Jueves Santo 1991, sobre la necesidad de vocaciones sacerdotales y su formación
(10-III-1991)

¡Venerados y queridos hermanos en el sacerdocio ministerial de Cristo!
1. "El Espíritu del Señor está sobre mí" (Lc 4, 18; cf. Is 61, 1). Mientras estamos recogidos en las catedrales de nuestras diócesis, alrededor del obispo, para la liturgia de la Misa crismal, escuchamos estas palabras pronunciadas por Cristo en la sinagoga de Nazaret. Al presentarse por primera vez ante la comunidad de su pueblo de origen, Jesús lee en el libro del profeta Isaías las palabras del anuncio mesiánico: "El Espíritu del Señor está sobre mí; por esto me ha consagrado con la unción y me ha enviado" (Lc 4, 18). En su significado inmediato, estas palabras indican la misión profética, del Señor, como anunciador de la Buena Noticia; pero podemos aplicarlas a la gracia multiforme que nos comunica.
La renovación de las promesas sacerdotales, el día de Jueves Santo, va unida al rito de la bendición de los Santos Óleos, los cuales, en algunos sacramentos de la Iglesia, expresan aquella unción del Espíritu Santo, que emana de la plenitud de Cristo. La unción con el Espíritu Santo pone en acción primeramente el don sobrenatural de la gracia santificante, mediante el cual el hombre se hace partícipe, en Cristo, de la naturaleza divina y de la vida de la Santísima Trinidad. Tal donación constituye en cada uno de nosotros la fuente interior de la vocación cristiana, y de toda vocación dentro de la comunidad de la Iglesia, como Pueblo de Dios de la Nueva Alianza.
En este día miramos, pues, a Cristo, que es la plenitud, la fuente y el modelo de todas las vocaciones, en particular al servicio sacerdotal, en cuanto participación peculiar en su sacerdocio mediante el carácter del sacramento del Orden.
Solamente en Él se da la plenitud de la unción, la plenitud del don –que es para todos y para cada uno. Es inagotable. En los comienzos del Triduo Sacro, cuando la Iglesia entera, a través de la liturgia, se adentra de manera especial en el misterio pascual de Cristo, nosotros leemos ahí cuán profunda es nuestra vocación, que es ministerial y debe ser vivida a ejemplo del Maestro quien, antes de la Última Cena, lava los pies a los Apóstoles.
De la plenitud del don del Padre que hay en Él y que por mediación suya es otorgado al hombre, Cristo instituirá durante esta misma Cena el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, bajo las especies de pan y de vino, y lo pondrá confiadamente –el sacramento de la Eucaristíaen manos de los Apóstoles y, por mediación de ellos, en manos de la Iglesia, para todos los tiempos, hasta su venida definitiva en la gloria.
En virtud del Espíritu Santo, operante en la Iglesia desde el día de Pentecostés, este sacramento, a través de la larga serie de las generaciones sacerdotales, se nos ha confiado también a nosotros en el momento presente de la historia del hombre y del mundo que, en Cristo, se ha convertido ya para siempre en historia de la salvación.
Cada uno de nosotros, queridos hermanos, ha de repasar hoy con su mente y con el corazón en la mano la propia vía hacia el sacerdocio y, después, la vía seguida en el sacerdocio, que es la vía de la vida y del servicio, que nos ha venido del Cenáculo. Todos recordamos el día y la hora en que, después de haber recitado juntos las Letanías de los Santos, postrados sobre el pavimento del templo, el obispo impuso sus manos sobre cada uno de nosotros, en profundo silencio. Desde los tiempos apostólicos, la imposición de manos es el signo de la transmisión del Espíritu Santo, el cual es, en sí mismo, supremo artífice de la santa potestad sacerdotal: autoridad sacramental y ministerial. Toda la liturgia del Triduum Sacrum nos acerca al misterio pascual, en el cual esta autoridad tiene su comienzo para ser servicio y misión: aquí podemos aplicar las palabras del Libro de Isaías (cf. Is 61, 1), pronunciadas por Jesús en la sinagoga de Nazaret. "El Espíritu del Señor está sobre mí; por esto me ha consagrado con la unción y me ha enviado".
2. Venerados y queridos hermanos: al escribiros el año pasado para el día de Jueves Santo, trataba de orientar vuestra atención hacia la asamblea del Sínodo de los Obispos que iba a ser dedicada a la "formación sacerdotal". La asamblea tuvo lugar en el pasado mes de octubre y ahora mismo se está preparando, con la colaboración del Consejo de la Secretaría del Sínodo, la publicación del correspondiente documento.
Antes de que este texto sea publicado, ya hoy quiero anticiparos que el Sínodo ha sido una gracia extraordinaria. Eclesialmente, todo Sínodo supone siempre una gracia de especial ejercicio de la colegialidad del episcopado de toda la Iglesia. Esta vez, la experiencia ha sido de una riqueza singular, debido a que, efectivamente, en esta asamblea sinodal han tomado la palabra los obispos de países donde, por así decirlo, la Iglesia acaba de salir de las catacumbas.
Otra gracia del Sínodo ha sido una nueva madurez por lo que se refiere a la visión del servicio sacerdotal dentro de la Iglesia: una madurez a medida de los tiempos en que se está desplegando nuestra misión. Una madurez que se expresa como una honda lectura de la esencia misma del sacerdocio sacramental –y por tanto también de la vida personal de cada sacerdote, esto es, de su participación en el misterio salvífico de Cristo: "Sacerdos alter Christus". Es ésta una expresión que nos está indicando cuán necesario sea partir de Cristo para leer la realidad sacerdotal. Solamente así podemos corresponder plenamente a la verdad sobre el sacerdote, el cual, "tomado de entre los hombres, es constituido para intervenir a favor de los hombres en sus relaciones con Dios" (Hb 5, 1). La dimensión humana del servicio sacerdotal, para ser plenamente auténtica, necesita estar enraizada en Dios. En efecto, a través de todo eso en que ella interviene "a favor de los hombres", tal servicio "se relaciona con Dios", es decir, acrecienta la múltiple riqueza de esta relación. De ahí que, si no hace un esfuerzo por corresponder a la "unción con el espíritu del Señor", por la que es constituido en el sacerdocio ministerial, el sacerdote no puede dar satisfacción a las esperanzas que los hombres –la Iglesia y el mundo– relacionan justamente con él.
Todo esto está en estrecha conexión con la cuestión de la identidad sacerdotal. Es difícil decir por qué razones, en el período postconciliar, la conciencia de esta identidad se ha vuelto incierta en algunos ambientes. Esto podía depender de una lectura impropia del Magisterio conciliar de la Iglesia en el contexto de ciertas premisas ideológicas extrañas a la Iglesia y de ciertas tendencias que provienen del ambiente cultural. Da la impresión de que en los últimos tiempos –aunque tales premisas y tendencias siguen teniendo fuerza– se está dando una significativa transformación dentro de las mismas Comunidades eclesiales. Los seglares sienten la insoslayable necesidad de sacerdotes como condición de su vida propia y de su propio apostolado. A su vez, esta necesidad se hace notar, es más, se vuelve más impelente, en múltiples situaciones, debido a la falta o al número insuficiente de ministros para dispensar los misterios de Dios. Esto afecta también, bajo otros aspectos, a las tierras de la primera evangelización, tal como se expone en la reciente Encíclica sobre las misiones.
Esta necesidad de sacerdotes –fenómeno variadamente en crecimiento– deberá ayudar a superar la crisis de la identidad sacerdotal. La experiencia de los últimos decenios demuestra cada vez más claramente, cuánta necesidad hay de sacerdotes en la Iglesia y en el mundo, y esto no ya en una forma "laicizada" sino precisamente en aquella que se desprende del Evangelio y de la rica Tradición de la Iglesia. El Magisterio del Concilio Vaticano II da expresión y, a la vez, corrobora esta Tradición en el sentido de una oportuna puesta al día ("accommodata renovatio"); en este mismo rumbo se han orientado en sus intervenciones los participantes en el último Sínodo, así como los representantes de los sacerdotes, invitados de varias partes del mundo.
El proceso de renacimiento de las vocaciones sacerdotales suple sólo parcialmente la falta de sacerdotes. Y aunque, a escala global, este proceso es positivo, sin embargo se dan desproporciones entre las diversas partes de la comunidad de la Iglesia en todo el mundo. El cuadro se presenta bastante diversificado.
En ocasión del Sínodo este cuadro ha sido sometido a los más pormenorizados análisis, no sólo con fines de estadística, sino también con miras a un posible "intercambio de dones", esto es, de ayuda recíproca. La oportunidad de esta ayuda se impone por sí misma, ya que, como es sabido, hay lugares donde existe un solo sacerdote para pocos centenares de fieles y, en cambio, hay otros en que un sacerdote ha de atender a diez mil e incluso a un número todavía mayor. A este respecto quisiera recordar algunas expresiones del Decreto del Concilio Vaticano II sobre "el ministerio y la vida sacerdotal: "El don espiritual que los presbíteros han recibido en la Ordenación no les prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta lo último de la tierra (Hch 1, 8). Recuerden, pues, los presbíteros que a ellos les incumbe la solicitud por todas las Iglesias" (Presbyterorum Ordinis, n. 10). La angustiosa falta de sacerdotes en algunas regiones hace hoy más actuales que nunca estas palabras del Concilio. Espero que, sobre todo en las Diócesis más ricas de clero, sean meditadas seriamente y actuadas de la manera más generosa posible.
De todos modos, por doquiera y en cualquier lugar, es indispensable la oración para que "el Padre de la mies envíe obreros a su mies" (cf. Mt 9, 38). Ésta es la oración por las vocaciones y es también la oración por todo sacerdote para que consiga una madurez cada día mayor en su vocación: en su vida y en su ministerio. Esta madurez contribuye de modo especial al aumento de las vocaciones. Simplemente hay que amar el propio sacerdocio, hay que comprometerse uno a sí mismo, para que de esta manera la verdad sobre el sacerdocio ministerial se haga atrayente para los demás. En la vida de cada uno de nosotros debe ser leíble el misterio de Cristo, de donde arranca el "sacerdos" como "alter Christus".
3. Al despedirse de los Apóstoles en el Cenáculo, Jesucristo les prometió el Paráclito, otro Consolador, el Espíritu Santo, "que procede del Padre y del Hijo". Así dijo en efecto: "Os conviene que Yo me vaya. Porque, si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; y si me voy, os lo enviaré" (Jn 16, 7). En concreto, estas palabras ponen de especial relieve la relación existente entre la Última Cena y Pentecostés. A costa de su "despedida", por el sacrificio de la cruz en el Calvario (e incluso antes de la "despedida" para volver al Padre, cuarenta días después de la resurrección), Cristo permanece en la Iglesia: permanece mediante el poder del Paráclito, del Espíritu Santo que "da la vida" (Jn 6, 63). Es el Espíritu Santo quien "da" esta vida divina; vida que, en el misterio pascual de Cristo, se ha revelado más poderosa que la muerte; vida que ha comenzado, con la resurrección de Cristo, en la historia del hombre.
El sacerdocio está totalmente al servicio de esta vida: da testimonio de ella mediante el servicio de la Palabra, la crea, la regenera y multiplica, mediante el servicio de los sacramentos. El propio sacerdote vive antes que nada de esta vida, la cual es la fuente más profunda de su madurez sacerdotal y también la garantía de fecundidad espiritual para todo su servicio. El sacramento del Orden imprime en el alma del sacerdote un carácter particular, el cual, una vez recibido, permanece en él como fuente de la gracia sacramental, de todos los dones y carismas que corresponden a la vocación al servicio sacerdotal en la Iglesia.
La liturgia del Jueves Santo es un momento especial del año, en el que podemos y debemos renovar y reavivar dentro de nosotros la gracia sacramental del sacerdocio. Lo hacemos en unión con el obispo y con todo el Presbiterio, teniendo ante los ojos la realidad misteriosa del Cenáculo: la del Jueves Santo y la de Pentecostés. Entrando en las profundidades divinas del sacrificio de Cristo, nos abrimos al mismo tiempo al Espíritu Santo Paráclito, cuyo don es nuestra participación característica en el único sacerdocio de Cristo, el eterno Sacerdote. Es por obra del Espíritu Santo como podemos obrar "in persona Christi", cuando celebramos la Eucaristía y cuando ejercemos todos los servicios sacramentales para la salvación de los demás.
Nuestro testimonio de Cristo es a menudo muy imperfecto y defectuoso. ¡Qué consuelo para nosotros estar seguros de que fundamentalmente es Él, el Espíritu de verdad, el que da testimonio de Cristo! (cf. Jn 15, 26). ¡Ojalá nuestro testimonio humano se abra, por encima de todo, a su testimonio! En efecto, Él mismo "escruta las profundidades de Dios" (cf. 1Co 2, 10), y solamente Él puede acercar estas "profundidades", estas "grandezas de Dios" (cf. Hch 2, 11) a las mentes y a los corazones de los hombres, a los cuales somos enviados como servidores del Evangelio de la salvación. Cuanto más sintamos que nos rebasa nuestra misión, tanto más debemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo. Especialmente cuando la resistencia de las mentes y de los corazones, la resistencia de una civilización generada bajo el influencia del "espíritu del mundo" (cf. 1Co 2, 12), se hace particularmente perceptible y fuerte.
"El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza... intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rm 8, 26). No obstante la resistencia de las mentes, de los corazones y de la civilización impregnada del "espíritu del mundo", sin embargo perdura en toda la creación "la espera", de la que habla el Apóstol en la Carta a los Romanos: "Toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente" (Rm 8, 22), "para ser admitida a la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rm 8, 21). ¡Que esta visión paulina no abandone nunca nuestra conciencia sacerdotal y que nos sirva de apoyo para nuestra vida y nuestro servicio! Entonces comprenderemos por qué el sacerdote es necesario para el mundo y para los hombres.
4. "El Espíritu del Señor está sobre mí". Antes de que llegue a vuestras manos el texto de la Exhortación postsinodal sobre el tema de la formación sacerdotal, os ruego que acojáis, venerados y queridos hermanos en el sacerdocio ministerial, esta Carta del Jueves Santo. Sea ella el signo y la expresión de la comunión que nos une a todos, obispos y sacerdotes, y también diáconos, mediante un vínculo sacramental. Que ella nos ayude a seguir con la fuerza del Espíritu Santo a Cristo Jesús, "autor y perfeccionador de la fe" (Hb 12, 2).
Con mi Bendición Apostólica.
Vaticano, a 10 de marzo, domingo cuarto de Cuaresma del año 1991, decimotercero de Pontificado.
Joannes Paulus PP. II