. Lo demostraría la historia. Pero la certeza de los Apóstoles y de todos los creyentes está fundada en la revelación del poder divino de Cristo, histórico, escatológico y eterno, del que enseña el Concilio Vaticano II: "Cristo, haciéndose obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (Cfr. Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A Él están sometidas todas las cosas, hasta que Él se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (Cfr. 1Co 15, 27-28)" (Lumen Gentium, 39).