Jueves Santo 1984, en el Jubileo de los sacerdotes
(7-III-1984)
Queridísimos hermanos en la gracia del sacerdocio:
Al acercarse el Jueves Santo, día en el que a cada uno de nosotros se nos invita a pensar de nuevo, llenos de gratitud y conmoción, en el don inestimable que Cristo nos ha otorgado, siento la necesidad de dirigirme a vosotros para testimoniaros el sincero afecto y la viva solicitud con que os sigo, con el pensamiento y la oración, en vuestras diarias fatigas al servicio de la grey del Señor.
El pasado 23 de febrero he tenido la dicha de celebrar el Jubileo de la Redención con un vasto grupo de sacerdotes llegados a Roma desde todas las partes del mundo. Ha sido una bellísima experiencia, que ha suscitado en mi ánimo una profunda emoción cuyo eco perdura en mí con toda su intensidad. Deseando hacer partícipes –de algún modo– de ese acontecimiento de comunión a todos los "administradores de los misterios de Dios" (1Co 4, 1), he pensado enviaros el texto de la homilía que pronuncié en aquella circunstancia.
Deseo que lo que entonces dije sirva a cada uno de vosotros de espiritual consuelo, reavivando en vuestros corazones el propósito de perseverar generosamente en la vocación de ministros del amor misericordioso de Dios. Os sostenga también mi bendición, que con particular cariño os imparto en Cristo Jesús.
Ciudad del Vaticano, 7 de marzo de 1984.
Joannes Paulus PP. II
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Homilía en la Misa por el Jubileo de los sacerdotes (23-II-1984)
1. "El Espíritu del Señor, Yavé, está sobre mí,
pues Yavé me ha ungido,
me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos
y sanar a los de quebrantado corazón,
para anunciar la libertad de los cautivos
y la liberación de los encarcelados.
Para publicar el año de gracia de Yavé" (Is 61, 1).
Amadísimos hermanos en la gracia del sacerdocio.
Hace un año me dirigía a vosotros mediante la Carta para el Jueves Santo de 1983, pidiéndoos anunciar, junto conmigo y con todos los obispos de la Iglesia, el Año de la Redención: el Jubileo extraordinario, el Año de gracia del Señor.
Hoy deseo agradeceros cuanto habéis hecho para que este Año, que nos recuerda el 1950º aniversario de la Redención, se convirtiera verdaderamente en "el año de gracia del Señor", el Año Santo. Y a la vez, al encontrarme con vosotros en esta concelebración, en la que culmina vuestra peregrinación a Roma con ocasión del Jubileo, deseo renovar y profundizar en unión con vosotros la conciencia del misterio de la Redención, que es el manantial vivo y vivificador del sacerdocio sacramental, del que cada uno de nosotros participa.
En vosotros, aquí llegados no sólo de Italia, sino también de otros Países y Continentes, veo a todos los sacerdotes: a todo el Presbiterio de la Iglesia universal. Y a todos me dirijo con el aliento y la exhortación de la Carta a los Efesios: "... os exhorto yo... a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados" (Ef 4, 1).
Es necesario que nosotros también –llamados a servir a los demás en la renovación espiritual del Año de la Redención– nos renovemos, mediante la gracia de este Año, en nuestra hermosa vocación.
2. "Cantaré siempre las piedades de Yavé"
Este versículo del Salmo responsorial (Sal 89, 2) de la liturgia de hoy nos recuerda que somos de modo especial "ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Co 4, 1), que somos hombres de la divina economía de salvación, que somos un "instrumento" consciente de la gracia, o sea, de la acción del Espíritu Santo con el poder de la Cruz y Resurrección de Cristo.
¿Qué es esta economía divina? ¿Qué es la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, gracia que Él ha querido unir sacramentalmente a nuestra vida sacerdotal y a nuestro servicio sacerdotal, aunque sea ofrecida por hombres tan pobres e indignos? La gracia, como proclama el Salmo de la liturgia de hoy, es un testimonio de la fidelidad de Dios mismo a aquel Amor eterno con el que Él ha amado la creación, y particularmente al hombre, en su Hijo eterno.
Dice el Salmo: "Porque dijiste: La piedad es eterna. Cimentaste en los cielos tu fidelidad" (Sal 89, 3).
Esta fidelidad de su Amor –del Amor misericordioso– es la fidelidad a la Alianza que Dios ha realizado, desde el comienzo, con el hombre y que ha renovado muchas veces, a pesar de que el hombre con frecuencia no haya sido fiel a ella.
La gracia es por consiguiente un puro don del Amor, que sólo en el mismo Amor, y no en otra cosa, encuentra su razón y motivo.
El Salmo exalta la Alianza que Dios ha estrechado con David y al mismo tiempo, a través de su contenido mesiánico, revela cómo aquella Alianza histórica es solamente una etapa y un anuncio previo a la alianza perfecta en Jesucristo: "Él me invocará, diciendo: Tú eres mi Padre, / mi Dios y la Roca de mi salvación" (Sal 89, 27).
La gracia, como don, es el fundamento de la elevación del hombre a la dignidad de hijo adoptivo de Dios en Cristo, Hijo Unigénito.
"Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán / por mi nombre y crecerá su poder" (Sal 89, 25).
Precisamente este poder que nos hace hijos de Dios (esos hijos de los que habla el prólogo del Evangelio de San Juan), todo el poder salvífico ha sido otorgado a la humanidad en Cristo, mediante la Redención, la Cruz y la Resurrección. Y nosotros –siervos de Cristo– somos sus administradores.
El sacerdote es el hombre de la economía salvífica.
El sacerdote es el hombre plasmado por la gracia.
El sacerdote es el administrador de la gracia.
3. "Cantaré siempre los piedades de Yavé"
Precisamente ésta es nuestra vocación. En esto consiste la peculiaridad y la originalidad de la vocación sacerdotal. Está arraigada de manera especial en la misión de Cristo mismo, de Cristo Mesías.
"El Espíritu del Señor, Yavé, está sobre mí,
pues Yavé me ha ungido,
me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos
y sanar a los de quebrantado corazón,
para anunciar la libertad de los cautivos
y la liberación de los encarcelados...
para consolar a todos los tristes" (Is 61, 1o).
Precisamente en lo íntimo de esta misión mesiánica de Cristo Sacerdote está arraigada también nuestra vocación y misión: vocación y misión de sacerdotes de la Nueva y Eterna Alianza. Es la vocación y la misión de los mensajeros de la Buena Nueva;
– de los que tienen que curar las heridas de los corazones humanos;
– de los que tienen que proclamar la liberación en medio de múltiples aflicciones, en medio del mal que de tantas maneras "tiene" esclavizado al hombre;
– de los que tienen que consolar a los afligidos.
Ésta es nuestra vocación y misión de servidores. Nuestra vocación, queridos hermanos, encierra en sí un gran y fundamental servicio respecto de cada hombre. Ninguno puede prestar este servicio en lugar nuestro. Ninguno puede sustituirnos. Debemos alcanzar con el sacramento de la Nueva y Eterna Alianza las raíces mismas de la existencia humana sobre la tierra.
Debemos, día tras día, introducir en ella la dimensión de la Redención y de la Eucaristía.
Debemos reforzar la conciencia de la filiación divina mediante la gracia. ¿Qué perspectiva más alta y qué destino más excelso podría tener el hombre?
Debemos finalmente administrar la realidad sacramental de la reconciliación con Dios y de la sagrada Comunión, en la que se sale al encuentro de la más profunda aspiración del "insaciable" corazón humano.
Verdaderamente nuestra unción sacerdotal está enraizada profundamente en la misma unción mesiánica de Cristo.
Nuestro sacerdocio es ministerial. Sí, debemos servir. Y "servir" significa llevar al hombre a los fundamentos mismos de su humanidad, al meollo más profundo de su dignidad.
Precisamente allí debe resonar –mediante nuestro servicio– el "canto de alabanza en vez de un espíritu abatido", para usar una vez más las palabras del texto de Isaías (61, 3).
4. Amadísimos hermanos: Redescubramos, día a día y año tras año el contenido y la esencia, verdaderamente inefables, de nuestro sacerdocio en las profundidades del misterio de la Redención. Yo deseo que a esto ayude de modo particular el Año en curso del Jubileo extraordinario.
Abramos cada vez más ampliamente los ojos –la mirada del alma– para comprender mejor lo que quiere decir celebrar la Eucaristía, el Sacrificio de Cristo mismo, confiado a nuestros labios y a nuestras manos de sacerdotes en la comunidad de la Iglesia.
Abramos cada vez más ampliamente los ojos –la mirada del alma– para comprender mejor lo que significa perdonar los pecados y reconciliar las conciencias humanas con el Dios infinitamente Santo, con el Dios de la Verdad y del Amor.
Abramos cada vez más ampliamente los ojos –la mirada del alma– para comprender mejor lo que quiere decir actuar "in persona Christi", en el nombre de Cristo: actuar con su poder, con el poder que, en definitiva, se arraiga en la realidad salvífica de la Redención.
Abramos cada vez más ampliamente los ojos –la mirada del alma– para comprender mejor lo que es el misterio de la Iglesia. ¡Somos hombres de Iglesia!
"Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios Padre de todos, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo" (Ef 4, 4).
Por tanto: esforzaos "en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz" (Ef 4, 3). Sí. Precisamente esto depende, de manera particular, de vosotros: "mantener la unidad del Espíritu".
En una época de grandes tensiones, que sacuden el cuerpo terreno de la humanidad, el servicio más importante de la Iglesia nace de la "unidad del Espíritu", a fin de que no sólo no sufra ella misma una división desde fuera, sino que además reconcilie y una a los hombres en medio de las contrariedades que se acumulan en torno a ellos mismos en el mundo actual.
Hermanos míos: a cada uno de vosotros "ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo... para la edificación del cuerpo de Cristo" (Ef 4, 7.12). ¡Seamos fieles a esta gracia! ¡Seamos heroicamente fieles a ella!
Hermanos míos: el don de Dios ha sido grande para con nosotros, para cada uno de nosotros. Tan grande que todo sacerdote puede descubrir dentro de sí los signos de una predilección divina.
Cada uno conserve fundamentalmente su don con toda la riqueza de sus expresiones; también el don magnífico del celibato voluntariamente consagrado al Señor –y de Él recibido– para nuestra santificación y para la edificación de la Iglesia.
5. Jesucristo está en medio de nosotros y nos dice: "Yo soy el buen Pastor " (Jn 11, 14).
Es precisamente Él quien nos ha "constituido" pastores también a nosotros. Y es Él quien recorre todas las ciudades y pueblos (cf. Mt 9, 35), a donde somos enviados para desarrollar nuestro servicio sacerdotal y pastoral.
Es Él, Jesucristo, quien enseña, predica el evangelio del Reino y cura toda enfermedad del hombre (cf. Mt 9, 35), a cualquier lugar adonde somos enviados para el servicio del Evangelio y la administración de los sacramentos.
Es precisamente Él, Jesucristo, quien siente continuamente compasión de las multitudes y de cada hombre cansado y rendido, como "ovejas sin pastor" (cf. Mt 9, 36). Queridos hermanos, en esta asamblea litúrgica pidamos a Cristo una sola cosa: que cada uno de nosotros sepa servir mejor, más límpida y eficazmente, su presencia de Pastor en medio de los hombres en el mundo actual.
Esto es también muy importante para nosotros, a fin de que no nos entre la tentación de la "inutilidad", es decir, la de sentirnos no necesarios. Porque no es verdad. Somos más necesarios que nunca, porque Cristo es más necesario que nunca. ¡El Buen Pastor es necesario más que nunca!
Nosotros tenemos en la mano –precisamente en nuestras "manos vacías"– la fuerza de los medios de acción que nos ha dado el Señor.
Pensad en la Palabra de Dios, más tajante que una espada de doble filo (cf. Hb 4, 12); pensad en la oración litúrgica, particularmente en la de las Horas, en la que Cristo mismo pide con nosotros y por nosotros; y pensad en los sacramentos, en particular en el de la Penitencia, verdadera tabla de salvación para tantas conciencias, meta hacia la que tienden tantos hombres de nuestro tiempo. Conviene que los sacerdotes den nuevamente gran importancia a este sacramento, para la propia vida espiritual y para la de los fieles.
Es cierto, amadísimos hermanos: con el buen uso de estos "pobres medios" (pero divinamente poderosos), veréis florecer en vuestro camino las maravillas de la infinita misericordia.
¡Incluso el don de nuevas vocaciones!
Con tal conciencia, en esta oración común, escuchemos de nuevo las palabras del Maestro, dirigidas a sus discípulos: "La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37-38).
¡Cuánta actualidad tienen estas palabras también en nuestra época!
Roguemos, pues. Que pida con nosotros toda la Iglesia. Y que en esta oración se manifieste la conciencia, renovada por el Jubileo, del misterio de la Redención.