Se llama «historia del cronista» al conjunto de libros históricos formado por los dos libros de las Crónicas y por los de Esdras y Nehemías, que se presentan como su continuación. De hecho, los cuatro primeros versículos de Esdras coinciden con los últimos del libro segundo de Crónicas. Parece como si, al comenzar un nuevo rollo de pergamino con la repetición de las últimas líneas del rollo anterior, el redactor final quisiera indicar así que no inicia un libro nuevo, sino que continúa el ya comenzado. El conjunto de esta obra constituye una historia general del pueblo elegido que, partiendo de los orígenes, termina –con los libros de Esdras y Nehemías– en la época persa. Así aparece en el canon cristiano de la Biblia. En el canon hebreo, en cambio, 1 y 2 Crónicas son los últimos libros y están colocados detrás de Esdras-Nehemías, probablemente porque al ser considerados como repeticiones de Samuel y Reyes, tardaron en ser aceptados como canónicos, o porque de esa forma se deja entender que ya ha culminado la historia de la formación del judaísmo.
La «historia del cronista» habla del pueblo de Dios desde Adán hasta la restauración de Judá en la época persa, retomando muchos datos de otras obras históricas del Antiguo Testamento y de diversas fuentes documentales extrabíblicas. Al repetir los mismos acontecimientos narrados en los libros históricos precedentes, la «historia del cronista» apenas ha suscitado comentarios entre los Santos Padres o escritores eclesiásticos. Hay que llegar hasta el siglo IX d.C. para encontrar el primer comentario completo, llevado a cabo por Rábano Mauro. Sin embargo, en los últimos años ha cobrado un interés mayor, porque se ha puesto más de relieve que la «historia del cronista» no es una repetición sin más, sino una reinterpretación y actualización de la historia pasada, que forma parte de la misma Biblia, es decir, que ha sido reconocida como palabra de Dios. En efecto, el autor o autores de esta obra no pretendían volver a decir lo mismo ni a reiterar la misma enseñanza religiosa; su intención, movida por el Espíritu Santo, consistía más bien en componer una obra de reflexión teológica centrada en la identidad del pueblo de Dios y marcada por el culto en el Templo de Jerusalén y por la observancia de la Ley de Moisés.
Por eso, en la estructuración de su contenido se realzan de modo significativo los dos momentos culminantes desde el punto de vista teológico: la construcción del Templo, en la época de Salomón, y su restauración en tiempo de Esdras y Nehemías. Se establece, además, mediante las genealogías, la continuidad entre Adán y los Patriarcas, y el pueblo que habitó en la tierra prometida en las generaciones posteriores. El Templo y el esplendor de su culto reflejan la unidad e identidad del pueblo. Por eso, toda la primera parte es la historia del camino hacia esa unidad cuyo prototipo más acabado lo ofrece la monarquía davídica. Cuando, a la muerte de Salomón, se rompió aquella unidad y se puso en peligro la propia identidad del pueblo, comenzó una larga serie de situaciones difíciles que, a pesar de algunos intentos de restauración nacional y religiosa de escasa duración, llegaron a su extremo con la ruina del Santuario y la cautividad de Babilonia. Pero mediante el Edicto de Ciro se inicia el retorno a la Ciudad Santa, la reconstrucción del Templo y la restauración nacional en torno a la Ley. La unidad y la identidad del pueblo es de nuevo una realidad.
A lo largo de las páginas que componen estos libros, y sobre el armazón que proporciona la historia, se encuentran modelos ejemplares para la organización del culto a Dios con todo el esplendor que se merece. Se ofrecen, además, testimonios de singular valor paradigmático para mantener la identidad necesaria y de este modo permanecer fieles a los propios orígenes e ideales.
Desde principios del siglo XIX se ha venido aceptando la hipótesis de que los cuatro libros formaban una unidad literaria redactada por un solo autor, probablemente un levita, denominado «el cronista». La unidad de doctrina sobre la identidad del pueblo, la importancia del Templo y la semejanza de expresiones lingüísticas y hasta de vocabulario en estos libros avalan esta hipótesis, que ha llegado a tener amplia aceptación. No obstante, en los últimos años algunos estudiosos consideran que Esdras y Nehemías forman un bloque distinto del de Crónicas y que fueron escritos por diversos autores en épocas distintas: los libros de las Crónicas habrían sido compuestos en el siglo IV a.C., para resaltar la identidad de Israel en torno al culto en el Templo de Jerusalén y mostrar así cómo continúa el reino que Dios prometió a David; el conjunto Esdras-Nehemías, en cambio, habría sido escrito hacia el año 100 a.C. con el fin de aunar las dos figuras que más se recordaban como protagonistas de la restauración judía. Sin embargo, los cuatro libros tienen una orientación doctrinal en cierto modo parecida, por lo que se puede seguir hablando del cronista y de la historia cronística.
La «historia del cronista» responde a las necesidades concretas de una etapa histórica singular, en la que Israel debía afrontar el reto de mantenerse fiel a sus orígenes y a la Alianza con su Dios, en un ambiente paganizado y en un momento en que otro grupo, el de los samaritanos, reclamaba ser el verdadero Israel. La respuesta a esta situación consistirá en subrayar la identidad del pueblo y la fe en Dios, dueño de la historia y autor de la Alianza. El pueblo lo forman los que volvieron del destierro. La Alianza se ve expresada en la Ley.
El cronista resalta la figura de David como legislador y organizador del culto. Pasa por alto los episodios que podrían ensombrecer al gran rey, como la muerte de Urías o las tensiones por su sucesión, mientras que realza lo que glorifica a David como buen gobernante y, sobre todo, como rey piadoso que planifica la edificación del Templo y establece las normas que regirán el culto y las tareas de sus ministros.
Junto a la figura de David, la enseñanza sobre el Templo constituye la columna vertebral de la «historia del cronista». En la época persa, los que regresaron del destierro y los que habían quedado en Palestina iban a alcanzar la unidad gracias a la reconstrucción del Templo destruido por los babilonios y gracias a la actividad reformadora de Esdras, el sacerdote, y de Nehemías. De ahí que la historia anterior del pueblo narrada en torno al Templo es toda una lección de cómo deben comportarse los israelitas a la hora de colaborar en la restauración del Santuario y de participar en el esplendor del culto.
La fidelidad se manifiesta en el cumplimiento de la Ley y en el cuidado de un culto realizado con piedad que preste a Dios la adoración que se merece. El culto ha de tener el esplendor debido, y para ello no sólo es importante la función de los sacerdotes y de los levitas; también se requieren personas idóneas para desempeñar con esmero incluso los servicios aparentemente inferiores, como el de porteros o cantores. Todo, fidelidad a la Ley y culto legítimo, es justa expresión del gozo por la presencia de Dios en el Templo en medio de su pueblo.
Pero la enseñanza fundamental de la «historia del cronista» se refiere a Dios, que nunca abandona a su pueblo. Las largas listas genealógicas sirven para indicar que el destierro de Babilonia no supuso la ruptura de los lazos que unen al pueblo con sus antepasados, los Patriarcas, e incluso con el primer hombre, creado directamente por Dios. Sus descendientes, por tanto, han de mantenerse fieles a la Alianza que hicieron sus padres y que constituye a Israel en una nación santa, segregada del común de las gentes, para dedicarse a Dios. Y esa fidelidad reclama un fuerte compromiso por mantener la identidad del pueblo y su continuidad histórica; así se comprende la obligación de separarse de los extranjeros 1 y no unirse en matrimonio con ellos 2.
Dios, que cuida de su pueblo, es también justo remunerador y paga a cada uno según merecen sus obras. Especialmente en los libros de las Crónicas esta doctrina tiene un reflejo muy importante, pues garantiza la esperanza de un continuo comenzar y recomenzar. Cada época, cada reinado y cada persona inician su andadura bajo la protección divina sin cargar con el peso de los delitos de sus antepasados. Dios es juez justo con cada individuo. Esta enseñanza, ya enunciada por Jeremías y Ezequiel 3, fue extendiéndose y clarificándose a medida que se veía que la justicia divina no se ha de manifiestar necesariamente en esta vida sino que se cumple en la vida futura.
En las páginas de estos libros se encuentran numerosas llamadas a la conversión, a la responsabilidad personal de mantenerse fiel al Dios de la Alianza y a darle el culto debido. Una parte importante del trabajo de los levitas, los discretos protagonistas de gran parte de esta historia, es la invitación a alabar al Señor «porque es eterna su misericordia» 4.
Además, se hace hincapié de diversos modos en que, cuando se actúa con fidelidad a Dios, el Señor concede una gran alegría que ayuda a sobrellevar las dificultades, «porque el gozo del Señor es vuestra fortaleza» 5.
El sentido espiritual que anima estos libros y la primacía de la Ley que se refleja en ellos es el alma del judaísmo, que desde entonces ha dado numerosas muestras de su vitalidad. Bien es verdad que, en ocasiones, el afán de mantener las disposiciones de pureza ritual necesaria para el culto, o las tradiciones de los ancianos del pueblo, dieron lugar a interpretaciones excesivamente rígidas de la Ley de Dios. Los escritos del Nuevo Testamento reflejan los excesos a los que se llegaba en algunos ambientes del judaísmo al inicio de la era cristiana. Con todo, no hay que olvidar que el mismo Jesús nació y se educó en ese ambiente cultural y religioso, acudió a orar al Templo, participó del culto sinagogal, y vivió de acuerdo con muchas buenas tradiciones de su pueblo. Sin embargo, la dimensión universal de la salvación que trajo para todos los hombres y su enseñanza sobre la necesaria interioridad que debe acompañar el culto verdadero corrigen y llevan a su plenitud lo que está apenas incoado en estos libros. Tal vez por eso, la tradición cristiana no les ha prestado una particular atención.
No obstante, siempre fueron acogidos en el canon cristiano del Antiguo Testamento. Quiere esto decir que la Iglesia los ha reconocido como parte integrante del depósito de la Revelación, al que realizan una aportación insustituible. La enseñanza de la «historia del cronista» no responde sólo a las necesidades concretas de un momento de la historia de Israel, sino que tiene un valor permanente. No se trata de llevar hoy a la práctica las normas particulares que en su momento tuvieron una influencia decisiva en el judaísmo, pero sí de sintonizar con el espíritu que las anima: la importancia de dar al Señor el culto debido, mantenerse fieles a pesar de las dificultades y buscar en el depósito de la fe una respuesta coherente a las cuestiones particulares que se suscitan en cada tiempo.
1 Ne 9, 2.
2 Ne 10, 31.
3 cfr Jr 31, 29-30; Ez 18, 1-32.
4 1Cro 16, 34.41; 2Cro 5, 13; 2Cro 7, 3; 2Cro 20, 21.
5 Ne 8, 10.