Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

128. JESUCRISTO, CAMINO DE SALVACION PARA TODOS
(31.V.95)

1. Las dificultades que entraña a veces el desarrollo de la evangelización ponen de relieve un problema delicado, cuya solución no ha de buscarse en términos puramente históricos o sociológicos: el problema de la salvación de quienes no pertenecen visiblemente a la Iglesia. No podemos escrutar el misterio de la acción divina en las mentes y en los corazones, para valorar la potencia de la gracia de Cristo cuando toma posesión, en la vida y en la muerte, de aquellos que el Padre le ha dado y que, como él mismo dijo, no quiere perder. Lo vemos repetido en una de las lecturas evangélicas propuestas para la Misa de difuntos (cfr Jn 6, 39-40).
Sin embargo, como escribí en la encíclica Redemptoris Missio, no se puede limitar el don de la salvación "a los que, de modo explícito, creen en Cristo y han entrado en la Iglesia. Si es destinada a todos, la salvación debe estar en verdad a disposición de todos". Y, admitiendo que a mucha gente le resulta concretamente imposible tener acceso al mensaje cristiano, añadí: "Muchos hombres no tienen la posibilidad de conocer o aceptar la revelación del Evangelio y de entrar en la Iglesia. Viven en condiciones socioculturales que no se lo permiten y, en muchos casos, han sido educados en otras tradiciones religiosas" (n. 10).
Debemos reconocer que, según lo que entra en la capacidad humana de previsión y conocimiento, esta imposibilidad práctica, al parecer, estaría destinada a durar aún mucho tiempo, quizá incluso hasta el cumplimiento final de la obra de evangelización. Jesús mismo advirtió que sólo el Padre conoce "el tiempo y el momento" que fijó para la instauración de su reino en el mundo (cfr Hch 1, 7).
2. Ahora bien, lo que he dicho antes no justifica la posición relativista de quien considera que en cualquier religión se puede encontrar un camino de salvación, incluso independientemente de la fe en Cristo redentor, y que en esta concepción ambigua debe basarse el diálogo interreligioso. No se encuentra allí la solución conforme al Evangelio del problema de la salvación de quien no profesa el credo cristiano. Por el contrario, debemos sostener que el camino de la salvación pasa siempre por Cristo y que, por tanto, a la Iglesia y a sus misioneros les corresponde la tarea de hacerlo conocer y amar en todo tiempo, en todo lugar y en toda cultura. Fuera de Cristo no hay salvación. Como proclamaba Pedro delante del sanedrín, ya desde el comienzo de la predicación apostólica: "No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 12).
También para quienes, sin culpa, no conocen a Cristo y no se confiesan cristianos, el plan divino ha dispuesto un camino de salvación. Como leemos en el decreto conciliar sobre la actividad misionera ad gentes, creemos que "Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar (...) a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia" a la fe necesaria para la salvación (n. 7). Ciertamente, una valoración humana no puede comprobar ni apreciar la condición sin culpa propia, sino que se ha de dejar únicamente al juicio divino. Por eso, en la constitución Gaudium et spes, el Concilio declara que en el corazón de todo hombre de buena voluntad "actúa la gracia de modo invisible", y que el "Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual" (n. 22).
3. Es importante subrayar que el camino de la salvación que recorren quienes desconocen el Evangelio no es un camino fuera de Cristo y de la Iglesia. La voluntad salvífica universal está vinculada a la única mediación de Cristo. Lo afirma la Primera Carta a Timoteo: "Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos" (1Tm 2, 3-6). Lo proclama San Pedro cuando dice que "en ningún otro está la salvación", y llama a Jesús "piedra angular" (Hch 4, 11-12), poniendo de relieve el papel necesario de Cristo como fundamento de la Iglesia.
Esta afirmación de la unicidad del Salvador tiene su origen en las mismas palabras del Señor, quien afirma que vino "para dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45), es decir, por la humanidad, como explica San Pablo cuando escribe: "Uno murió por todos" (2Co 5, 14; cfr Rm 5, 18). Cristo ha obtenido la salvación universal con la entrega de su propia vida: Dios no ha establecido a ningún otro mediador como salvador. El valor único del sacrificio de la cruz ha de reconocerse siempre en el destino de todo hombre.
4. Dado que Cristo actúa la salvación mediante su cuerpo místico, que es la Iglesia, el camino de la salvación está ligado esencialmente a la Iglesia. El axioma extra Ecclesiam nulla salus -"fuera de la Iglesia no hay salvación"-, que enunció San Cipriano (Epist. 73, 21: PL 1123 AB), pertenece a la tradición cristiana y fue introducido en el IV Concilio de Letrán (DS 802), en la bula Unam sanctam, de Bonifacio VIII (DS 870) y en el Concilio de Florencia (Decretum pro jacobitis, DS 1351).
Este axioma significa que quienes saben que la Iglesia fue fundada por Dios a través de Jesucristo como necesaria tienen la obligación de entrar y perseverar en ella para obtener la salvación (cfr Lumen gentium, 14). Por el contrario, quienes no han recibido el anuncio del Evangelio, como escribí en la encíclica Redemptoris missio, tienen acceso a la salvación a través de caminos misteriosos, dado que se les confiere la gracia divina en virtud del sacrificio redentor de Cristo, sin adhesión externa a la Iglesia, pero siempre en relación con ella (cfr n. 10). Se trata de una relación misteriosa: misteriosa para quienes la reciben, porque no conocen a la Iglesia y, más aún, porque a veces la rechazan externamente; y misteriosa también en sí misma, porque está vinculada al misterio salvífico de la gracia, que implica una referencia esencial a la Iglesia fundada por el Salvador.
La gracia salvífica, para actuar, requiere una adhesión, una cooperación, un si a la entrega divina. Al menos implícitamente, esa adhesión está orientada hacia Cristo y la Iglesia. Por eso se puede afirmar también sine Ecclesia nulla salus "sin la Iglesia no hay salvación"-: la adhesión a la Iglesia-Cuerpo místico de Cristo, aunque sea implícita y, precisamente, misteriosa, es condición esencial para la salvación.
5. Las religiones pueden ejercer una influencia positiva en el destino de quienes las profesan y siguen sus indicaciones con sinceridad de espíritu. Pero si la acción decisiva para la salvación es obra del Espíritu Santo, debemos tener presente que el hombre recibe sólo de Cristo, mediante el Espíritu Santo, su salvación. Ésta comienza ya en la vida terrena, que la gracia, aceptada y correspondida, hace fructuosa, en sentido evangélico, para la tierra y para el cielo.
De aquí la importancia del papel indispensable de la Iglesia, que "no es fin para sí misma, sino fervientemente solícita de ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo, y toda igualmente de los hombres, entre los hombres y para los hombres". Un papel que no es, pues, eclesiocéntrico, como a veces se ha dicho. En efecto, la Iglesia no existe ni trabaja para sí misma, sino que está al servicio de una humanidad llamada a la filiación divina en Cristo (cfr Redemptoris Missio, 19). Así pues, ejerce una mediación implicita también con respecto a quienes no conocen el Evangelio.
Ahora bien, esto no debe llevar a la conclusión de que su actividad misionera es menos necesaria en esas circunstancias. Al contrario: quien no conoce a Cristo, aunque no tenga culpa, se encuentra en una situación de oscuridad y carestía espiritual, que a menudo tiene también consecuencias negativas en el plano cultural y moral. La acción misionera de la Iglesia puede ofrecerle las condiciones para el desarrollo pleno de la gracia salvadora de Cristo, proponiéndole la adhesión plena y consciente al mensaje de la fe y la participación activa en la vida eclesial mediante los sacramentos.
Ésta es la línea teológica tomada de la tradición cristiana. El magisterio de la Iglesia la ha seguido en la doctrina y en la praxis como camino marcado por Cristo mismo para los Apóstoles y para los misioneros de todos los tiempos.