2REYES

2R 2-13 Los relatos proféticos recogidos en 2R 1 1-8, 29 concluyen con los referentes a la revuelta de Jehú (9-10) y a la muerte de Eliseo (2R 13, 4-21). La redacción deuteronomista incluyó este ciclo en el libro de los Reyes para mostrar que la palabra profética dirige la historia secular.

2R 4, 1-7 La multiplicación del aceite recuerda el milagro de Elías (1R 17, 7-16) y anticipa el de la multiplicación del pan (2R 4, 42-44).

2R 4, 8-37 Relato paralelo al de la resurrección del hijo de la viuda en el ciclo de Elías (1R 17, 17-24).

2R 5 Aparecen de nuevo frente a frente un rey con su visir, extranjeros los dos en este caso, y el profeta de Israel con su criado, Guejazí. Como en el caso de Elías y la viuda de Sarepta (ver 1R 17, 7-24), Eliseo muestra aquí cómo el poder de Dios no conoce límites, ni territoriales ni étnicos.

2R 6, 24-7, 20 Varias escenas seguidas dan idea de la gravedad de una situación de hambre y desesperación que genera asesinatos y actos de canibalismo. Un rey amenaza una vez más la vida del profeta, pero en todo momento prevalecen la palabra de Eliseo y el poder de Dios que dispersa al enemigo.

2R 8, 7-15 Este relato enlaza con el de la teofanía en el Horeb, cuando Dios encomendó a Elías ungir a Jazael como rey de Arán (1R 19, 15). Se relaciona también con el relato de la curación del sirio Naamán y con el episodio en el que Eliseo hace frente al ejército sirio. De nuevo se pone de relieve que la palabra del profeta se cumple siempre.

2R 9-10 El ciclo de relatos proféticos de Elías y Eliseo finaliza aquí con la revuelta de Jehú (más adelante se narrará la muerte de Eliseo: 2R 13, 4-21). Jehú (842-815 a.C.) fue apoyado en un principio por el grupo profético que seguía a Eliseo, y por el de los recabitas que, como más tarde en tiempos de Jeremías (Jr 35, 1-11), propugnaban un yahvismo radical de vuelta a los ideales de vida del desierto. Abiertamente o con engaños diversos, Jehú da muerte a los reyes de Israel y Judá y, con saña especial, a la reina Jezabel junto con los «setenta» descendientes de Ajab. Destruye finalmente el templo y la estatua de Baal en Samaría. Sin embargo, el juicio sobre este rey no deja de ser negativo y un siglo más tarde el profeta Amós descargará también sobre él su condena (2R 1, 4). Jehú no pudo sustraerse al poder asirio del que hubo de ser vasallo.

2R 11 La historia de Atalía es paralela, en muchos sentidos, a la de Jehú. Ella es la Jezabel de Judá: fría, ávida de poder y defensora del baalismo. La reacción yahvista no viene ahora de los grupos proféticos como en el reino del Norte, sino de otras dos fuerzas coaligadas: los estamentos sacerdotales y militares por un lado y el «pueblo de la tierra» por otro. La restauración política va seguida, como en el caso anterior, de una reforma religiosa, que conlleva la demolición del templo de Baal. A la violencia de los acontecimientos previos sigue la calma, una vez restaurada la línea legítima de sucesión dinástica dentro de la casa de David.

2R 12 Joás (837-800 a.C.) es presentado como un rey reformador, que estableció un nuevo sistema de financiación para recaudar fondos para el mantenimiento del templo. Los sacerdotes perdían así su capacidad de uso discrecional de las cantidades aportadas al templo, que ahora iban directamente a manos de los responsables de las obras, quienes actuaban con honestidad. Joás expolió los tesoros del templo para librarse de la invasión siria, sin que el redactor añada en este caso juicio condenatorio alguno.

2R 15, 17-31 Por vez primera se alude al poder asirio que se acerca amenazante desde el norte a Israel. Según las fuentes asirias, Israel y los reyes asirios habían estado en relación desde hacía ya un siglo. Pécaj, líder de la rebelión contra Menajén y sucesor en el trono (v.25), cedió gran parte del territorio septentrional a Teglatfalasar tras la campaña asiria de 733-732 a.C. La deportación mencionada en 15, 29 preludia la que tendrá lugar diez años más tarde tras la caída de Samaría.

2R 16, 10 Un breve relato resume la guerra siro-efraimita: coalición de los reyes de Siria-Arán y de Efraín-Israel contra el rey de Judá, con el fin de forzar la participación de Judá en una rebelión antiasiria. Véase su trascendencia en Is 7.

2R 17 La desaparición del reino de Israel exigió una larga reflexión de los redactores deuteronomistas sobre las causas éticas y religiosas que habían conducido a esta catástrofe. Esta reflexión (teológica) no atiende a factores políticos y excluye que se pueda a acusar al Señor de impotencia. Más bien, Dios se sirvió de los asirios como instrumento para castigar a Israel por sus continuos pecados, los del pueblo (7-20) y los de los reyes, designados con la expresión estereotipada de «los pecados de Jeroboán» (21-23).

2R 18-20 Ezequías (715-687 a.C.) es presentado como el primer rey que se mostró a la altura de David, modelo de conducta para juzgar, a criterio de los historiadores deuteronomistas, a los demás reyes. Procedió contra los santuarios cuya sola existencia contravenía la ley de centralización del culto en Jerusalén (Dt 12). Su celo iconoclasta alcanzó incluso a la imagen de la serpiente de bronce conocida como Nejustán y existente desde los tiempos de Moisés (Nm 21, 6-9). Su éxito se muestra sobre todo en el hecho de que, a pesar de haberse rebelado contra Asiria, logró permanecer en el trono.

2R 21, 1-18 Manasés (687-642 a.C.) fue vasallo de Asiria. El redactor deuteronomista carga las tintas sobre la reprobable conducta de este rey, presentado como el Jeroboán de Judá y contrafigura de dos reyes modélicos, Ezequías y Josías. Manasés profanó el templo de Dios con cultos idolátricos, contraviniendo así los textos del Deuteronomio inmediatamente aludidos (2R 17, 3; 2R 18, 9-14; 2R 12, 5 y 29ss). Un oráculo de estilo deuteronomista (2R 10, 15), puesto en boca de los profetas en general, pronuncia la sentencia inexorable de Dios sobre Jerusalén y Judá, aunque su cumplimiento pueda dilatarse un siglo todavía.

2R 22, 1-23, 30 Josías (640-609 a.C.) es el último rey importante de Judá. Durante su reinado se descubrió en el templo (621 a.C.) el «libro de la doctrina» o «de la ley», llamado también «libro de la alianza» en 2R 23, 2. 21. Este documento constituía una forma primigenia del Deuteronomio. Sus prescripciones sirvieron de pauta para la reforma emprendida por Josías, que eliminó las prácticas de culto extranjeras introducidas por Manasés, quitó la imagen de Aserá y depuso a los sacerdotes de tales cultos. Suprimió también los santuarios yahvistas locales. Su acción en Betel (2R 23, 15) supuso el cumplimiento de la antigua profecía del hombre de Dios de Judá (1R 13, 2). Su fidelidad al yahvismo no pudo, sin embargo, anular la sentencia divina pendiente sobre Judá (2R 23, 26).

2R 23, 31-24, 7 Necó deportó a Egipto al nuevo rey, Joacaz (609 a.C.), y puso en el trono a otro hijo de Josías, Eliaquín, cambiando su nombre por el de Joaquín (609-598 a.C.) en señal de dominio sobre él y su reino (Gn 2, 19s). Más tarde, la victoria de Nabucodonosor (605-562 a.C.) en Siria en el 605 hizo que Joaquín se pasara al bando babilonio o caldeo. Hasta el 598 Nabucodonosor no pudo intervenir directamente en Judá, limitándose a favorecer la incursión de bandas de poblaciones interpuestas. El redactor deuteronomista ve en ello los primeros signos del cumplimiento de las profecías anunciadas contra Judá a causa de los pecados de Manasés (2R 22, 16ss; 2R 23, 26ss).

2R 24, 8-25, 7 Joaquim murió durante el asedio de Nabucodonosor a Jerusalén (598a.C.). Su hijo, Joaquín (598-597 a.C.), se rindió al poder babilonio, salvando así por el momento la capital. Llevado a Babilonia, permaneció en prisión durante treinta y siete años. La deportación de las clases más activas de la sociedad debilitó el reino en los años sucesivos. Los babilonios pusieron en el trono de Judá a Sedecías (597-587 a.C.), quien pronto buscó inútilmente el apoyo egipcio (Ez 17, 11-21). El segundo y definitivo ataque babilonio a Jerusalén comenzó a principios del 588. En julio del año siguiente, Sedecías y sus tropas lograron huir de la ciudad, pero el rey fue hecho prisionero y sus descendientes eliminados.

2R 25, 8-21 Los babilonios saquearon el templo, arrasaron la capital y deportaron a más población. Esto supuso un acontecimiento fundamental en la historia bíblica, considerado enseguida como una esclavitud que más tarde daría lugar también a un nuevo éxodo hacia la tierra prometida.