Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

95. LA GRANDEZA EMINENTE DE LA MATERNIDAD
(20.VII.94)

1. Aunque a la mujer se le abran espacios de trabajo profesional en la sociedad y de apostolado en la Iglesia, nada podrá equipararse nunca con la eminente dignidad que le corresponde por su maternidad, cuando la vive en todas sus dimensiones. Vemos que María, modelo de la mujer, cumplió la misión a la que fue llamada en la economía de la Encarnación y de la Redención por el camillo de la maternidad.
En la carta apostólica Mulieris dignitatem (n. 17), he subrayado que la maternidad de María fue asociada de modo excepcional a su virginidad, de manera que es modelo de las mujeres que consagran su virginidad a Dios (cfr ibid. ). Cuando tratemos de la vida consagrada, podremos volver a este tema de la virginidad dedicada al Señor. En esta catequesis, continuando la reflexión sobre el papel de los laicos en la Iglesia, deseo, más bien, considerar la aportación de la mujer a la comunidad humana y cristiana mediante la maternidad.
El valor de la maternidad fue elevado a su grado más alto en María, madre del eterno Verbo-Dios, que se hizo hombre en su seno virginal. Por esta maternidad, María es parte esencial del misterio de la Encarnación. Además, por su unión con el sacrificio redentor de Cristo, se ha convertido en madre de todos los cristianos y de todos los hombres. También desde este punto de vista resplandece el valor que se atribuye a la maternidad en el plano divino, y que halla su expresión singular y sublime en María, pero que, desde esa cumbre suprema, puede verse reflejado en toda maternidad humana.
2. Tal vez hoy, más que nunca, es necesario revalorizar la idea de la maternidad, que no es una concepción arcaica, propia de los comienzos mitológicos de la civilización. Aunque se multipliquen y aumenten las ocupaciones de la mujer, todo en ella -fisiología, psicología, hábitos casi connaturales, así como sentimiento moral, religioso e, incluso, estético- muestra y exalta su aptitud, su capacidad y su misión de engendrar un nuevo ser. Ella está más preparada que el varón para la función generativa. En virtud del embarazo y del parto, está unida más íntimamente a su hijo, sigue más de cerca todo su desarrollo, es más inmediatamente responsable de su crecimiento y participa más intensamente en su alegría, en su dolor y en sus riesgos en la vida. Aunque es verdad que la tarea de la madre debe coordinarse con la presencia y la responsabildad del padre, la mujer desempeña el papel más importante al comienzo de la vida de todo ser humano. Es un papel en el que resalta una característica esencial de la persona humana, que no está destinada a cerrarse en sí misma, sino a abrirse y a entregarse a los demás. Es lo que afirma la constitución Gaudium et spes, según la cual el ser humano "no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo" (n. 24). Esta orientación hacia los demás es esencial para la persona, en virtud de la altísima fuente de caridad trinitaria de la que nace el hombre. Y la maternidad constituye un momento culminante de esa orientación personalista y comunitaria.
3. Por desgracia, debemos constatar que el valor de la maternidad ha sido objeto de contestaciones y críticas. La grandeza que se la atribuye tradicionalmente ha sido presentada como una idea retrógada, un fetiche social. Desde un punto de vista antropológico-ético, algunos la han considerado un límite impuesto al desarrollo de la personalidad femenina, una restricción de la libertad de la mujer y de su deseo de tener y realizar otras actividades. Así, muchas mujeres se sienten impulsadas a renunciar a la maternidad no por otras razones de servicio y, en definitiva le maternidad espiritual, sino para poder dedicarse a un trabajo profesional. Muchas, incluso, reivindican el derecho a suprimir en sí mismas la vida de un hijo mediante el aborto, como si el derecho que tienen sobre su cuerpo implicara un derecho de propiedad sobre su hijo concebido En alguna ocasión, a una madre que ha preferido afrontar el riesgo de perder la vida se la ha acusado de locura o egoísmo y, en todo caso, se ha hablado de retraso cultural.
Son aberraciones en las que se manifiestan los terribles efectos del hecho de haberse alejado del espíritu cristiano que es capaz de garantizar y de reconstruir también los talores humanos.
4. La concepción de la personalidad y de la comunión humana que se deduce del Evangelio no permite aprobar la renuncia voluntaria a la maternidad por el simple deseo de conseguir ventajas materiales o satisfacciones en el ejercicio de determinadas actividades. En efecto, eso constituye una deformación de la personalidad femenina, destinada a la propagación connatural mediante la maternidad
De igual forma, la unión matrimonial no puede agotarse en el egoísmo de dos personas: el amor que une a los esposos tiende a propagarse en su hijo y a transformarse en amor de los padres a su hijo, como lo testimonia la experiencia de muchas parejas de los siglos pasados y también de nuestro tiempo: parejas que, en el fruto de su qmor, han hallado el camino para fortalecerse y afianzarse, y, en ciertos casos, para recuperarse y volver a empezar.
Por otra parte, la persona del hijo, aunque acabe de ser concebido, ya goza de derechos que se deben respetar. El niño no es un objeto del que su madre puede disponer, sino una persona a la que debe dedicarse, con todos los sacrificios que la maternidad implica, pero también con las alegrías que proporciona (cfr Jn 16, 21).
5. Así pues, también en las condiciones psico-sociales del mundo contemporáneo, la mujer está llamada a tomar conciencia del valor de su vocación a la maternidad, como afirmación de su dignidad personal, como capacidad y aceptación de la expansión de sí misma en nuevas vidas, y, a la luz de la teología, como participación en la actividad creadora de Dios (cfr Mulieris Dignitatem, 18). Esta participación es más intensa en la mujer que en el hombre, en virtud de su papel específico en la procreación. Como leemos en el libro del Génesis, la conciencia de ese privilegio hace que Eva diga después de su primer parto: "He adquirido un varón con el favor del Señor" (Gn 4, 1). Y, puesto que la maternidad es por excelencia una contribución a la propagación de la vida, en el texto bíblico a Eva se la llama "la madre de todos los vivientes" (Gn 3, 20). Este apelativo nos lleva a pensar que en Eva -y en toda madre- se realiza la imagen de Dios, que, como proclamaba Jesús, "no es un Dios de muertos, sino de vivos" (Mc 12, 27).
A la luz de la revelación bíblica y cristiana, la maternidad aparece como una participación en el amor de Dios hacia los hombres: amor que, según la Biblia, tiene también un aspecto materno de compasión y misericordia (cfr Is 49, 15; Dt 32, 11; Sal 86, 15; etc.).
6. Junto con la maternidad que se ejerce en la familia, existen muchas otras formas admirables de maternidad espiritual, no sólo en la vida consagrada, de la que hablaremos a su tiempo, sino también en todos los casos en que vemos a mujeres comprometidas, con dedicación materna, en el cuidado de los niños huérfanos, los enfermos, los abandonados, los pobres, los desventurados; y en las numerosas iniciativas y obras suscitadas por la caridad
cristiana. En estos casos se hace realidad, de forma magnífica, el principio, fundamental en la pastoral de la Iglesia, de la deshumanización de la sociedad contemporánea. Verdaderamente "la mujer parece tener una específica sensiblidad -gracias a la especial experiencia de su maternidad- por el hombre y por todo aquello que constituye su verdadero bien, comenzando por el valor fundamental de la vida" (Christifideles laici, 51). No es, pues, exagerado definir lugar-clave el que la mujer ocupa en la sociedad y en la Iglesia.