Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II (13-VII-88)
Estructura ministerial y sacramental de la Iglesia
1. "He aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 18, 20). Estas palabras, pronunciadas por Jesús resucitado cuando envió a los Apóstoles a todo el mundo, testifican que el Hijo de Dios, que, viniendo al mundo, dio comienzo al reino de Dios en la historia de la humanidad, lo transmitió a los Apóstoles en estrecha vinculación con la continuación de su misión mesiánica ("Yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí": Lc 22, 29). Para la realización de este reino y el cumplimiento de su misma misión, Él instituyó en la Iglesia una estructura visible "ministerial", que debía durar "hasta el fin del mundo", en los sucesores de los Apóstoles, según el principio de transmisión sugerido por las palabras mismas de Jesús resucitado. Es un "ministerium" ligado al "mysterium", por el cual los Apóstoles se consideran y quieren ser considerados "servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Co 4, 1). La estructura ministerial de la Iglesia supone e incluye una estructura sacramental que es "de servicio" en sus dimensiones (ministerium = servicio).
2. Esta relación entre ministerium y mysterium recuerda una verdad teológica fundamental: Cristo ha prometido no sólo estar "con los Apóstoles", esto es "con" la Iglesia, hasta el fin del mundo, sino también estar Él mismo "en" la Iglesia como fuente y principio de vida divina: de la "vida eterna" que pertenece a aquel que ha confirmado, por medio del misterio pascual, su poder victorioso sobre el pecado y la muerte. Mediante el servicio apostólico de la Iglesia, Cristo desea transmitir a los hombres esta vida divina, para que puedan "permanecer en Él y Él en ellos", según se expresa en la parábola de la vid y los sarmientos, que forma parte del discurso de despedida, recogido en el Evangelio de Juan (Jn 15, 5 ss.). "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; porque, separados de mí, no podéis hacer nada" (Jn 15, 5).
3. Así, pues, por institución de Cristo, la Iglesia posee no solo una estructura ministerial visible y "externa", sino al mismo tiempo (y sobre todo) una capacidad "interior", que pertenece a una esfera invisible, pero real, donde se halla la fuente de toda donación de la vida divina, de la participación en la vida trinitaria de Dios: de esa vida que es Cristo y que de Cristo, por mediación del Espíritu Santo, se comunica a los hombres en cumplimiento del plan salvífico de Dios. Los sacramentos, instituidos por Cristo, son los signos visibles de esta capacidad de transmitir la vida nueva, el nuevo don de si que Dios mismo hace al hombre, esto es, la gracia. Los sacramentos la significan y al propio tiempo la comunican. También dedicaremos a los sacramentos de la Iglesia un ciclo de catequesis. Lo que ahora nos urge es hacer notar antes que nada la esencial unión de los sacramentos con la misión de Cristo, quien, al fundar la Iglesia la dotó de una estructura sacramental. Como signos, los sacramentos pertenecen al orden visible de la Iglesia. Simultáneamente, lo que ellos significan y comunican, la vida divina, pertenece al mysterium invisible, del cual deriva la vitalidad sobrenatural del Pueblo de Dios en la Iglesia. Esta es la dimensión invisible de la vida de la Iglesia que, al participar en el misterio de Cristo, de Él saca esa vida, como de una fuente que ni se seca ni se secará y que se identifica más y más con Él, única "vid" (Cfr. Jn 15, 1).
4. En este punto debemos al menos reseñar la especifica inserción de los sacramentos en la estructura ministerial de la Iglesia . Sabemos que, durante su actividad pública, Jesús "realizaba signos" (Cfr. p. e., Jn 2, 23; Jn 6, 2 ss.). Cada uno de ellos constituía la manifestación del poder salvífico (omnipotencia) de Dios, liberando a los hombres del mal físico. Pero, a la vez, estos signos, es decir, los milagros, precisamente por ser signos, señalaban la superación del mal moral, la transformación y la renovación del hombre en el Espíritu Santo. Los signos sacramentales, con los que Cristo ha dotado a su Iglesia, deben servir al mismo objetivo. Esto está claro en el Evangelio.
5. Ante todo en lo que se refiere al bautismo. Este signo de la purificación espiritual lo usaba ya Juan el Bautista de quien Jesús recibió "el bautismo de penitencian en el Jordán (Cfr. Mc 1, 9 y par.). Pero el mismo Juan distinguía claramente el bautismo administrado por él y el que administraría Cristo: "Aquel que viene detrás de mí... os bautizará en Espíritu Santo" (Mt 3, 11). Encontramos además en el cuarto Evangelio una alusión interesante al "bautismo" que administraba Jesús, y más concretamente sus discípulos en "la región de Judea", diferente del de Juan (Cfr. Jn 3, 22. 26; Jn 4, 2).
A su vez, Jesús habla, del bautismo que Él mismo debe recibir, indicando con estas palabras su futura pasión y muerte en la cruz: "Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!" (Lc 12, 50). Y a los dos hermanos, Juan y Santiago, pregunta: "¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?" (Mc 10, 38).
6. Si queremos referirnos propiamente al sacramento que se transmitirá a la Iglesia, encontramos la referencia especialmente en las palabras de Jesús a Nicodemo: "En verdad, en verdad te digo, el que no nazca del agua y del Espíritu; no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3, 5).
Al enviar a los Apóstoles a predicar el Evangelio a todo el mundo, Jesús les mandó que administraran este bautismo: el bautismo "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19), y precisó: "el que crea y sea bautizado se salvará" (Mc 16, 16). "Ser salvado", "entrar en el reino de Dios", quiere decir tener la vida divina que Cristo da, como "la vid a los sarmientos" (Jn 15, 1), por obra de este "bautismo" con el cual Él mismo ha sido "bautizado" en el misterio pascual de su muerte y resurrección. San Pablo presentará magníficamente el bautismo cristiano como "inmersión en la muerte de Cristo" para permanecer unidos a Él en la resurrección y vivir una vida nueva (Cfr. Rm 6, 3-11). El bautismo es el comienzo sacramental de esta vida en el hombre.
La importancia fundamental del bautismo para la participación en la vida divina la ponen de relieve las palabras con las que Cristo envía a los Apóstoles a predicar el Evangelio por todo el mundo (Cfr. Mt 28, 19).
7. Los mismos Apóstoles, en estrecha unión con la Pascua de Cristo, han sido provistos de a autoridad de perdonar los pecados. También Cristo naturalmente poseía esa autoridad: "... el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados" (Mt 9, 6). El mismo poder lo transmitió a los Apóstoles después de la resurrección cuando sopló sobre ellos y dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23). "Perdonar los pecados" significa en positivo restituir al hombre la participación en la vida divina que hay en Cristo. El sacramento de la penitencia (o de la reconciliación) está, pues, unido de modo esencial con el misterio de "la vid y de los sarmientos".
8. Sin embargo, la plena expresión de esta comunión de vida con Cristo es la Eucaristía. Jesús instituyó este sacramento el día antes de su muerte redentora en la cruz, durante la última Cena (la cena pascual) en el Cenáculo de Jerusalén (Cfr. Mc 14, 22-24; Mt 26, 26-30; Lc 22, 19-20 y 1Co 11, 23-26). El sacramento es el signo duradero de la presencia de su Cuerpo entregado a la muerte y de su Sangre derramada "para el perdón de los pecados" y, al mismo tiempo, cada vez que se celebra, se hace presente el sacrificio salvífico del Redentor del mundo. Todo esto acontece bajo el signo sacramental del pan y del vino y, por consiguiente, del banquete pascual, unido por Jesús al misterio mismo de la cruz, como nos recuerdan las palabras de la institución, repetidas en la fórmula sacramental: "Este es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros; éste es el cáliz de mi Sangre, que será derramada por vosotros y por todos para el perdón de los pecados".
9. El alimento y la bebida, que en el orden temporal sirven para el sustento de la vida humana, en su significación sacramental indican y producen la participación en la vida divina, que es Cristo, "la Vid". Él, con el precio de su sacrificio redentor, transmite esta vida a los "sarmientos", sus discípulos y seguidores. Lo ponen de relieve las palabras del anuncio eucarístico pronunciadas en la sinagoga de Cafarnaún: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre y el pan que Yo le voy a dar es mi Carne por la vida del mundo" (Jn 6, 51). "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo lo resucitaré el último día" (Jn 6, 54).
10. La Eucaristía, como signo del banquete fraterno, está estrechamente vinculada con la promulgación del mandamiento del amor mutuo (Cfr. Jn 13, 34; Jn 15, 12). Según la enseñanza paulina, este amor une íntimamente a todos los que integran la comunidad de la Iglesia: "un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17). En esta unión, fruto del amor fraterno, se refleja de alguna manera, la unidad trinitaria del Hijo con el Padre, según resulta de la oración de Jesús: "para que todos sean uno como Tú, Padre, en mi y Yo en ti..." (Jn 17, 21). La Eucaristía es la que nos hace partícipes de la unidad de la vida de Dios, según las palabras de Jesús: "Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mi" (Jn 6, 57).
Precisamente por esto la Eucaristía es el sacramento que de modo particularísimo "edifica la Iglesia" como comunidad de los que participan en la vida de Dios por medio de Cristo única Vid".