PAPA JUAN PABLO II A
LOS PARTICIPANTES EN EL

CONGRESO PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS
CELEBRADO EN RIMINI EN AGOSTO DE 1999

Jesús ha superado victoriosamente la barrera
contra la cual fracasa todo esfuerzo humano: la muerte

Excelencia reverendísima:

La cita anual del Congreso para la amistad entre los pueblos, que ha llegado a su XX edición, no dejará de suscitar en quienes tomen parte en él un renovado impulso apostólico. Desde esta perspectiva, el Santo Padre confía a su excelencia la misión de expresar a los organizadores y a los participantes sus sentimientos de estima y aprecio por el compromiso que los anima, asegurándoles su recuerdo en la oración, para que esa iniciativa pueda dar copiosos frutos de bien.

El tema que el Congreso ha propuesto para esta edición, "Lo desconocido engendra miedo, el Misterio engendra admiración", trae a la memoria las primeras palabras de Jesús resucitado: "No tengáis miedo" (Mt 28, 10), o las del ángel a las mujeres que van al sepulcro: "No os asustéis" (Mc 16, 6). Jesucristo es el Misterio que no sólo se ha hecho cercano al hombre, sino que también ha vencido, de modo radical y de una vez para siempre, el miedo. En efecto, él nos ha dado a conocer lo desconocido, siendo el Misterio que se nos ha revelado. Cristo ha vencido el miedo a lo desconocido, porque ha vencido la muerte, quitándole su aguijón letal (cf. 1Co 15, 55-56). Gracias a la difusión en el mundo de este admirable anuncio, Cristo muerto y resucitado por la humanidad, ha surgido la posibilidad de una construcción plenamente humana de la vida personal, familiar y social.

Al final de este milenio, el hombre, en las más diversas culturas, no logra ocultar su preocupación frente a los desafíos del nuevo siglo que viene. Un síntoma de este malestar puede vislumbrarse en los nuevos sincretismos religiosos, que van surgiendo en diferentes partes del mundo. Prometen armonía y paz como resultado de una voluntad renovada del hombre de salvarse por sí mismo, reconciliándose con la naturaleza maltratada, con el propio mal y con los demás hombres. En realidad, esta promesa se muestra incapaz de alejar la angustia que nace de una vida en la que todo aparece confiado al afán de un "hacer", preocupado por mil cosas, pero que al final se olvida de la meta última. Con el propósito de mejorarse a sí mismo a través de las técnicas y las tecnologías, el hombre ha dejado a un lado los grandes interrogantes de todos los tiempos, los grandes deseos de justicia, belleza y verdad. Así, se ha creado una armonía artificial y frágil, que entra en crisis apenas vuelven a presentarse fenómenos oscuros como la guerra, las grandes injusticias sociales, las desgracias personales y las calamidades naturales. Vuelven a surgir entonces miedos atávicos, y para conjurarlos se buscan muchos tipos de escapatorias. Algunos movimientos artísticos, por ejemplo, se refugian en lo abstracto y virtual, mientras que cierta ideología científica propone un superhombre capaz de autogenerarse y mejorarse hasta llegar a una pretendida perfección. Pero precisamente de dichas escapatorias vuelven a surgir, agigantados, los problemas: pensemos, por ejemplo, en la biogenética y en los dramáticos interrogantes planteados por ella, con los consiguientes y legítimos miedos que despiertan.

Muchas veces el Santo Padre ha puesto en guardia contra estas peligrosas ilusiones, recordando al científico que "la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio" (Discurso con ocasión del VI centenario de la fundación de la Universidad Jaguellónica de Cracovia, 8 de junio de 1997, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de junio de 1997, p. 10).

Hoy, además, no son pocos los que, habiendo perdido también las últimas huellas del acontecimiento admirable de la Resurrección, eligen como escape la vuelta a la superstición, e intentan vencer el sentimiento de soledad y de miedo al futuro mediante el recurso a horóscopos, astrólogos, magos y sectas esotéricas. Se trata de usos muy parecidos a los del mundo pagano del siglo IV. San Agustín ya alertaba contra los promotores de esas prácticas y, desenmascarando el carácter ilusorio de sus previsiones y cálculos, recordaba las palabras de la Escritura: "Pues si llegaron a adquirir tanta ciencia que les capacitó para indagar el mundo, ¿cómo no llegaron primero a descubrir a su Señor?" (Sb 13, 9).

En la encíclica Fides et Ratio Juan Pablo II recordó que cada hombre está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. Es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece. En cada expresión de su vida, lleva consigo algo que lo diferencia del resto de la creación: su constante apertura al misterio y su inagotable deseo de conocer. En consecuencia, toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina" (n. 71).

¿Por qué, entonces, abandonar el verdadero camino? ¿Por qué no reconocer lo que más necesita el hombre? No se trata del propósito titánico de superar los propios límites, sino del abandono confiado en los brazos de aquel que dijo: "¡Ánimo!, soy yo; no tengáis miedo" (Mt 14, 27), revelándose como el Misterio bueno y haciéndose amigo del hombre hasta la entrega total de sí. Al contemplarlo, se comprende bien que el origen de todo es el amor: éste es el Misterio que crea y gobierna el universo entero.

Sólo recorriendo este camino es posible vencer la inseguridad, que es el origen de tanta violencia entre los hombres. Sólo así toda investigación sobre el hombre puede afrontar sin desaliento los aspectos misteriosos de acontecimientos que, de otro modo, producirían angustia y que, por el contrario, pueden abrir a la admiración reflexiva y agradecida. La experiencia enseña cuán insustituible es para la humanidad aquel que "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre" (Gaudium et spes, 22).

Su Santidad desea de corazón que los participantes en el Congreso para la amistad entre los pueblos, profundizando juntos en el conocimiento de las grandes posibilidades que surgen de la acogida del misterio de Cristo, testimonien ante el mundo, liberados del temor de la caducidad y de la muerte, cómo se puede constituir una nueva unidad más allá de las fronteras y las divisiones sociales, sin temer nada, porque Jesús ha superado victoriosamente la barrera contra la cual fracasa todo esfuerzo humano: la barrera de la muerte.

Al encomendar a Dios, por intercesión de la santísima Virgen, los trabajos del Congreso, el Santo Padre imparte de corazón a su excelencia y a todos los participantes la propiciadora bendición apostólica.

También yo deseo que ese encuentro dé todos los frutos espirituales anhelados, y aprovecho esta circunstancia para confirmarle mi estima.

(O. R  e. e  27-VIII-1999)