Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
64. EL PRESBITERO, HOMBRE DE LA CARIDAD
(7.VII.93)
1. En las anteriores catequesis dedicadas a los presbíteros, hemos aludido muchas veces a la importancia que tiene en su vida la caridad hacia los hermanos. Ahora queremos tratar más expresamente acerca de esa caridad, partiendo de su misma raíz en la vida sacerdotal. Esa raíz está en su identidad de hombre de Dios. La primera Carta de Juan nos enseña que "Dios es amor" (4, 8). En efecto, en cuanto hombre de Dios, el presbítero no puede por menos de ser el hombre de la caridad. No habría en él verdadero amor a Dios -y ni siquiera verdadera piedad, o verdadero celo apostólico-, sin el amor al prójimo.
Jesús mismo mostró el vínculo que existe entre el amor a Dios y el amor al prójimo, de suerte que no se puede "amar al Señor Dios con todo el corazón" sin "amar al prójimo" (cfr Mt 22, 36-40). Por eso, San Juan, en su Carta, afirma con coherencia: "Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano" (1Jn 4, 21).
2. Hablando de sí mismo, Jesús describe ese amor como el amor de un buen pastor, que no busca su interés ni su provecho, como el mercenario. El buen pastor -dice- ama tanto a sus ovejas, que entrega su vida por ellas (cfr Jn 10, 11. 15). Es, pues, un amor que llega hasta el heroísmo.
Sabemos con cuánto realismo se realizó todo esto en la vida y en la muerte de Jesús. Quienes, por su ordenación sacerdotal, reciben de Cristo la misión de pastores están llamados a mostrar en su vida y a testimoniar con sus obras el amor heroico del buen Pastor.
3. En la vida de Jesús son muy visibles las características esenciales de la caridad pastoral, que tiene para con sus hermanos los hombres, y que pide imitar a su hermanos los pastores. Su amor es, ante todo, un amor humilde: "Soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). De modo significativo, recomienda a sus Apóstoles que renuncien a sus ambiciones personales y a todo afán de dominio, para imitar el ejemplo del "Hijo del hombre", que "no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45; Mt 20, 28; cfr Pastores dabo vobis, 21 -22).
De aquí se deduce que la misión de pastor no puede ejercerse con una actitud de superioridad o autoritarismo (cfr 1P 5, 3), que irritaría a los fieles y, quizá, los alejaría del rebaño. Siguiendo las huellas de Cristo, buen pastor, tenemos que formarnos en un espíritu de sevicio humilde (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 876).
Jesús, además, nos da el ejemplo de un amor lleno de compasión, o sea, de participación sincera y real en los sufrimientos y dificultades de los hermanos. Siente compasión por las multitudes sin pastor (cfr Mt 9, 36), y por eso se preocupa por guiarlas con sus palabras de vida y se pone a "enseñarles muchas cosas" (Mc 6, 34). Por esa misma compasión, cura a numerosos enfermos (cfr Mt 14, 14), ofreciendo el signo de una intención de curación espiritual; multiplica los panes para los hambrientos (cfr Mt 15, 32; Mc 8, 2), símbolo elocuente de la Eucaristía; se conmueve ante las miserias humanas (cfr Mt 20, 34; Mc 1, 41), y quiere sanarlas; participa en el dolor de quienes lloran la pérdida de un ser querido (cfr Lc 7, 13); también siente misericordia hacia los pecadores (cfr Lc 15, 1-2), en unión con el Padre, lleno de compasión hacia el hijo pródigo (cfr Lc 15, 20) y prefiere la misericordia al sacrificio ritual (cfr Mt 9, 10-13); y en algunas ocasiones recrimina a sus adversarios por no comprender su misericordia (cfr Mt 12, 7).
4. Aeste respecto, es significativo el hecho de que la Carta a los Hebreos, a la luz de la vida y muerte de Jesús, considera la solidaridad y la compasión como un rasgo esencial del sacerdocio auténtico. En efecto, reafirma que el sumo sacerdote "es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres [...], y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados" (Hb 5, 1-2). Por ese motivo, también el Hijo eterno de Dios "tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo" (Hb 2, 17). Nuestra gran consolación de cristianos es, por consiguiente, saber que "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado" (Hb 4, 15).
Así pues, el presbítero halla en Cristo el modelo de un verdadero amor a los que sufren, a los pobres, a los afligidos y, sobre todo, a los pecadores, pues Jesús está cercano a los hombres con una vida semejante a la nuestra; sufrió pruebas y tribulaciones como las nuestras; por eso, siente gran compasión hacia nosotros y "puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados" (Hb 5, 2). Por último, ayuda eficazmente a los probados, "pues habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados" (Hb 2, 18).
5. También a la luz de ese amor divino, el Concilio Vaticano II presenta la consagración sacerdotal como fuente de caridad pastoral: "Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida más que de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres si permanecieran extraños a su vida y a sus condiciones" (Presbyterorum ordinis, 3). Se trata de dos exigencias que fundan los dos aspectos del comportamiento sacerdotal: "Su ministerio mismo exige por título especial que no se identifiquen con este mundo; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas y busquen atraer incluso a las que no son de este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo, y haya un solo rebaño y un solo pastor" (ibid.). En este sentido se explica la intensa actividad de Pablo en la recogida de ayudas para las comunidades más pobres (cfr 1Co 16, 1-4), así como la recomendación que hace el autor de la Carta a los Hebreos, a fin de que se compartan los bienes (koinomia) mediante la ayuda mutua, como verdaderos seguidores de Cristo (cfr Hb 13, 16).
6. Según el Concilio, el presbítero que quiere conformarse al buen Pastor y reproducir en sí mismo su caridad hacia sus hermanos, deberá esmerarse en algunos puntos que hoy tienen igual o mayor importancia que en otros tiempos: conocer sus ovejas (cfr Presbyterorum ordinis, 3), especialmente con los contactos, las visitas, las relaciones de amistad, los encuentros programados u ocasionales, etcétera, siempre con finalidad y espíritu de buen pastor; acoger como Jesús a la gente que se dirige a él, estando dispuesto a escuchar, deseoso de comprender, abierto y sencillo en la benevolencia, esforzándose en las obras y en las iniciativas de ayuda a los pobres y desafortunados; cultivar y practicar las "virtudes que con razón se aprecian en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades" (ibid.), y también la paciencia, la disposición a perdonar con prontitud y generosidad, la afabilidad, la sociabilidad, la capacidad de ser disponibles y serviciales, sin considerarse a sí mismo como un bienhechor. Es una gama de virtudes humanas y pastorales, que la fragancia de la caridad de Cristo puede y debe hacer realidad en la conducta del presbítero (cfr Pastores dabo vobis, 23).
7. Sostenido por la caridad, el presbítero puede seguir, en el desarrollo de su ministerio, el ejemplo de Cristo, cuyo alimento consistía en hacer la voluntad del Padre. En la adhesión amorosa a esa voluntad, el presbítero hallará el principio y la fuente de unidad de su vida. Lo afirma el Concilio: los presbíteros deberán "unirse a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre [...]. De este modo, desempeñando el papel del buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección pastoral que reduce a unidad su vida y su actividad" (Presbyterorum ordinis, 14). La fuente de esa caridad es siempre la Eucaristía, "centro y raíz de toda la vida del presbítero" (ibid.), cuya alma, por eso mismo, deberá intentar "reproducir lo que se efectúa en el altar" (ibid.).
La gracia y la caridad del altar se extienden de este modo, hacia el ambón, el confesonario, el archivo parroquial, la escuela, el oratorio, las casas y las calles, los hospitales, los medios de transporte y los medios de comunicación social; es decir, hacia todos los lugares donde el presbítero tiene la posibilidad de realizar su labor pastoral. En todo caso, su Misa se difunde; su unión espiritual con Cristo sacerdote y hostia -como decía San Ignacio de Antioquía- lo convierte en "trigo de Dios para ser hallado como pan puro de Cristo" (cfr Epist. ad Romanos, 4, 1), para el bien de sus hermanos.