Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
101. LA VALIOSA MISION DE LOS ANCIANOS EN LA IGLESIA
(7.IX.94)
1. En una sociedad como la nuestra, en la que se rinde culto a la productividad, las personas ancianas corren el riesgo de ser consideradas inútiles, o, más aún, de ser juzgadas un peso para los demás. El mismo hecho de que la vida se haya alargado agrava el problema de la asistencia al número cada vez mayor de ancianos que necesitan cuidados y, tal vez aún más, el afecto y la solicitud de personas que llenen el vacío de su soledad. La Iglesia conoce este problema y trata de contribuir a su solución, incluso en el campo de la asistencia, a pesar de la dificultad que constituye para ella, hoy más que en el pasado, la escasez de personal y de medios. No deja de promover las intervenciones de los institutos religiosos y del voluntariado seglar para responder a esa necesidad de asistencia, ni de recordar a todos, tanto jóvenes como adultos, el deber que tienen de pensar en sus seres queridos que, por lo general, han hecho tanto por ellos.
2. Con especial alegría, la Iglesia pone de relieve que también los ancianos tienen su puesto y su utilidad en la comunidad cristiana. Siguen siendo plenamente miembros de la comunidad y están llamados a contribuir a su progreso con su testimonio, su oración e incluso con su actividad, en la medida de sus posibilidades.
La Iglesiasabe muy bien que muchas personas se acercan a Dios de manera especial en la -así llamada- tercera edad y que, precisamente en ese tiempo se les puede ayudar a rejuvenecer su espíritu por los caminos de la reflexión y la vida sacramental. La experiencia acumulada a lo largo de los años lleva al anciano a comprender los límites de las cosas del mundo y a sentir una necesidad más profunda de la presencia de Dios en la vida terrena. Las desilusiones que ha experimentado en algunas circunstancias le han enseñado a depositar su confianza en Dios. La sabiduría que ha adquirido puede ser de gran utilidad no sólo para sus familiares, sino también para toda la comunidad cristiana.
3. Por otra parte, la Iglesia recuerda que la Biblia presenta al anciano como el hombre de la sabiduría, del juicio, del discernimiento, del consejo (cfr Si 25, 4-6). Por eso, los autores sagrados recomiendan acudir a los ancianos, como leemos de manera especial en el libro del Sirácida (Si 6, 34): "Acude a la reunión de los ancianos; ¿que hay un sabio?, júntate a él". La Iglesia repite también la doble amonestación: "No deshonres al hombre en su vejez, que entre nosotros también se llega a viejos" (Si 8, 6); "no desprecies lo que cuentan los viejos, que ellos también han aprendido de sus padres" (Si 8, 9). Asimismo, ve con admiraciOn la tradición de Israel que recomendaba a las nuevas generaciones que escucharan a los ancianos: "Nuestros padres -canta el salmo- nos han contado la obra que realizaste en sus días, en los años remotos" (Sal 44, 2).
También el Evangelio nos presenta el antiguo mandamiento de la ley. "Honra a tu padre y a tu madre" (Ex 20, 12; cfr Dt 5, 16) y Jesús atrae la atención hacia ese mismo mandamiento, cuando protesta contra los recursos que algunos empleaban para no cumplirlo (cfr Mt 7, 9-13). En su tradición de magisterio y ministerio pastoral, la Iglesia siempre ha enseñado y exigido el respeto y el honor a los padres, así como la ayuda material en sus necesidades. Esta recomendación de respetar y ayudar, incluso materialmente, a los padres ancianos conserva todo su valor también en nuestra época. Hoy, más que nunca, el clima de solidaridad comunitaria, que debe reinar en la Iglesia, puede llevar a practicar la caridad filial, de modos antiguos y nuevos, como aplicación concreta de esta obligación.
4. En el ámbito de la comunidad cristiana, la Iglesia honra a los ancianos, reconociendo sus cualidades y capacidades, e invitándolos a cumplir su misión, que no sólo está vinculada a ciertos tiempos y condiciones de vida, sino que puede llevarse a cabo de formas diversas según las posibilidades de cada uno. Por eso, deben resistir a "la tentación de refugiarse nostálgicamente en un pasado que no volverá más, o de renunciar a comprometerse en el presente por las dificultades halladas en un mundo de continuas novedades" (Christifideles laici, 48).
Incluso cuando les cueste comprender la evolución de la sociedad en que viven, los ancianos no deben encerrarse en un estado de aislamiento voluntario, acompañado de pesimismo y rechazo de leer la realidad que progresa. Es importante que se esfuercen por mirar al futuro con confianza, sostenidos por la esperanza cristiana y la fe en el desarrollo de la gracia de Cristo que se difunde en el mundo.
5. Ala luz de esta fe y con la fuerza de esta esperanza, los ancianos pueden descubrir mejor que están destinados a enriquecer a la Iglesia con sus cualidades y riquezas espirituales. En efecto, pueden brindar un testimonio de fe enriquecida por una larga experiencia de vida, un juicio lleno de sabiduría sobre las cosas y las situaciones del mundo, una visión más clara de las exigencias del amor recíproco entre los hombres, y una convicción más serena del amor divino que dirige cada existencia y toda la historia del mundo. Como ya prometía el Salmo 92 a los justos de Israel: "En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es justo" (Sal 92, 15.16).
6. Por lo demás, un análisis sereno de la sociedad contemporánea puede ayudarnos a reconocer que favorece un nuevo desarrollo de la misión de los ancianos en la Iglesia (cfr Christifideles laici, 48). Hoy muchos ancianos conservan buenas condiciones de salud, o las recuperan con más facilidad que en otros tiempos. Por eso, pueden prestar servicio en las actividades de las parroquias o en otras obras.
De hecho, hay ancianos que resultan muy útiles donde pueden ejercitar sus competencias y sus posibilidades concretas. La edad no les impide dedicarse a las necesidades de las comunidades, por ejemplo, en el culto, en la visita a los enfermos o en la ayuda a los pobres. Y también cuando, al avanzar en edad, se ven obligados a reducir o suspender esas actividades, las personas ancianas conservan el compromiso de prestar a la Iglesia la contribución de su oración y de sus posibles achaques aceptados por amor al Señor.
Por último, en nuestra ancianidad, debemos recordar que, con las dificultades de salud y con el deterioro de nuestras fuerzas físicas, nos asociamos de forma particular a Cristo en su pasión y en su cruz. Se puede, por consiguiente, entrar cada vez más profundamente en el misterio del sacrificio redentor y dar el testimonio de la fe en ese misterio, del valor y la esperanza que ese misterio proporciona en las diversas dificultades y pruebas de la vejez.
En la vida del anciano todo puede servir para completar su misión terrena. No hay nada inútil. Más aún, su cooperación, precisamente por ser oculta, es todavía más valiosa para la Iglesia (cfr Christifideles laici, 48).
7. Debemos añadir que también la vejez es un don por el que hemos de dar gracias: un don para el mismo anciano, y un don para la sociedad y para la Iglesia. La vida es siempre un gran don. Más aún, para los fieles seguidores de Cristo, se puede hablar de un carisma especial concedido al anciano para utilizar de modo adecuado sus talentos y sus fuerzas físicas, para su propia felicidad y para el bien de los demás.
Quiera el Señor conceder a todos nuestros hermanos ancianos el don del Espíritu que anunciaba e invocaba el salmista, cuando cantaba: "Envía tu luz y tu verdad: que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada. Que yo me acerque al altar de Dios, al Dios de mi alegría... ¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío" (Sal 43, 3-5). ¡Cómo no recordar que en la versión griega que se suele llamar de los LXX, seguida por la Vulgata latina, el texto original hebreo del versículo 4 se interpretaba y traducía como invocación al Dios "que alegra mi juventud" (Deus, qui laetificat iuventutem meam)! Los sacerdotes de más edad hemos repetido durante muchos años esas palabras del salmo que se rezaba al comienzo de la Misa. Nada impide que en nuestras oraciones y aspiraciones personales, incluso que durante nuestra ancianidad, continuemos invocando y alabando al Dios que alegra nuestra juventud y se suele llamar, con razón, una segunda juventud.