Homilía con ocasión del Ágora de los Jóvenes Italianos en Loreto
Explanada de Montorso. Domingo 2 de septiembre de 2007
Queridos hermanos y hermanas;
queridos jóvenes amigos:
Después de la vigilia de esta noche, nuestro encuentro en Loreto se concluye ahora en torno al altar con la solemne celebración eucarística. Una vez más os saludo cordialmente a todos. Saludo en especial a los obispos y doy las gracias al arzobispo Angelo Bagnasco, que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes. Saludo al arzobispo de Loreto, que nos ha acogido con afecto y solicitud. Saludo a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los que han preparado con esmero esta importante manifestación de fe. Saludo con deferencia a las autoridades civiles y militares presentes, y de modo particular al vicepresidente del Gobierno, hon. Franceso Rutelli.
Este es realmente un día de gracia. Las lecturas que acabamos de escuchar nos ayudan a comprender cuán maravillosa es la obra que ha realizado el Señor al reunirnos aquí, en Loreto, en tan gran número y en un clima jubiloso de oración y de fiesta. Con nuestro encuentro en el santuario de la Virgen se hacen realidad, en cierto sentido, las palabras de la carta a los Hebreos: "Os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo" (Hb 12, 22).
Al celebrar la Eucaristía a la sombra de la Santa Casa, también nosotros nos hemos acercado a la "reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos" (Hb 12, 23). Así podemos experimentar la alegría de encontrarnos ante "Dios, juez universal, y los espíritus de los justos llegados ya a su consumación" (Hb 12, 23). Con María, Madre del Redentor y Madre nuestra, vamos sobre todo al encuentro del "mediador de la nueva Alianza" (Hb 12, 24).
El Padre celestial, que muchas veces y de muchos modos habló a los hombres (cf. Hb 1, 1), ofreciendo su alianza y encontrando a menudo resistencias y rechazos, en la plenitud de los tiempos quiso establecer con los hombres un pacto nuevo, definitivo e irrevocable, sellándolo con la sangre de su Hijo unigénito, muerto y resucitado para la salvación de la humanidad entera.
Jesucristo, Dios hecho hombre, asumió en María nuestra misma carne, tomó parte en nuestra vida y quiso compartir nuestra historia. Para realizar su alianza, Dios buscó un corazón joven y lo encontró en María, "una joven".
También hoy Dios busca corazones jóvenes, busca jóvenes de corazón grande, capaces de hacerle espacio a él en su vida para ser protagonistas de la nueva Alianza. Para acoger una propuesta fascinante como la que nos hace Jesús, para establecer una alianza con él, hace falta ser jóvenes interiormente, capaces de dejarse interpelar por su novedad, para emprender con él caminos nuevos.
Jesús tiene predilección por los jóvenes, como lo pone de manifiesto el diálogo con el joven rico (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22); respeta su libertad, pero nunca se cansa de proponerles metas más altas para su vida: la novedad del Evangelio y la belleza de una conducta santa. Siguiendo el ejemplo de su Señor, la Iglesia tiene esa misma actitud. Por eso, queridos jóvenes, os mira con inmenso afecto; está cerca de vosotros en los momentos de alegría y de fiesta, al igual que en los de prueba y desvarío; os sostiene con los dones de la gracia sacramental y os acompaña en el discernimiento de vuestra vocación.
Queridos jóvenes, dejaos implicar en la vida nueva que brota del encuentro con Cristo y podréis ser apóstoles de su paz en vuestras familias, entre vuestros amigos, en el seno de vuestras comunidades eclesiales y en los diversos ambientes en los que vivís y actuáis.
Pero, ¿qué es lo que hace realmente "jóvenes" en sentido evangélico? Este encuentro, que tiene lugar a la sombra de un santuario mariano, nos invita a contemplar a la Virgen. Por eso, nos preguntamos: ¿Cómo vivió María su juventud? ¿Por qué en ella se hizo posible lo imposible? Nos lo revela ella misma en el cántico del Magníficat: Dios "ha puesto los ojos en la humildad de su esclava" (Lc 1, 48).
Dios aprecia en María la humildad, más que cualquier otra cosa. Y precisamente de la humildad nos hablan las otras dos lecturas de la liturgia de hoy. ¿No es una feliz coincidencia que se nos dirija este mensaje precisamente aquí, en Loreto? Aquí, nuestro pensamiento va naturalmente a la Santa Casa de Nazaret, que es el santuario de la humildad: la humildad de Dios, que se hizo carne, se hizo pequeño; y la humildad de María, que lo acogió en su seno. La humildad del Creador y la humildad de la criatura.
De ese encuentro de humildades nació Jesús, Hijo de Dios e Hijo del hombre. "Cuanto más grande seas, tanto más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia, pues grande es el poderío del Señor, y por los humildes es glorificado", nos dice el pasaje del Sirácida (Si 3, 18-20); y Jesús, en el evangelio, después de la parábola de los invitados a las bodas, concluye: "Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado" (Lc 14, 11).
Esta perspectiva que nos indican las Escrituras choca fuertemente hoy con la cultura y la sensibilidad del hombre contemporáneo. Al humilde se le considera un abandonista, un derrotado, uno que no tiene nada que decir al mundo. Y, en cambio, este es el camino real, y no sólo porque la humildad es una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque constituye el modo de actuar de Dios mismo. Es el camino que eligió Cristo, el mediador de la nueva Alianza, el cual, "actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 8).
Queridos jóvenes, me parece que en estas palabras de Dios sobre la humildad se encierra un mensaje importante y muy actual para vosotros, que queréis seguir a Cristo y formar parte de su Iglesia. El mensaje es este: no sigáis el camino del orgullo, sino el de la humildad. Id contra corriente: no escuchéis las voces interesadas y persuasivas que hoy, desde muchas partes, proponen modelos de vida marcados por la arrogancia y la violencia, por la prepotencia y el éxito a toda costa, por el aparecer y el tener, en detrimento del ser.
Vosotros sois los destinatarios de numerosos mensajes, que os llegan sobre todo a través de los medios de comunicación social. Estad vigilantes. Sed críticos. No vayáis tras la ola producida por esa poderosa acción de persuasión. No tengáis miedo, queridos amigos, de preferir los caminos "alternativos" indicados por el amor verdadero: un estilo de vida sobrio y solidario; relaciones afectivas sinceras y puras; un empeño honrado en el estudio y en el trabajo; un interés profundo por el bien común.
No tengáis miedo de ser considerados diferentes y de ser criticados por lo que puede parecer perdedor o pasado de moda: vuestros coetáneos, y también los adultos, especialmente los que parecen más alejados de la mentalidad y de los valores del Evangelio, tienen profunda necesidad de ver a alguien que se atreva a vivir de acuerdo con la plenitud de humanidad manifestada por Jesucristo.
Así pues, queridos jóvenes, el camino de la humildad no es un camino de renuncia, sino de valentía. No es resultado de una derrota, sino de una victoria del amor sobre el egoísmo y de la gracia sobre el pecado. Siguiendo a Cristo e imitando a María, debemos tener la valentía de la humildad; debemos encomendarnos humildemente al Señor, porque sólo así podremos llegar a ser instrumentos dóciles en sus manos, y le permitiremos hacer en nosotros grandes cosas.
En María y en los santos el Señor obró grandes prodigios. Pienso, por ejemplo, en san Francisco de Asís y santa Catalina de Siena, patronos de Italia. Pienso también en jóvenes espléndidos, como santa Gema Galgani, san Gabriel de la Dolorosa, san Luis Gonzaga, santo Domingo Savio, santa María Goretti, que nació cerca de aquí, y los beatos Piergiorgio Frassati y Alberto Marvelli. Y pienso también en numerosos muchachos y muchachas que pertenecen a la legión de santos "anónimos", pero que no son anónimos para Dios. Para él cada persona es única, con su nombre y su rostro. Como sabéis bien, todos estamos llamados a ser santos.
Como veis, queridos jóvenes, la humildad que el Señor nos ha enseñado y que los santos han testimoniado, cada uno según la originalidad de su vocación, no es ni mucho menos un modo de vivir abandonista. Contemplemos sobre todo a María: en su escuela, también nosotros podemos experimentar, como ella, el "sí" de Dios a la humanidad del que brotan todos los "sí" de nuestra vida.
En verdad, son numerosos y grandes los desafíos que debéis afrontar. Pero el primero sigue siendo siempre seguir a Cristo a fondo, sin reservas ni componendas. Y seguir a Cristo significa sentirse parte viva de su cuerpo, que es la Iglesia. No podemos llamarnos discípulos de Jesús si no amamos y no seguimos a su Iglesia. La Iglesia es nuestra familia, en la que el amor al Señor y a los hermanos, sobre todo en la participación en la Eucaristía, nos hace experimentar la alegría de poder gustar ya desde ahora la vida futura, que estará totalmente iluminada por el Amor.
Nuestro compromiso diario debe consistir en vivir aquí abajo como si estuviéramos allá arriba. Por tanto, sentirse Iglesia es para todos una vocación a la santidad; es compromiso diario de construir la comunión y la unidad venciendo toda resistencia y superando toda incomprensión. En la Iglesia aprendemos a amar educándonos en la acogida gratuita del prójimo, en la atención solícita a quienes atraviesan dificultades, a los pobres y a los últimos.
La motivación fundamental de todos los creyentes en Cristo no es el éxito, sino el bien, un bien que es tanto más auténtico cuanto más se comparte, y que no consiste principalmente en el tener o en el poder, sino en el ser. Así se edifica la ciudad de Dios con los hombres, una ciudad que crece desde la tierra y a la vez desciende del cielo, porque se desarrolla con el encuentro y la colaboración entre los hombres y Dios (cf. Ap 21, 2-3).
Seguir a Cristo, queridos jóvenes, implica además un esfuerzo constante por contribuir a la edificación de una sociedad más justa y solidaria, donde todos puedan gozar de los bienes de la tierra. Sé que muchos de vosotros os dedicáis con generosidad a testimoniar vuestra fe en varios ámbitos sociales, colaborando en el voluntariado, trabajando por la promoción del bien común, de la paz y de la justicia en cada comunidad. Uno de los campos en los que parece urgente actuar es, sin duda, el de la conservación de la creación.
A las nuevas generaciones está encomendado el futuro del planeta, en el que son evidentes los signos de un desarrollo que no siempre ha sabido tutelar los delicados equilibrios de la naturaleza. Antes de que sea demasiado tarde, es preciso tomar medidas valientes, que puedan restablecer una fuerte alianza entre el hombre y la tierra. Es necesario un "sí" decisivo a la tutela de la creación y un compromiso fuerte para invertir las tendencias que pueden llevar a situaciones de degradación irreversible.
Por eso, he apreciado la iniciativa de la Iglesia italiana de promover la sensibilidad frente a los problemas de la conservación de la creación estableciendo una Jornada nacional, que se celebra precisamente el 1 de septiembre. Este año la atención se centra sobre todo en el agua, un bien preciosísimo que, si no se comparte de modo equitativo y pacífico, se convertirá por desgracia en motivo de duras tensiones y ásperos conflictos.
Queridos jóvenes amigos, después de escuchar vuestras reflexiones de ayer por la tarde y de esta noche, dejándome guiar por la palabra de Dios, he querido comunicaros ahora estas consideraciones, que pretenden ser un estímulo paterno a seguir a Cristo para ser testigos de su esperanza y de su amor. Por mi parte, seguiré acompañándoos con mi oración y con mi afecto, para que prosigáis con entusiasmo el camino del Ágora, este singular itinerario trienal de escucha, diálogo y misión. Al concluir hoy el primer año con este estupendo encuentro, no puedo por menos de invitaros a mirar ya a la gran cita de la Jornada mundial de la juventud, que se celebrará en julio del año próximo en Sydney.
Os invito a prepararos para esa gran manifestación de fe juvenil meditando en mi Mensaje, que profundiza el tema del Espíritu Santo, para vivir juntos una nueva primavera del Espíritu. Os espero, por tanto, en gran número también en Australia, al concluir vuestro segundo año del Ágora.
Por último, volvamos una vez más nuestra mirada a María, modelo de humildad y de valentía. Ayúdanos, Virgen de Nazaret, a ser dóciles a la obra del Espíritu Santo, como lo fuiste tú. Ayúdanos a ser cada vez más santos, discípulos enamorados de tu Hijo Jesús. Sostén y acompaña a estos jóvenes, para que sean misioneros alegres e incansables del Evangelio entre sus coetáneos, en todos los lugares de Italia. Amén.