La salvación realizada por Cristo, y consiguientemente la misión de la Iglesia, se dirige al hombre en su integridad: por eso cuando la Iglesia propone su doctrina social, no sólo no se aleja de su misión, sino que la cumple fielmente. Aún más, la evangelización no sería auténtica si no tuviera en cuenta la relación entre el Evangelio y la conducta personal, tanto a nivel individual cuanto social. Además, la Iglesia vive en el mundo y es lógico, e incluso debido, que se relacione con él en modo armónico, respetando la estructura y finalidad propia de la naturaleza de las distintas organizaciones humanas.
Así pues, la Iglesia tiene la misión, que es también un derecho, de ocuparse de los problemas sociales; y cuando lo hace «no puede ser acusada de sobrepasar su campo específico de competencia y, mucho menos, el mandato recibido del Señor» 1.
La misión de la Iglesia en este ámbito no se limita a proponer una normativa ética. Se trata, más básicamente, de mostrar la dimensión evangélica de la vida social, según la entera verdad sobre el hombre, de enseñar la conducta congruente con esa verdad y de exhortar a su cumplimiento.
De hecho, entre la vida cristiana y la promoción humana existe una profunda y esencial unión: un nexo antropológico, un vínculo teológico y un deber de caridad 2. Esa armonía, sin embargo, no comporta su confusión: la meta de la conducta cristiana es la identificación con Cristo; su liberación es, esencialmente, liberación del pecado, que ciertamente exige el empeño en las liberaciones sectoriales 3. Esta distinción es la base de la autonomía de las realidades terrenas.
Las enseñanzas del Magistero en este campo no se extienden, por tanto, a los aspectos técnicos, ni proponen sistemas de organización social, que no pertenecen a su misión. Estas enseñanzas sólo pretenden la formación de las conciencias; y así, no obstaculizan la autonomía de las realidades terrenas 4.
Así pues, no corresponde a la Jerarquía una función directa en la organización de la sociedad; su cometido es enseñar e interpretar de modo auténtico los principios morales en este campo. Por eso, la Iglesia acepta cualquier sistema social en que se respete la dignidad humana; y los fieles deben acoger el Magisterio social con una adhesión de la inteligencia, de la voluntad y de la obras (cfr. Lc 10, 16; Catecismo, 2032 y 2037).
La religión y la política son ámbitos distintos, aunque no separados pues el hombre religioso y el ciudadano se funden en la misma persona, que está llamada a cumplir tanto sus deberes religiosos cuanto sus deberes sociales, económicos y políticos. Es necesario, sin embargo, que «los fieles aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos entre sí, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo, concretamente, es de la mayor importancia que esa distinción y esta armonía brille con suma claridad en el comportamiento de los fieles» 5. Puede decirse que en estas palabras se resume el modo en que los católicos deben vivir la enseñanza del Señor: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21).
La relación entre la Iglesia y el Estado comporta, por tanto, una distinción sin separación, una unión sin confusión (cfr. Mt 22, 15-21 y paral.). Esa relación será correcta y fructuosa si sigue tres principios fundamentales: aceptar la existencia de un ámbito ético que precede e informa la esfera política; distinguir la misión de la religión y de la política; favorecer la colaboración entre estos dos ámbitos.
La propuesta de un "Estado ético", que pretende regular el comportamiento moral de los ciudadanos, es una teoría ampliamente rechazada, ya que con frecuencia lleva al totalitarismo o al menos implica una tendencia marcadamente autoritaria. Al Estado no le corresponde decidir lo que está bien o lo que está mal, en cambio sí tiene la obligación de buscar y promover el bien común y para eso, a veces, necesitará regular sobre el comportamiento de los ciudadanos.
Este rechazo a un "Estado ético", sin embargo, no debe conducir al error opuesto: la "neutralidad" moral del mismo que de hecho ni existe ni se puede dar. En efecto, los valores morales indican los criterios que favorecen el desarrollo integral de las personas; ese desarrollo, en su dimensión social, forma parte del bien común terreno; y el principal responsable del bien común es el Estado. El Estado debe, entre otras cosas, favorecer la conducta moral de las personas, al menos en la vida social.
La Iglesia ha recibido de Cristo el mandato apostólico: «id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19-20). Con su doctrina y con su actividad apostólica, la Iglesia contribuye a la recta ordenación de las cosas temporales, de modo que sirvan al hombre para alcanzar su fin último y no lo desvíen de él.
Los medios que la Iglesia utiliza para llevar a cabo su misión son, ante todo, espirituales: la predicación del Evangelio, la administración de los sacramentos, la oración. También necesita utilizar medios materiales, adecuados a la naturaleza de sus miembros que son personas humanas (cfr. Hch 4, 32-37; 1Tm 5, 18); estos medios han de ser siempre conformes al Evangelio. La Iglesia necesita además independencia para realizar su misión en el mundo, pero no un predominio de carácter político o económico (cfr. Catecismo, 2246; Compendio, 426) 6.
El Estado es una institución que deriva de la natural sociabilidad humana, cuya finalidad es el bien común temporal de la sociedad civil; este bien no es sólo material sino también espiritual, pues los miembros de la sociedad son personas con cuerpo y alma. El progreso social requiere, además de medios materiales, otros muchos bienes de carácter espiritual: la paz, el orden, la justicia, la libertad, la seguridad, etc. Estos bienes sólo pueden alcanzarse mediante el ejercicio de las virtudes sociales, que el Estado debe promover y tutelar (p. ej. la moralidad pública).
La diversidad entre el ámbito religioso y político implica que el Estado no goza de "sacralidad" ni debe gobernar las conciencias, ya que el fundamento moral de la política se encuentra fuera de ella; además la Iglesia no posee un poder político coercitivo; en cuanto la pertenencia a ella, desde el punto de vista civil, es voluntaria, su potestad es de carácter espiritual y no impone una única solución política. En tal modo, Estado e Iglesia se ajustan a sus propias funciones, y esto favorece la libertad religiosa y social.
De aquí derivan dos importantes derechos: el derecho a la libertad religiosa que consiste en una inmunidad de coacción por parte del Estado en materia religiosa; y el derecho a la libertad de actuación de los católicos respecto a la jerarquía en materia temporal, aunque con la obligación de seguir el Magisterio (cfr. CIC, 227). Además la Iglesia, «al predicar la verdad evangélica, iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas de los ciudadanos» 7.
La distinción entre la Iglesia y el Estado no comporta –como se ha dicho– su total separación, ni que la Iglesia deba reducir la propia acción al ámbito privado y espiritual. Ciertamente la Iglesia «no puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia» 8. En este sentido, la Iglesia tiene el derecho y el deber «de enseñar su doctrina sobre la sociedad, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas» 9.
Así, p. ej., la Iglesia puede y debe señalar que una ley es injusta porque es contraria a la ley natural (leyes sobre el aborto o el divorcio), o que determinadas costumbres o situaciones son inmorales aunque estén permitidas por el poder civil, o que los católicos no deben dar su apoyo a aquellas personas o partidos que se propongan objetivos contrarios a la ley de Dios, y por tanto a la dignidad de la persona humana y al bien común 10.
Tanto la Iglesia como la actividad política –que ejercen los gobernantes a través de las distintas instituciones, o los partidos– aunque por un título diverso, están al servicio del hombre, y «este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas» 11. Si la comunidad política (es decir, la sociedad tomada en su conjunto: gobernantes y gobernados de un determinado Estado) ignora a la Iglesia, se pone en contradicción consigo misma, puesto que obstaculiza los derechos y los deberes de una parte de los ciudadanos, concretamente de los fieles católicos.
Las formas prácticas de regular estas relaciones pueden variar según las circunstancias: p. ej., no será la misma en países de tradición católica que en otros en los que la presencia de católicos es minoritaria.
Un aspecto esencial que se debe cuidar siempre es la salvaguarda del derecho a la libertad religiosa 12. Velar por el respeto de este derecho es velar por el respeto del entero orden social. El derecho a la libertad social y civil en materia religiosa, es la fuente y síntesis de todos los derechos del hombre 13.
En muchos países la Constitución (o sistema de leyes fundamentales que regulan el sistema de gobierno de un Estado) garantiza ampliamente la libertad religiosa de todos los ciudadanos y grupos religiosos; por este cauce, puede también la Iglesia encontrar libertad suficiente para cumplir su misión y espacio para desarrollar sus iniciativas apostólicas 14.
Además, si es posible, la Iglesia procura establecer acuerdos con el Estado, llamados en general Concordatos, en los cuales se pactan soluciones concretas a las cuestiones eclesiásticas relacionadas con la finalidad del Estado: libertad de la Iglesia y de sus entidades para ejercer su misión, convenios en materia económica, días de fiesta, etc.
Hay materias en que tanto la Iglesia como el Estado deben intervenir desde sus respectivas competencias y finalidades (llamadas cuestiones mixtas), como son la educación, el matrimonio, la comunicación social, la asistencia a los necesitados 15. En estas materias es especialmente necesaria la colaboración, de modo que cada uno pueda cumplir su misión sin impedimento por parte del otro 16.
a) A la Iglesia le compete regular el matrimonio de los católicos, aunque sólo lo sea uno de los contrayentes; también porque el matrimonio es un sacramento y a la Iglesia le corresponde establecer las normas para su administración. Mientras concierne al Estado regular los efectos de orden civil: régimen de bienes entre los esposos, etc. (cfr. CIC, 1059). El Estado tiene el deber de reconocer a los católicos el derecho a contraer matrimonio canónico.
b) La educación de los hijos –también en materia religiosa– corresponde a los padres por derecho natural; son ellos quienes deben determinar el tipo de enseñanza que desean para sus hijos y los medios de los que se servirán para ese fin (escuela, catequesis, etc.) 17. Allí donde no sea suficiente la iniciativa de los padres o de los grupos sociales, el Estado debe subsidiariamente establecer sus propias escuelas, respetando siempre el derecho de los padres sobre la orientación de la educación de sus hijos.
En este derecho está incluido que puedan promover y dirigir escuelas en las que sus hijos reciban una educación adecuada; teniendo en cuenta la función social de estas escuelas, el Estado debe reconocerlas y subvencionarlas 18. Y también que sus hijos reciban en las escuelas ?estatales o no? una enseñanza que esté de acuerdo con sus convicciones religiosas 19.
Compete al Estado dictar las normas relativas a la enseñanza que sean necesarias para el bien común (niveles, grados, acceso de todos a la instrucción, contenidos mínimos para obtener los grados correspondientes, reconocimiento de títulos, etc.). Es tiranía que el Estado pretenda reservarse, aunque sea indirectamente el monopolio de la enseñanza (cfr. CIC, 797).
A la Iglesia le compete siempre determinar y vigilar todo lo que se refiere a la enseñanza y difusión de la religión católica: programas, contenidos, libros, idoneidad de los profesores. Es un aspecto de la potestad de magisterio que compete a la Jerarquía, y un derecho de la Iglesia para defender y garantizar su propia identidad y la integridad de su doctrina. Nadie puede, por tanto, erigirse en maestro de doctrina católica (en las escuelas de cualquier nivel) si no está aprobado por la autoridad eclesiástica (cfr. CIC, 804-805).
También tiene derecho la Iglesia a establecer sus propios centros de enseñanza (oficialmente católicos), a que sean reconocidos y reciban ayudas estatales en las mismas condiciones que los demás centros no estatales, sin tener para ello que renunciar a su ideario católico o a su dependencia de la autoridad eclesiástica (cfr. CIC, 800).
c) La Iglesia tiene también derecho a promover iniciativas sociales que sean congruentes con su misión religiosa (hospitales, medios de comunicación, orfanatos, centros de acogida) y a que el Estado reconozca estas obras "católicas" en las mismas condiciones que las demás iniciativas de este tipo promovidas por particulares (exenciones fiscales, titulación del personal, subvenciones, colaboración de voluntarios, posibilidad de recaudar donativos, etc.).
Un tema de gran actualidad es la distinción entre laicidad y laicismo. Por laicidad se entiende que el Estado es autónomo respecto a las leyes eclesiásticas; mientras el laicismo pretende una autonomía de la política respecto al orden moral y al mismo designio divino, y tiende a encerrar la religión en la esfera puramente privada. De este modo conculca el derecho a la libertad religiosa y perjudica el orden social (cfr. Compendio, 572). Una auténtica laicidad evita dos extremos: la imposición de una teoría moral que transforme la sociedad civil en un Estado ético 20, y el rechazo a priori de los valores morales que provienen de ámbitos culturales, religiosos, etc., que son de libre pertenencia y no deben ser gestionados desde el poder 21.
Se debe, además, subrayar que es ilusorio e injusto pedir que los fieles actúen en política "como si Dios no existiese". Es ilusorio, porque todas las personas actúan en base a sus convicciones culturales (religiosas, filosóficas, políticas, etc.), derivadas o no de una fe religiosa; son, por tanto, convicciones que influyen sobre el comportamiento social de los ciudadanos. Es injusta, porque los no católicos aplican sus propias doctrinas, independientemente de cuál haya sido su origen.
Actuar en política de acuerdo con la propia fe, si es coherente con la dignidad de las personas, no significa que la política esté sometida a la religión; significa que la política está al servicio de la persona y, por tanto, debe respetar las exigencias morales, que es tanto como decir que debe respetar y favorecer la dignidad de todo ser humano. Asimismo, vivir el empeño político por un motivo trascendente se ajusta perfectamente a la naturaleza humana y, por eso, estimula ese empeño y produce mejores resultados.
Todo lo dicho concuerda con el legítimo pluralismo de los católicos en el ámbito social. En efecto, los mismos objetivos útiles se pueden conseguir a través de diversos caminos; es, por tanto, razonable un pluralismo de opiniones y de actuaciones para alcanzar una meta social. Es natural que los partidarios de cada solución busquen legítimamente realizarla; sin embargo, ninguna opción tiene la garantía de ser la única alternativa adecuada –entre otras cosas porque la política trabaja en gran parte con futuribles: es el arte de realizar lo posible– y, aún menos, de ser la única que responde a la doctrina de la Iglesia 22: «A nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia» 23.
En este sentido todos los fieles, especialmente los laicos, tienen derecho a que en la Iglesia se reconozca su legitima autonomía para gestionar los asuntos temporales según sus propias convicciones y preferencias, siempre que sean acordes con la doctrina católica. Y tienen el deber de no implicar a la Iglesia en sus personales decisiones y actuaciones sociales, evitando presentar esas soluciones como soluciones católicas 24.
El pluralismo no es un mal menor, sino un elemento positivo ?al igual que la libertad? de la vida civil y religiosa. Es preferibile aceptar una diversidad en los aspectos temporales, que lograr una presunta eficacia uniformando las opciones con merma de la libertad personal. El pluralismo, sin embargo, no debe confundirse con el relativismo ético 25. Más aún, un auténtico pluralismo requiere un conjunto de valores como soporte de las relaciones sociales.
El pluralismo es moralmente admisible mientras se trate de decisiones encaminadas al bien personal y social; pero no lo es si la decisión es contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las persones (cfr. Catecismo, 1901). Evitados estos casos extremos, conviene fomentar el pluralismo en materias temporales, como un bien para la vida personal, social y eclesial.
Enrique Colom
– Catecismo, 2104-2109; 2244-2246; 2419-2425.
– Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 74-76; y Declar. Dignitatis humanae, 1-8; 13-14.
– Juan Pablo II, Ex. ap. Christifideles laici, 30-XII-88, 36-44.
– San Josemaría, Homilía Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 113-123.
– Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24-XI-2002.
– Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 49-55; 60-71; 189-191; 238-243; 377-427.