Padres de la Iglesia

CLEMENTE ROMANO

Corinto

I. La situación de la Iglesia de Corinto

1-1. A causa de las inesperadas y sucesivas calamidades que nos han sobrevenido... hemos tardado algo en prestar atención al asunto discutido entre vosotros, esa sedición extraña e impropia de los elegidos de Dios, detestable y sacrílega, que unos cuantos sujetos audaces y arrogantes, han encendido hasta tal punto de insensatez, que vuestro nombre honorable y celebradísimo, digno del amor de todos los hombres, ha venido a ser objeto de grave ultraje.

3, 2-3. Surgieron la emulación y la envidia, la contienda y la sedición... se levantaron los sin honor contra los honorables, los sin gloria contra los dignos de gloria, los insensatos contra los sensatos, los jóvenes contra los ancianos.

44, 3-6. A hombres establecidos por los apóstoles o por otros preclaros varones con la aprobación de la Iglesia entera, hombres que han servido irreprochablemente al rebaño de Cristo con espíritu de humildad, pacífica y desinteresadamente, que han dado buena cuenta de sí durante mucho tiempo a los ojos de todos; a tales hombres, decimos, no creemos que se pueda excluir en justicia de su ministerio. Cometemos un pecado no pequeño si destituimos de su puesto a obispos que de manera religiosa e intachable solían ofrecer los dones. Felices aquellos ancianos que ya nos han precedido en el viaje a la eternidad, que tuvieron un fin fructuoso y cumplido, pues no tienen que temer ya que nadie los eche del lugar que ocupaban. Decimos esto porque vemos que vosotros habéis depuesto de su ministerio a algunos que lo ejercían perfectamente con conducta irreprochable y honorable.

14, 2-4. No será un daño cualquiera, sino más bien un grave peligro el que sufriremos si temerariamente nos entregamos a los designios de esos hombres que sólo buscan disputas y sediciones, con la voluntad de apartarnos del bien. Tratémonos mutuamente con bondad, según las entrañas de benevolencia y de suavidad de aquel que nos creó, pues está escrito: "Los benévolos habitarán la tierra, y los que no conocen el mal serán dejados sobre ella, mientras que los inicuos serán exterminados de ella" (cf. Pr 2, 21; Sal 37, 9.38).

46, 5-9. ¿A qué vienen entre vosotros contiendas y riñas, partidos, escisiones y luchas? ¿Acaso no tenemos un solo Dios, un solo Cristo y un solo Espíritu de gracia, el que ha sido derramado sobre nosotros, así como también una misma vocación en Cristo? ¿Por qué desgarramos y descoyuntamos los miembros de Cristo, y nos ponemos en guerra civil dentro de nuestro propio cuerpo, llegando a tal insensatez que olvidamos que somos unos miembros de los otros?... Vuestra división extravió a muchos, desalentó a muchos, hizo vacilar a muchos y nos llenó de tristeza a todos nosotros. Y, con todo, vuestra división continúa.

47, 6-7. Cosa vergonzosa es, carísimos, en extremo vergonzosa e indigna de vuestra profesión cristiana, que tenga que oírse que la firmísima y antigua Iglesia de Corinto está en rebelión contra sus ancianos por culpa de una o dos personas. Es ésta una noticia que no sólo ha llegado hasta nosotros, sino también hasta los que no sienten como nosotros, de suerte que el nombre del Señor es blasfemado a causa de vuestra insensatez, mientras vosotros os ponéis en grave peligro.

48, 5-6 Enhorabuena que uno tenga el carisma de fe, que otro sea capaz de explicar con conocimiento, que otro tenga la sabiduría del discernimiento en las palabras y otro sea puro en sus obras. Pero cuanto mejor se crea cada uno, tanto más debe humillarse y buscar, no su propio interés, sino el de la comunidad.

II. La Iglesia fundada sobre los apóstoles

42, 1-4. Los apóstoles nos evangelizaron de parte del Señor Jesucristo y Jesucristo fue enviado de parte de Dios. Así pues, Cristo viene de Dios, y los apóstoles de Cristo. Una y otra cosa se hizo ordenadamente por designio de Dios. Los apóstoles, después de haber sido plenamente instruidos, con la seguridad que les daba la resurrección de nuestro Señor Jesucristo y creyendo en la palabra de Dios, salieron, llenos de la certidumbre que les infundió el Espíritu Santo, a dar la alegre noticia de que el reino de Dios estaba para llegar. Y así, según que pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que aceptaban el designio de Dios, iban estableciendo a los que eran como primeros frutos de ellos, una vez probados en el Espíritu, como obispos y diáconos de los que habían de creer. Y esto no era cosa nueva, pues ya desde mucho tiempo atrás se había escrito acerca de los obispos y diáconos. En efecto, la Escritura dice en cierto lugar: "estableceré a sus obispos (episkopoi) en justicia, y a sus diáconos (diakonoi) en la fe" (Is 60, 17).

III. La organización de la Iglesia es análoga a la del antiguo pueblo de Dios

43, 1-44, 2: ¿Qué tiene de extraño que aquellas a quienes se les confió esta obra (es decir, los apóstoles) establecieran obispos y diáconos? El bienaventurado Moisés, "siervo fiel en todo lo referente a su casa", consignó en los libros sagrados todo cuanto le era ordenado... Pues bien: cuando estalló la envidia acerca del sacerdocio, y disputaban las tribus acerca de cuál de ellas tenía que engalanarse con este nombre glorioso, mandó a los doce cabezas de tribu que le trajesen sendas varas... (cf. Núm 17). Y a la mañana siguiente hallase que la vara de Aarón no sólo había retoñado, sino que hasta llevaba fruto... Moisés obró así para que no se produjese desorden en Israel, y el nombre del único y verdadero Señor fuese glorificado... Y también nuestros apóstoles tuvieron conocimiento, por medio de nuestro Señor Jesucristo, de que habría disputas sobre este nombre y dignidad del episcopado, y por eso, con perfecto conocimiento de lo que iba a suceder, establecieron a los hombres que hemos dicho, y además proveyeron que, cuando éstos murieran, les sucedieran en el ministerio otros hombres aprobados.

40, 42, 4. Deber nuestro es hacer ordenadamente cuanto el Señor ordenó que hiciéramos, en los tiempos ordenados. Porque él ordenó que las ofrendas y ministerios se hicieran perfectamente, no al acaso y sin orden alguno, sino en determinados tiempos y de manera oportuna. El determinó en qué lugares y por qué ministros habían de ser ejecutados, según su soberana voluntad, a fin de que, haciéndose todo santamente, sea con benevolencia aceptado por su voluntad. Por tanto, los que hacen sus ofrendas en los tiempos ordenados son aceptados y bienaventurados, y siguiendo las ordenaciones del Señor no cometen pecado. Porque el sumo sacerdote tiene sus peculiares funciones asignadas a él; los levitas tienen encomendados sus propios servicios, mientras que el simple laico (Iaikos anthropos) está sometido a los preceptos del laico. Hermanos, procuremos agradar a Dios, cada uno en su propio puesto, manteniéndonos en buena conciencia, sin traspasar las normas establecidas de su liturgia, con toda reverencia. Porque no en todas partes se ofrecen sacrificios perpetuos, votivos o propiciatorios por los pecados, sino sólo en Jerusalén, y aún allí, tampoco se ofrecen en cualquier parte, sino en el santuario y junto al altar, una vez que la víctima ha sido examinada en sus tachas por el sumo sacerdote y los ministros mencionados. Los que hacen algo contrario a la voluntad de Dios, tienen señalada pena de muerte. Considerad, pues, hermanos, que cuanto mayor es el conocimiento que el Señor se ha dignado concedernos, tanto mayor es el peligro a que estamos expuestos.

IV Dios creador

20, 1-22. Enderecemos nuestros pasos hacia la meta de paz que nos fue señalada desde el principio, teniendo fijos los ojos en el Padre y Creador de todo el universo y adhiriéndonos a los magníficos y sobreabundantes dones y beneficios de su paz. Contemplémosle con nuestra mente y miremos con los ojos del alma su magnánimo designio, considerando cuán benévolo se muestra para con toda su creación. Los cielos, movidos bajo su control, le están sometidos en paz. El día y la noche van siguiendo el curso que él les ha señalado sin que mutuamente se interfieran. El sol, la luna y los coros de los astros giran según el orden que él les ha establecido, en armonía y sin transgresión de ninguna clase, por las órbitas que les han sido impuestas. La tierra germina según la voluntad de él a sus debidos tiempos y produce abundantísimo sustento a los hombres y a todos los animales que viven sobre ella, sin que jamás se rebele ni cambie nada de lo que él ha establecido. Los abismos insondables y los inasequibles lugares inferiores de la tierra se mantienen dentro de las mismas ordenaciones. El lecho del inmenso mar, constituido por obra suya para contener las aguas no traspasa las compuertas establecidas, sino que se mantiene tal como él le ordenó... El océano al que no pueden llegar los hombres, y los mundos que hay más allá de él, están rugidos por las mismas disposiciones del Señor. Las estaciones, la primavera, el verano, el otoño y el invierno se suceden pacíficamente unas a otras. Los escuadrones de los vientos cumplen sin fallar, a sus tiempos debidos, su servicio. Las fuentes perennes, creadas para nuestro goce y salud, ofrecen sin interrupción sus pechos para la vida de los hombres. Y hasta los más pequeños de los animales forman sus sociedades en concordia y paz. Todas estas cosas, el artífice y Señor de todo ordenó que se mantuvieran en paz y concordia, derramando sus beneficios sobre el universo, y de manera particularmente generosa sobre nosotros, los que nos hemos acogido a sus misericordias por medio de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y la grandeza por los siglos de los siglos. Amén. Estad alerta, carísimos, no sea que sus beneficios, tan numerosos. se conviertan para nosotros en motivo de juicio si no vivimos de manera digna de él, haciendo lo que es bueno y agradable en su presencia con toda concordia.

V. Jesucristo

36, 1-2. Este es el camino en el que hemos hallado nuestra salvación. Jesucristo, el sumo sacerdote de nuestras ofrendas, el protector y ayudador de nuestra debilidad. A través de él fijamos nuestra mirada en las alturas del cielo. A través de él contemplamos, como en un espejo, la faz inmaculada y soberana de Dios. Por él nos fueron abiertos los ojos de nuestro corazón. Por él nuestra mente, antes ignorante y llena de tinieblas, ha renacido a la luz. Por él quiso el Señor que gustásemos el conocimiento de la inmortalidad.

49, 6. Por su caridad nos acogió el Señor a nosotros. En efecto, por la caridad que nos tuvo, nuestro Señor Jesucristo dio su sangre por nosotros según el designio de Dios, dio su carne por nuestra carne, y su vida por nuestras vidas. Ya véis, hermanos, qué cosa tan grande y tan admirable es la caridad, y cómo es imposible declarar su perfección.

7, 2-4. Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo, y consideremos cuán preciosa es a los ojos de Dios, Padre suyo, hasta el punto de que, derramada por nuestra salvación, mereció la gracia del arrepentimiento.

12, 7. Por su fe y hospitalidad se salvó Rahab la ramera. Le dijeron que pusiera en su casa una señal, colgando un paño rojo: con ello quedaba indicado que por la sangre del Señor encontrarían redención todos los que creen y esperan en Dios.

16, 1-17. A los humildes pertenece Cristo, no a los que se muestran arrogantes sobre su rebaño. El cetro de la majestad de Dios, el Señor, Jesucristo, no vino al mundo con aparato de arrogancia ni de soberbia, aunque hubiera podido hacerlo, sino en espíritu de humildad, tal como lo había dicho de él el Espíritu Santo: "Señor, ¿quién lo creerá cuando lo oiga de nosotros?... No tiene figura ni gloria, le vimos sin belleza ni hermosura, su aspecto era despreciable, más feo que el aspecto de los hombres.." (sigue la cita de Is 53, 1 - 12, y Sal 22, 5 - 8). Considerad, hermanos, el modelo que se nos propone: porque si el Señor se humilló hasta este extremo, ¿qué tendremos que hacer nosotros, que nos hemos sometido al yugo de su gracia?.

VI. Fe y obras

31-34. ¿Por qué fue bendecido nuestro padre Abraham? ¿No lo fue por haber practicado la justicia y la verdad por medio de la fe? Isaac, conociendo con certeza lo por venir, se dejó llevar de buena gana como víctima de sacrificio. Jacob emigró con humildad de su tierra a causa de su hermano, y marchó a casa de Labán y le sirvió, y le fue concedido el cetro de las doce tribus de Israel... En suma, todos fueron glorificados y engrandecidos, no por méritos propios. ni por sus obras o por la justicia que practicaron, sino por la voluntad de Dios. Por tanto, tampoco nosotros, que fuimos por su voluntad llamados en Jesucristo, nos justificamos por nuestros propios méritos, ni por nuestra sabiduría, inteligencia y piedad, o por las obras que hacemos en santidad de corazón, sino por la fe, por la que el Dios que todo lo puede justificó a todos desde el principio... Si esto es así, ¿qué hemos de hacer, hermanos? ¿Vamos a mostrarnos negligentes en las buenas obras y podemos descuidar la caridad? No permita Dios que esto suceda, al menos en nosotros. Al contrario, apresurémonos a cumplir todo género de obras buenas, con esfuerzo y ánimo generoso. El mismo artífice y Señor de todas las cosas se regocija y se complace en sus obras... Teniéndole a él como modelo, adhirámonos sin reticencias a su voluntad y hagamos la obra de la justicia con todas nuestras fuerzas. El buen trabajador toma con libertad el pan de su trabajo, pero el perezoso y holgazán no se atreve a mirar a la cara de su amo. Por tanto, hemos de ser prontos y diligentes en las buenas obras, ya que de él nos viene todo. El nos lo ha prevenido: "He aquí el Señor, y su recompensa delante de su cara, para dar a cada uno según su trabajo" (Is 40, 10, etc.). Con ello nos exhorta a que pongamos en él nuestra fe con todo nuestro corazón, y a que no seamos perezosos ni negligentes en ningún género de obras buenas.

30, 1-6. Siendo una porción santa, practiquemos todo lo que es santificador: huyamos de toda calumnia, de todo abrazo torpe o impuro, de embriagueces y revueltas, de la detestable codicia, del abominable adulterio, de la odiosa soberbia... Vivamos unidos a aquellos que han recibido como don la gracia de Dios, revistámonos de concordia, manteniéndonos en el espíritu de humildad y continencia, absolutamente alejados de toda murmuración y calumnia, justificados por nuestras obras, y no por nuestras palabras... Nuestra alabanza ha de venir de Dios, y no de nosotros mismos, pues Dios detesta al que se alaba a sí mismo.

VII. La esperanza escatológica

23-27: El que es en todo misericordioso y padre benéfico, tiene entrañas de compasión para con todos los que le temen, y benigna y amorosamente reparte sus gracias entre los que se acercan a él con mente sencilla. Por tanto, no dudemos, ni vacile nuestra alma acerca de sus dones sobreabundantes y gloriosos. Lejos de nosotros aquello que dice la Escritura (pasaje desconocido): "Desgraciados los de alma vacilante, es decir, los que dudan en su alma diciendo: eso ya lo oímos en tiempo de nuestros padres, y he aquí que hemos llegado a viejos y nada semejante se ha cumplido." ¡Insensatos! Comparaos con un árbol, por ejemplo, la vid. Primero caen sus hojas, luego brota un tallo, luego nace la hoja, luego la flor, después un fruto agraz, y finalmente madura la uva. Considerad cómo en un breve período de tiempo llega a madurez el fruto de ese árbol. A la verdad, pronto y de manera inesperada se cumplirá también su designio, tal como lo atestigua también la Escritura que dice: "Pronto vendrá y no tardará: inesperadamente vendrá el Señor a su templo, y el Santo que estáis esperando" (cf. Is 14, 1: Ml 3, 1). Reflexionemos, carísimos, en la manera cómo el Señor nos declara la resurrección futura, de la que hizo primicias al Señor Jesucristo resucitándole de entre los muertos.

Observemos, amados, la resurrección que se da en la sucesión del tiempo. El día y la noche nos muestran la resurrección: muere la noche, resucita el día; el día se va, viene la noche. Tomemos el ejemplo de los frutos: ¿Cómo y en qué forma se hace la sementera? Sale el sembrador y lanza a la tierra cada una de las semillas, las cuales cayendo sobre la tierra secas y desnudas empiezan a descomponerse; y una vez descompuestas, la magnanimidad de la providencia del Señor las hace resucitar, de suerte que cada una se multiplica en muchas, dando así fruto... Así pues, ¿vamos a tener por cosa extraordinaria y maravillosa que el artífice del universo resucite a los que le sirvieron santamente y con la confianza de una fe auténtica...? Apoyados, pues, en esta esperanza, adhiéranse nuestras almas a aquel que es fiel en sus promesas y justo en sus juicios. El que nos mandó no mentir, mucho menos será él mismo mentiroso, ya que nada hay imposible para Dios excepto la misma mentira. Reavivemos en nosotros la fe en él, y pensemos que todo está cerca de él... Todo lo hará cuando quiera y como quiera, y no hay peligro de que deje de cumplirse nada de lo que él tiene decretado.

VIII. El martirio de Pedro y Pablo

5-6. Por emulación y envidia fueron perseguidos los que eran máximas y justísimas columnas de la Iglesia, los cuales lucharon hasta la muerte. Pongamos ante nuestros ojos a los santos apóstoles: Pedro, por emulación inicua, hubo de soportar no uno ni dos, sino muchos trabajos, y dando así su testimonio, pasó al lugar de la gloria que le era debido. Por emulación y envidia dio Pablo muestra del trofeo de su paciencia: por seis veces fue cargado de cadenas, fue desterrado, fue apedreado, y habiendo predicado en oriente y en occidente, alcanzó la noble gloria que correspondía a su fe: habiendo enseñado la justicia a todo el mundo, y habiendo llegado hasta el confín de occidente, y habiendo dado su testimonio ante los gobernantes, salió así de este mundo y fue recibido en el lugar santo, hecho ejemplo extraordinario de paciencia. A estos hombres que vivieron en santidad, se agregó un gran número de elegidos, los cuales, después de sufrir muchos ultrajes y tormentos a causa de la envidia, se convirtieron entre nosotros en el más bello ejemplo.

IX. Fórmulas de oración litúrgica

59, 2-4. Pediremos con instante súplica, haciendo nuestra oración, que el artífice de todas las cosas guarde íntegro en todo el mundo el número contado de sus elegidos, por medio de su amado Hijo Jesucristo.

Por él nos llamó de las tinieblas a la luz,
de la ignorancia al conocimiento de la gloria de su nombre,
a esperar en tu nombre, principio de toda creatura,
abriendo los ojos de nuestros corazones para conocerte a ti
el único altísimo en las alturas,
el Santo que tiene su descanso entre los santos;
el que humilla la altivez de los soberbios,
el que deshace los pensamientos de las naciones,
el que levanta a los humildes y abate a los que se enaltecen,
el que enriquece y empobrece,
el que mata y el que da la vida,
el único bienhechor de los espíritus y Dios de toda carne.
Tú penetras los abismos
y contemplas las obras de los hombres,
auxilio de los que están en peligro
y salvador de los desesperados,
creador y protector de todo espíritu.
Tú multiplicas las naciones sobre la tierra,
y has escogido entre todas a los que te aman
por medio de Jesucristo tu Hijo amado,
por el cual nos has enseñado,
nos has santificado, nos has honrado.
Te rogamos, Señor, que seas nuestro auxilio
y nuestro protector.
Sálvanos en la tribulación, levanta a los caídos,
muéstrate a los necesitados, sana a los enfermos,
vuelve a los extraviados de tu pueblo,
sacia a los hambrientos, da libertad a nuestros cautivos,
levanta a los débiles, consuela a los pusilánimes;
conozcan todas las naciones que tú eres el único Dios,
y Jesucristo es tu Hijo,
y nosotros tu pueblo y las ovejas de tu rebaño.

60, 4-61, 2. Danos la concordia y la paz a nosotros
y a todos los que habitan la tierra,
como se la diste a nuestros padres,
cuando te invocaban religiosamente en fe y en verdad
Que seamos obedientes a tu nombre todopoderoso y glorioso,
y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la tierra
Tú, Señor, les diste a ellos la autoridad real,
por tu poder magnífico e inenarrable,
para que conociendo nosotros el honor y la gloria
que tú les diste,
nos sometamos a ellos sin oponernos en nada a tu voluntad
Dales, Señor, salud, paz, concordia y estabilidad,
para que ejerzan sin tropiezo
la autoridad que de ti han recibido
Porque tú, Señor, rey celestial de los siglos,
das a los hijos de los hombres que están sobre la tierra
gloria y honor y autoridad
Tú, Señor, endereza sus voluntades a lo que es bueno
y agradable en tu presencia,
para que ejerciendo en paz, mansedumbre y piedad,
la autoridad que de ti recibieron,
alcancen de ti misericordia.

Santidad, fe y obras

(Epístola a los Corintios, 30-34)

Acerquémonos al Señor en santidad de alma, con las manos puras y limpias levantadas hacia Él, amando al que es nuestro Padre clemente y misericordioso, que nos escogió como porción de su heredad. Porque así está escrito: cuando el Altísimo dividió las naciones, y dispersó a los hijos de Adán, delimitó las gentes según el número de los ángeles de Dios: mas la porción del Señor es el pueblo de Jacob; la porción de su herencia, Israel (Dt 32, 8 - 9). Y en otro lugar, la Escritura dice: he aquí que el Señor toma para sí un pueblo de entre los pueblos, como recoge un hombre las primicias de su era; y de este pueblo surgirá el Santo de los santos (Dt 4, 34).

Somos una porción santa: practiquemos obras de santidad. Evitemos la calumnia, la impureza, la embriaguez y el afán de novedades, la abominable codicia, el odioso adulterio, la detestable soberbia: Dios - dice la Escritura - resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia (St 4, 6).

Unámonos, pues, a aquellos a quienes Dios ha dado su gracia. Revistámonos de concordia; humildes, castos, apartados de toda murmuración y calumnia, justificados por nuestras obras y no por nuestra palabra; pues el que mucho habla, mucho deberá oír: ¿o es que el charlatán por sus palabras es justificado? (Jb 11, 2) (...).

Nuestra alabanza ha de venir de Dios, y no de nosotros mismos, pues Dios detesta a los que a sí mismos se enaltecen. Que los demás den testimonio de nuestras buenas obras, como se ha dado de nuestros padres, varones justos. Dios maldice el descaro, la arrogancia y la temeridad; mientras la modestia, la humildad y la mansedumbre brillan en los bendecidos por el Señor.

Adhirámonos a la bendición de Dios y veamos cuáles son los caminos para alcanzarla. Volvamos nuestra vista a los primeros acontecimientos de la historia de la salvación. ¿Por qué fue bendecido nuestro padre Abraham? ¿No lo fue por obrar la justicia y la verdad por medio de la fe? Isaac, aún conociendo con certeza lo que le sucedería, libremente, con confianza, se dejó llevar al sacrificio. Jacob, huyendo de su hermano, humildemente emigró de su tierra, y marchó a casa de Labán; le sirvió y le fueron dadas las doce tribus de Israel (...).

En suma, fueron glorificados y engrandecidos, no por sus méritos propios, ni por sus obras o por su justicia, sino por la Voluntad de Dios. Por lo tanto, tampoco nosotros - que hemos sido llamados en Jesucristo por su misma voluntad - nos justificamos por nuestros propios méritos, ni por nuestra sabiduría, inteligencia y piedad, o por las obras que hacemos en santidad de corazón, sino por la fe: porque el Dios Omnipotente, de quien es la gloria por los siglos de los siglos, justificó a todos desde el principio.

Entonces, ¿qué haremos, hermanos? ¿Seremos negligentes en las buenas obras y descuidaremos la caridad? No permita Dios que esto suceda. Al contrario, con esfuerzo y ánimo generoso apresurémonos a cumplir todo género de obras buenas.

El mismo artífice y Señor de todas las cosas se regocija y se complace en sus obras. Con su poder soberano afianzó los cielos, y con su inteligencia incomprensible los ordenó. Separó la tierra del agua que la envolvía, y la asentó en el cimiento firme de su propia voluntad. Por su mandato recibieron el ser los animales que sobre ella se mueven, y al mar y a los animales que en él viven, después de crearlos, los encerró con su poder soberano. Finalmente, con sus sagradas e inmaculadas manos, plasmó al hombre, la criatura más excelente y grande por su inteligencia, imprimiéndole el sello de su propia imagen (...). Así que, teniendo a Dios como modelo, adhirámonos sin reticencias a su santa Voluntad, y con todas nuestras fuerzas hagamos obras de justicia.

El buen trabajador toma con libertad el pan de su labor, mientras el perezoso y holgazán no se atreve a mirar el rostro de su amo. Por tanto, seamos prontos y diligentes en las buenas obras, ya que del Señor nos viene todo. Él mismo nos lo ha dicho: he aquí el Señor; y su recompensa delante de su faz, para dar a cada uno según su trabajo (Is 40, 10). Con ello, nos exhorta a que pongamos en Él nuestra fe, con todo nuestro corazón, y a que no seamos perezosos ni negligentes en ningún género de obras buenas.

Miembros de un mismo Cuerpo

(Epístola a los Corintios, 37-38, 42, 44, 46-47, 56-58).

Así pues, hermanos, marchemos como soldados, con toda constancia en sus inmaculados mandatos. Reflexionemos sobre los que militan bajo nuestros jefes: ¡qué disciplinada, qué dócil, qué obedientemente cumplen las órdenes! No todos son prefectos ni tribunos, ni centuriones, ni comandantes al mando de cincuenta hombres, y así sucesivamente, sino que cada uno en su propio orden cumple lo ordenado por el rey y los jefes. Sin los pequeños, los grandes no pueden existir, ni los pequeños sin los grandes. En todo hay una cierta composición, y en ello está la utilidad. Tomemos nuestro cuerpo: la cabeza es nada sin los pies y, de igual manera, los pies sin la cabeza. Los miembros pequeños de nuestro cuerpo son necesarios y útiles a todo el cuerpo. Todos colaboran y necesitan de una sola sumisión para conservar todo el cuerpo.

Por tanto, consérvese nuestro cuerpo en Cristo Jesús, y sométase cada uno a su prójimo tal como fue establecido por su gracia. El fuerte cuide del débil, y el débil respete al fuerte; el rico provea al pobre, y el pobre dé gracias a Dios por haber dispuesto que alguien se encargue de suplir su necesidad. El sabio muestre su sabiduría no con palabras, sino con buenas obras. El humilde no se alabe a sí mismo, por el contrario, deje a los demás la alabanza. El casto según la carne no se jacte, sabiendo que es otro el que le otorga la fuerza. Por tanto, hermanos, consideremos de qué materia fuimos hechos, cuáles y quiénes entramos en el mundo, de qué sepulcro y tinieblas nos sacó el que nos ha plasmado y creado para introducirnos en su mundo, preparándonos sus beneficios de antemano, antes de que nosotros naciéramos (...).

Los Apóstoles nos anunciaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de parte de Dios. Así pues, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo. Los dos envíos sucedieron ordenadamente conforme a la Voluntad divina. Por tanto, después de recibir el mandato, plenamente convencidos por la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y confiados en la Palabra de Dios, con la certeza del Espíritu Santo, partieron para anunciar que el Reino de Dios iba a llegar. Consiguientemente, predicando por comarcas y ciudades establecían sus primicias, después de haberlos probado por el Espíritu, para que fueran obispos y diáconos de los que iban a creer (...). Y nuestros Apóstoles conocieron por medio de Nuestro Señor Jesucristo que habría discordias sobre el nombre del obispo. Puesto que por esta causa tuvieron un perfecto conocimiento establecieron a los ya mencionados y después dieron norma para que, si morían, otros hombres probados recibiesen en sucesión su ministerio.

Así pues, no consideramos justo que sean arrojados de su ministerio los que fueron establecidos por aquellos o, después, por otros insignes hombres con la conformidad de toda la Iglesia y que sirven irreprochablemente al pequeño rebaño de Cristo, con humildad, callada y distinguidamente, alabados durante mucho tiempo por todos (...).

¿Por qué hay entre vosotros discordias, iras, disensiones, cismas y guerra? ¿Acaso no tenemos un único Dios, un único Cristo, un único Espíritu de gracia que ha sido derramado sobre nosotros y una única llamada en Cristo? ¿Por qué separamos y dividimos los miembros de Cristo y nos rebelamos contra el propio cuerpo y llegamos a tal locura que nos olvidamos de que somos los unos miembros de los otros? Recordad las palabras de Jesús Nuestro Señor. Pues dijo: ¡ay de aquel hombre! Mejor sería para él no haber nacido que escandalizar a uno de mis elegidos. Mejor sería para él ceñirse una piedra de molino y hundirse en el mar que extraviar a uno de mis elegidos ( cfr. Mt 26, 25; Lc 17, 1 - 2). Vuestro cisma extravió a muchos, empujó a muchos al desaliento, a muchos a la duda, a todos nosotros a la tristeza, y vuestra revuelta es tenaz.

Tomad la carta del bienaventurado Apóstol Pablo. Ante todo, ¿qué os escribió en el inicio de la epístola? Guiado por el Espíritu os escribió en verdad sobre él mismo, Cefas y Apolo, porque también entonces habíais creado bandos. Pero aquella bandería llevó a un pecado menor, pues estabais apoyados en acreditados Apóstoles y en un hombre probado entre ellos. Ahora considerad quiénes os han extraviado y han debilitado la veneración de vuestro afamado amor fraterno. Amados, vergonzoso, muy vergonzoso e indigno de la conducta en Cristo es oír que la solidísima y antigua Iglesia de los corintios se ha rebelado contra los presbíteros a causa de una o dos personas. Y esta noticia no sólo ha corrido hasta nosotros, sino también hasta los que piensan de distinta manera a la nuestra, de modo que por vuestra insensatez también las blasfemias se dirigen al nombre del Señor y os acarreáis un peligro (...).

Amados, asumamos la corrección por la que nadie debe irritarse. La advertencia que mutuamente nos hagamos es muy buena y muy beneficiosa, pues nos une a la Voluntad de Dios. Pues así dice la palabra santa: el Señor me corrigió y no me entregó a la muerte (Sal 141, 5). Porque el Señor corrige al que ama y azota a todo aquel que acepta como hijo (Pr 3, 12) (.. ).

Ahora, pues, los que fuisteis causa de que estallara la sedición, someteos a vuestros presbíteros y corregíos para penitencia, doblando las rodillas de vuestro corazón. Aprended a someteros, deponiendo la arrogancia jactanciosa y altanera de vuestra lengua; pues más os vale encontraros pequeños pero escogidos dentro del rebaño de Cristo, que ser excluidos de su esperanza a causa de la excesiva estimación de vosotros mismos.