Catequesis

del Papa Benedicto XVI

durante la Audiencia General del

miércoles 16 de noviembre de 2005

Acción de gracias

por la salvación realizada por Dios

(Salmo 135-II)

Queridos hermanos y hermanas:

1. Nuestra reflexión vuelve al himno de alabanza del salmo 135 que la liturgia de las Vísperas propone en dos etapas sucesivas, siguiendo una distinción específica que la composición ofrece a nivel temático. En efecto, la celebración de las obras del Señor se delinea entre dos ámbitos, el del espacio y el del tiempo.

En la primera parte (cf. vv. 1-9), que fue objeto de nuestra meditación precedente, desempeñaba un papel destacado la acción divina en la creación, que dio origen a las maravillas del universo. Así, en esa parte del salmo se proclama la fe en Dios creador, que se revela a través de sus criaturas cósmicas. Ahora, en cambio, el gozoso canto del salmista, llamado por la tradición judía "el gran Hallel", o sea, la alabanza más elevada dirigida al Señor, nos conduce a un horizonte diverso, el de la historia. La primera parte, por tanto, trata de la creación como reflejo de la belleza de Dios, la segunda habla de la historia y del bien que Dios ha realizado por nosotros en el curso del tiempo.

Sabemos que la revelación bíblica proclama repetidamente que la presencia de Dios salvador se manifiesta de modo particular en la historia de la salvación (cf. Dt 26, 5-9; Jos 24, 1-13).

2. Así pues, pasan ante los ojos del orante las acciones liberadoras del Señor, que tienen su centro en el acontecimiento fundamental del éxodo de Egipto. A este está profundamente vinculado el arduo viaje por el desierto del Sinaí, cuya última etapa es la tierra prometida, el don divino que Israel sigue experimentando en todas las páginas de la Biblia.

El célebre paso a través del mar Rojo, "dividido en dos partes", casi desgarrado y domado como un monstruo vencido (cf. Sal 135, 13), hace surgir el pueblo libre y llamado a una misión y a un destino glorioso (cf. vv. 14-15; Ex 15, 1-21), que encuentra su relectura cristiana en la plena liberación del mal con la gracia bautismal (cf. 1Co 10, 1-4). Se abre, además, el itinerario por el desierto:  allí el Señor es representado como un guerrero que, prosiguiendo la obra de liberación iniciada en el paso del mar Rojo, defiende a su pueblo, hiriendo a sus adversarios. Por tanto, desierto y mar representan el paso a través del mal y la opresión, para recibir el don de la libertad y de la tierra prometida (cf. Sal 135, 16-20).

3. Al final, el Salmo alude al país que la Biblia exalta de modo entusiasta como "tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares (...), tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el bronce" (Dt 8, 7-9).

Esta celebración exaltante, que va más allá de la realidad de aquella tierra, quiere ensalzar el don divino dirigiendo nuestra expectativa hacia el don más alto de la vida eterna con Dios. Un don que permite al pueblo ser libre, un don que nace –como se sigue repitiendo en la antífona que articula cada versículo– del hesed del Señor, es decir, de su "misericordia", de su fidelidad al compromiso asumido en la alianza con Israel, de su amor, que sigue revelándose a través del "recuerdo" (cf. Sal 136, 23). En el tiempo de la "humillación", o sea, de las sucesivas pruebas y opresiones, Israel descubrirá siempre la mano salvadora del Dios de la libertad y del amor. También en el tiempo del hambre y de la miseria el Señor entrará en escena para ofrecer el alimento a toda la humanidad, confirmando su identidad de creador (cf. v. 25).

4. Por consiguiente, en el salmo 135 se entrelazan dos modalidades de la única revelación divina, la cósmica (cf. vv. 4-9) y la histórica (cf. vv. 10-25). Ciertamente, el Señor es trascendente como creador y dueño absoluto del ser; pero también está cerca de sus criaturas, entrando en el espacio y en el tiempo. No se queda fuera, en el cielo lejano. Más aún, su presencia en medio de nosotros alcanza su ápice en la encarnación de Cristo.

Esto es lo que la relectura cristiana del salmo proclama de modo límpido, como testimonian los Padres de la Iglesia, que ven la cumbre de la historia de la salvación y el signo supremo del amor misericordioso del Padre en el don del Hijo, como salvador y redentor de la humanidad (cf. Jn 3, 16).

Así, san Cipriano, mártir del siglo III, al inicio de su tratado sobre Las obras de caridad y la limosna, contempla con asombro las obras que Dios realizó en Cristo su Hijo en favor de su pueblo, prorrumpiendo por último en un apasionado reconocimiento de su misericordia. "Amadísimos hermanos, muchos y grandes son los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa de Dios Padre y de Cristo ha realizado y siempre realizará para nuestra salvación; en efecto, para preservarnos, darnos una nueva vida y poder redimirnos, el Padre envió al Hijo; el Hijo, que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre, para hacernos hijos de Dios:  se humilló, para elevar al pueblo que antes yacía en la tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se hizo esclavo para conducirnos a la libertad a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó morir, para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad. Estos son los numerosos y grandes dones de la divina misericordia" (1:  Trattati:  Collana di Testi Patristici, CLXXV, Roma 2004, p. 108).

Con estas palabras el santo Doctor de la Iglesia desarrolla el Salmo con una enumeración de los beneficios que Dios nos ha hecho, añadiendo a lo que el Salmista no conocía todavía, pero que ya esperaba, el verdadero don que Dios nos ha hecho:  el don del Hijo, el don de la Encarnación, en la que Dios se nos dio a nosotros y permanece con nosotros, en la Eucaristía y en su Palabra, cada día, hasta el final de la historia. El peligro nuestro está en que la memoria del mal, de los males sufridos, a menudo sea más fuerte que el recuerdo del bien. El Salmo sirve para despertar en nosotros también el recuerdo del bien, de tanto bien como el Señor nos ha hecho y nos hace, y para que podamos ver si nuestro corazón se hace más atento:  en verdad, la misericordia de Dios es eterna, está presente día tras día.