XLII ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL

"Testigos del Dios vivo"

Reflexión sobre la misión e identidad de la Iglesia en nuestra sociedad.

Madrid, 24-29 de junio de 1985

PRESENTACIÓN

    Esta instrucción de la Conferencia Episcopal Española forma parte de las actividades previstas en el programa de acción pastoral que la Conferencia se trazó a sí misma en 1983. Allí se adoptó como objetivo prioritario de las preocupaciones pastorales de la Conferencia el servicio a la fe de nuestro pueblo, del Pueblo de Dios y del pueblo en general. Con ello se iniciaba una época nueva en la vida de nuestra Iglesia caracterizada por la preocupación dominante en favor de una pastoral evangelizadora y misionera. Es curioso que los comentarios dedicados a aquel documento de julio de 1983 no parecen haber valorado suficientemente esta importante novedad. Quedan más bien prendidos en los detalles y bloqueados por los temores, sin percibir las intenciones dominantes del texto considerado en su conjunto.

1. Objetivos del documento

De una manera general, el objetivo central de esta instrucción pastoral es el de impulsar el dinamismo evangelizador de las Iglesias y de los católicos de España. Este intento no se ha querido abordar de una manera puramente teórica ni tampoco manteniéndose a ras de los pragmatismos del momento. Lo que se ha querido hacer es proponer sintéticamente a las Iglesias y a los que viven y trabajan dentro de ellas los contenidos esenciales y primarios de la evangelización, teniendo cuidado de explicar aquellos aspectos tanto de orden personal como comunitario, que las circunstancias actuales de la Iglesia y de la sociedad en España hacen especialmente importantes.

Se trata, por tanto, de un texto predominantemente doctrinal, aunque no ha querido ser teórico sino pastoral y práctico. Y esto porque sus exposiciones y subrayados doctrinales responden a un tratamiento de los puntos de la vida y la acción evangelizadora de nuestras Iglesias reclaman por distintas razones y circunstancias. Quien se conforme con leerlo sólo en su superficie sin preocuparse de buscar las razones por las que se dice lo que se dice y las intenciones pastorales y constructivas que lleva dentro cuanto queda dicho, se quedaría en la pura superficie de su verdadera significación doctrinal y pastoral.

2. Destinatarios de este escrito pastoral

Está claro que un escrito pastoral de los Obispos españoles por su misma naturaleza se dirige a las Iglesias que están en España de manera conjunta, y consecuentemente a todos los católicos españoles, sin excluir, como es natural, a cuantos quieran interesarse por conocer sus enseñanzas, sean miembros de otras Iglesias, antiguos miembros de la Iglesia católica más o menos separados de ella, o simplemente personas no creyentes a las que anima alguna curiosidad por saber lo que pasa dentro de las Iglesias.

Pero de manera muy concreta, este escrito, por su propia naturaleza, está dirigido a los católicos y más concretamente a aquellos católicos que quieren vivir activamente, con conciencia y con responsabilidad, su condición de cristianos y de miembros de la Iglesia. Hablando todavía más en directo, diría que esta instrucción está dirigida a lo que podríamos llamar los "cuadros" de las Iglesias particulares de España, en primer lugar los sacerdotes que junto con los Obispos trabajan directamente en el ministerio sacerdotal, a cuantos tienen una actividad en la formación de la conciencia cristiana dentro de las Iglesias (profesores, escritores, comentaristas, educadores, catequistas, responsables de grupos o de movimientos), sean sacerdotes, religiosos o seglares.

Lo que han pretendido los Obispos es ofrecer a todos ellos unas referencias básicas que sirvieran como de convocatoria común, enriquecimiento y estímulo de la acción apostólica generalizada. Y esto porque tenemos la sensación de que nuestras Iglesias, todos nosotros, necesitamos una mayor vibración religiosa, una conciencia más clara de lo que somos y de lo que tenemos que ser y hacer, una mayor coincidencia en las notas fundamentales de nuestro ser cristiano y católico, una mayor apertura a las necesidades materiales y espirituales de los demás, una participación más intensa y más esforzada en el destino material y espiritual de nuestra Sociedad. En una palabra, los católicos españoles necesitamos proponernos con mayor fuerza y claridad precisamente eso: hacer verdad en nosotros y entre nosotros la gran Iglesia de Jesús, la Iglesia apostólica y católica.

¿Puede por tanto acusarse a este documento de ser un intento restauracionista? Yo creo sinceramente que no. Es un documento hecho todo él de cara a lo que va a ser o tiene que ser el futuro de la Iglesia en España, a lo que tienen que ser los verdaderos apoyos y las notas esenciales de los católicos españoles en los próximos decenios, en lo que nosotros desde ahora podemos ver para los decenios, en lo que nosotros desde ahora podemos ver para los próximos años. Pienso que el texto intenta ser la respuesta a esta cuestión: cuáles han de ser las características de las Iglesias y de la existencia de los católicos de ahora en adelante en el contexto de la sociedad española tal como se va configurando. Por supuesto van a faltar muchos aspectos, muchos detalles, muchos elementos dignos de interés y del todo necesarios. La verdad es que se ha querido presentar solamente aquellos puntos centrales que han de ser como la vertebración interior de las comunidades y de las propias conciencias de los cristianos, aquellos que pueden servir de referencia obligada para todos, los que nos pueden sacar de la pasividad y del desconcierto, los que tienen que crear la imprescindible unidad y coincidencia entre todos, los que nos pueden dar la alegría, la responsabilidad y el dinamismo necesarios para vivir como Iglesias misioneras y portadoras del Evangelio dentro de nuestro mundo, de nuestros mundos y ambientes concretos.

Todo el tejido y contenido doctrinal de la instrucción quiere ser decididamente conciliar y posconciliar. Lo que se quiere precisamente es favorecer e impulsar una visión equilibrada e integradora superando la dialéctica entre las lecturas parciales e ideologizadas del Concilio que desfiguran hoy la vida de la Iglesia hasta disminuir su efectividad apostólica y comprometer el pacífico desarrollo del movimiento renovador que viene del Concilio y que la Iglesia necesita hacer, en continuidad consigo misma, para ser fiel a Dios y al mundo.

3. El esquema general del documento

En el marco de estas preocupaciones el texto está concebido en torno a estas ideas: la evangelización implica fundamentalmente el anuncio del Reino de Dios hecho a la vez con palabras significativas y con los signos de una vida redimida, desde dentro de la fe y de la vida de Jesús, eclesialmente recibida, celebrada y vivida por los creyentes.

La redacción definitiva (hubo seis redacciones sucesivas) puede dar lugar a que algunos piensen que predomina en el texto una visión excesivamente teórica y ensimismada de la evangelización, dando que los aspectos prácticos y las relaciones con lo que podríamos llamar la sociedad exterior a la Iglesia se desarrollan en la tercera parte. En realidad no es así. De hecho, hasta la cuarta redacción el texto no tenía más que dos partes y las cuestiones que han quedado expuestas en la tercera parte estaban incluidas en la primera. Si se trasladaron a una tercera parte fue por el deseo de exponerlas con mayor amplitud, considerando que eso no rompía la unidad interna del tratamiento de la evangelización, puesto que a ella se refiere exclusivamente el texto en su totalidad. Las cuestiones que se abordan en la parte segunda están ahí porque parecieron algunas de las exigencias más importantes de la aceptación vital y práctica del Evangelio por los mismos miembros de la Iglesia y por considerar que únicamente unas Iglesias así vivificadas y perfiladas podían ser el sujeto real de una acción evangelizadora en y de la sociedad de manera auténtica y efectiva. Esta es, por lo menos, la verdadera perspectiva desde la cual el texto debe ser leído e interpretado en su verdadero sentido y en sus auténticas intenciones pastorales.

4. Anunciar el Reino de Dios

En continuidad con la misión de Jesús, la acción evangelizadora de la Iglesia consiste en anunciar el Reino de Dios, un anuncio que no es sólo verbal, sino también y ante todo real y anticipativo. De esta manera queda ya apartado el peligro de una visión narcisista de la Iglesia. La Iglesia entera gravita hacia el Reino de Dios, por lo cual no puede ser centro de sí misma, ni de su vida, ni de su palabra, ni de sus relaciones con el mundo.

El texto ha querido evitar la tentación de quedarse en la comodidad de formulaciones tópicas poco definidas. Por eso mismo se ha querido explicitar los contenidos primarios del Reino de Dios. De acuerdo con la doctrina bíblica y la tradición de la Iglesia esta expresión se entiende como la presencia soberana y accesible de Dios que viene graciosamente por Jesucristo hasta nosotros haciéndose fuente de salvación integral y de vida eterna para quienes le acogen en su corazón por medio de una fe plena y viva. Por eso el fin primordial de la evangelización no puede ser otro que el de ayudar a los hombres a aceptar en su vida la relación justa con el Dios de la gracia viviendo en este mundo, por la caridad, la verdad de la salvación eterna en la distancia y la incipiente presencia de la esperanza.

Es evidente que este anuncio presentado al descubierto encuentra múltiples dificultades en el contexto cultural y social en que vivimos. También es cierto que el corazón del hombre de una o de otra manera busca y necesita estas respuestas definitivas para las que ha sido creado. También en nuestro mundo están presentes las añoranzas del Evangelio y del Reino de Dios. Es preciso buscar el lenguaje, el modo y la presencia adecuados para poder proclamar este anuncio de manera convincente y fraterna. Lo que interesa decisivamente es que el anuncio hecho sea realmente el que Jesucristo vino a traernos en nombre de Dios, sin quedarnos en los presupuestos, sin magnificar unos elementos a costa de otros, sin caer en una equivocada estrategia de concesionismos acomodaticios que por el buen deseo de vender mejor y más barato adultera la mercancía.

Este parece ser un asunto especialmente importante en el momento en que vivimos. Acercarse fraternalmente a un mundo para anunciarle la salvación de Dios no puede consistir en hacerse mensajeros de lo que nuestro mundo ya tiene o de lo que nosotros pensamos que le va a gustar oír, de aquello que hemos recibido y de lo que todos los mortales necesitamos escuchar. En definitiva, eso es lo que nos salva y lo que verdaderamente agradecemos. Necesitamos que surjan entre nosotros hombres santos capaces de hablarnos de Dios, de su juicio y de sus promesas con palabras fuertes y verdaderas.

5. Vivir en la Iglesia como oyentes y portadores del Evangelio

La segunda parte reúne una serie de puntos con el rasgo común de ser exigencias de un acogimiento cordial y sincero del Evangelio dentro de la Iglesia de manera real y concreta. Otras muchas cuestiones podrían haber tenido lugar en este capítulo. A última hora todavía se manifestaron sugerencias para incluir algún otro punto en eta segunda parte. Se prefirió dejarlo así, reducida a unas cuantas cuestiones esenciales y especialmente relevantes en el momento presente.

Detrás, o en el origen, de esta selección está la convicción de que, tanto por razones del pasado como del futuro, la fe de los católicos españoles tiene que ser más vigorosa, más consciente, más personal y más coherente vitalmente. No se utilizan términos técnicos, pero en el fondo lo que se propone como objetivo pastoral inicial es el cultivo de la fe de los católicos con la fuerza y la riqueza vital que la fe tiene en los relatos y en la doctrina de los evangelios y de los escritos apostólicos. La palabra clave en este apartado es conversión. Ese es el término de la fe viva y formada, de la fe que salva.

Un especial relieve alcanza en el texto de los Obispos el tema de la eclesialidad de la fe y de la vida cristiana. Con ello no se niega la amplia perspectiva humana en la que se quiere situar el tema de la evangelización y de la misma identidad eclesial. Lo que ocurre es que los Obispos consideran que este aspecto de la vida cristiana y católica merece actualmente una especial atención. Por varias razones.

    Primero, porque en las circunstancias históricas en que hemos vivido los católicos españoles esta dimensión no ha sido nunca suficientemente atendida ni asimilada en sus verdaderos aspectos interiores y espirituales. Segundo por ser una nota claramente destacada por el Vaticano II como elemento importante de la existencia cristiana. Tercero, porque en el contexto de una sociedad libre los cristianos necesitan ahondar y asimilar el contenido y las razones de su pertenencia libre y personal a una sociedad concreta y claramente diferenciada en el conjunto de la sociedad que se llama Iglesia Católica, de dimensiones universales y no reducibles a ningún otro grupo o sociedad. Y cuarto, porque el modo de vivir y de ser cristiano en contacto abierto y en comunicación permanente con un mundo pluralista y paganizante requiere que el cristiano avive sus referencias eclesiales para no diluirse en un sincretismo incoloro y acomodaticio.

No se quiere dar a estas cuestiones más importancia de la que tienen, ni se pretende poner en ellas el centro de las preocupaciones o de las aspiraciones de los cristianos. Lo que se quiere decir simplemente es que en el mundo contemporáneo y, en lo que se alcanza a ver, cada vez con más rigor, no va a ser posible creer en Dios, sino a la sombra de Jesucristo, y no va a ser posible creer en Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador de los hombres, sino dentro de la realidad histórica y concreta que es la Iglesia apostólica y católica, aceptada y creída en su ser integral, como actualidad e historia, comunidad e institución, local y católica, cultural y profética, orante y servicial, disciplinada y profética.

6. Servidores de los pobres y Sacramento de la salvación universal

Desde el principio queda dicho que anunciar el Reino escatológico de Dios no es sólo hablar de él, es también vivirlo, hacerlo ya verdad en nuestra vida por obra del amor y en virtud de la esperanza. Este tema se vuelve a tomar en los primeros párrafos de esta tercera parte. Creer en Dios es vivir en comunión con El, y vivir en comunión vital con un Dios de gracia que nos perdona los pecados y nos da la vida eterna; es vivir con Cristo la fraternidad universal en proporción a las necesidades y a los sufrimientos de los hombres.

Los hechos y las relaciones humanas, así transformadas, tanto hacia dentro como hacia afuera de la comunidad, para hablar de algún modo, son anticipo del Reino, de la vida eterna de la resurrección y son también palabras vibrantes, la fuerza real de las palabras verdaderas con las que aparece y suena ante los hombres el anuncio de Dios, de su juicio y de sus promesas. Se ha querido insinuar solamente la variedad de formas y de servicios en los que esta acción evangelizadora puede desplegarse en y por la caridad vivida en la fuerza de la esperanza. El texto insiste en dos ideas: pretende decir que este servicio y esta solidaridad cristiana es esencial para todos los cristianos y para la comunidad eclesial en cuanto tal; y en segundo lugar quiere hacer ver que hay muchas formas posibles y necesarias para ejercer esta solidaridad, evitando el estrechamiento de quienes tiendan a restringir el compromiso temporal de los cristianos entendiéndolo únicamente como sinónimo de su participación en la vida pública.

Puesto que en estos momentos hay otro documento en preparación sobre las responsabilidades de los católicos en la vida pública, no era oportuno desarrollar aquí este asunto; por eso no se aducen sino aquellas afirmaciones fundamentales que debían tenerse en cuenta como parte del concepto mismo de evangelización y que resultan imprescindibles para dar una visión completa de la acción evangelizadora y aun de la Iglesia misma como sujeto y destinataria al mismo tiempo de la evangelización.

7. Participación de los católicos en la vida política

Como queda dicho, este tema no se desarrolla aquí sino en la medida en que entra dentro de la visión global de la acción evangelizadora de la Iglesia y de los cristianos. Tanto más cuanto que actualmente está en preparación otro documento, íntimamente relacionado con éste, que aborda expresamente y en su conjunto la responsabilidad y las principales formas de actuación de los católicos en la vida pública. Es probable que este documento sea promulgado por la Comisión Permanente de la Conferencia durante el otoño próximo.

En este documento que ahora presentamos se contiene una llamada de atención para hacer ver a los miembros de la Iglesia la necesidad de considerar la actividad y la vida política como un ejercicio, no exclusivo pero importante, de la solidaridad y del amor fraterno, de la promoción y defensa de los legítimos intereses materiales y espirituales de todos los ciudadanos, católicos y no católicos, con una especial preferencia por los más indigentes y necesitados.

Además de subrayar la importancia de esta consideración de la política como un modo de ejercer la fraternidad cristiana en favor de la sociedad entera, el texto episcopal sugiere unos criterios generales acerca de cómo tiene que ser esta participación de los católicos en la vida política, visto desde el punto de vista de su condición de miembros de la Iglesia.

En primer lugar se afirma lo que es común y general para todos los católicos: la vida cristiana por sí misma proporciona motivaciones, valores, objetivos de orden moral y práctico que la Iglesia en cuanto tal tiene que proclamar y promover, que todos los católicos tiene que comportar y buscar activamente en las diferentes actividades públicas y sociales, también en la política, por encima de las diferencias de opiniones políticas que tengan o de la diversidad de organizaciones en las que participen.

Este patrimonio común que constituye en realidad la moral política cristiana y católica, por la diversidad y variedad de las personas, de las ciencias y de las situaciones, puede dar lugar a diferentes fórmulas y formaciones políticas. De la unidad de la moral y del espíritu cristiano no se deduce necesariamente una sola política como la única política cristiana, obligatoria, por tanto, para todos los miembros de la Iglesia. Los católicos deben escoger bajo su responsabilidad personal la fórmula política que les parezca más congruente con sus principios cristianos y con los problemas concretos de la sociedad. No hay lugar, por tanto, para partidos políticos confesionales que puedan ser presentados como el brazo político de la Iglesia, ni que resulten exclusivos y obligatorios para los católicos. Ni hay partidos que puedan reclamar el apoyo directo de la Iglesia o puedan presentarse como los únicos instrumentos legítimos para el ejercicio de la vida política de los cristianos.

Sin embargo, en el texto se dice algo más. Se dice que los católicos deben crear y favorecer instituciones políticas con el fin expreso de hacer vigentes en la vida pública los criterios morales derivados de la fe, de la moral y de la fraternidad cristiana. Dejando de lado las vanas discusiones sobre nombres y palabras, es absolutamente claro que en una sociedad donde hay gran parte de católicos, por pura vitalidad y coherencia de la fe, tienen que surgir instituciones políticas y sindicales a través de las cuales los católicos pretendan hacer pasar hacia la vida pública las ideas, los valores y los objetivos humanos y sociales que se derivan de la fe y de la concepción cristiana de la persona, de la familia y de la vida social en general. Lo contrario sería tanto como no creer de verdad en la validez humana de la propia fe. Al decir esto no hay por qué pensar en fórmulas antiguas de sacralización de la política o restricción de las libertades, por la sencilla razón de que el respeto y la defensa de las libertades, también la de conciencia, la desacralización de la política y el respeto a la autonomía de las instituciones seculares son exigencias del modo cristiano de ver y hacer las realidades sociales y políticas.

Vistas las cosas desde la sociedad y desde el pueblo, es lógico que los ciudadanos católicos necesiten y quieran encontrar en su país instituciones sociales y políticas que junto con la competencia personal y técnica necesaria les ofrezcan proyectos de vida sinceramente conformes con la sensibilidad y las aspiraciones de su conciencia cristiana, con unos u otros acentos, pero dentro de una visión global de los valores morales que un cristiano quiere ver respetados y promovidos como parte importante del bien general de los ciudadanos.

Estas ideas quedan dichas muy sumariamente y quizá sin la necesaria claridad y precisión. Mi intención es llamar la atención sobre ellas haciendo ver que en esta cuestión de relaciones de la Iglesia y de los católicos con la política estamos en España a medio camino.

8. Hagamos entre todos que sea un documento vivo

Una vez explicadas las intimidades de esta instrucción episcopal no me queda sino desearle larga vida. Larga vida que para un texto de esta naturaleza comienza por una buena acogida, una acogida religiosa y benévola, dando por supuesta la buena intención, la mediana inteligencia de sus autores, y su significación religiosa en la Iglesia, tratando de enriquecerlo con las propias aportaciones en vez de pretender desautorizarlo y destruirlo.

La posible fecundidad de este texto en beneficio de nuestras Iglesias dependerá esencialmente de que llegue a no ser objeto de reflexión y de estudio en grupos de sacerdotes, comunidades religiosas, seminarios, comunidades de base y movimientos apostólicos. Para facilitar este estudio estamos pensando en editar algunos opúsculos y carpetas de trabajo con esquemas y materiales auxiliares.

Ojalá los temas expuestos se conviertan en puntos centrales de referencia para todos los católicos españoles. Ganaríamos en unidad, equilibrio, serenidad, confianza en nosotros mismos y dinamismo apostólico. Hay que salir de las rutinas y de los conformismos. Incluso de aquellas rutinas y rigideces que pudieron parecernos encarnación del progresismo hace tan sólo media docena de años. Hemos de ser capaces de provocar un renacimiento espiritual, teológico, pastoral y apostólico desde nuestras propias raíces y en función de nuestras necesidades específicas que no son exactamente las de ningún otro momento ni las de ningún otro sitio.

FERNANDO SEBASTIÁN AGUILAR

Obispo Secretario General de la Conferencia Episcopal Española

INTRODUCCIÓN

Responder eclesialmente a las exigencias de la hora actual

1. La hora presente de los católicos un especial esfuerzo de discernimiento y generosidad. La gravedad de los problemas que pesan sobre la humanidad y el inmenso sufrimiento de tantos hermanos nuestros, son una llamada de Dios que nos apremia a cumplir con más lucidez y eficacia la misión recibida de Nuestro Señor Jesucristo en favor del mundo y de todos los hombres.

El pueblo de Dios vive en España esta situación con especial intensidad. Los Obispos españoles no queremos defraudar a nuestros hermanos en la fe ni podríamos tener maniatado el Espíritu del Señor. Cada uno en su diócesis y todos juntos, ejerciendo solidariamente nuestra misión común, nos esforzamos, con la ayuda de Dios, en ser fieles al ministerio recibido "para que los que creen en Dios traten de sobresalir en la práctica de las buenas obras" (Tt 1, 3) (Tt 3, 8).

2. En junio de 1983 presentamos a la comunidad católica nuestro programa de acción pastoral para estos años. Señalábamos allí como objetivo central de nuestro ministerio el servicio a la fe de nuestro pueblo, tanto de los creyentes como de aquellos que viven, total o parcialmente, al margen de la fe en el Dios viviente sin una clara esperanza de la salvación que El nos ha prometido.

Dos puntos importantes e interdependientes

3. Hay dos temas íntimamente relacionados entre sí, y de primera importancia, que en las circunstancias actuales queremos presentar ante vosotros con el fin de que les dediquéis una especial atención: uno es la misión evangelizadora de la Iglesia y el segundo es la identidad de la Comunidad eclesial, dentro del conjunto de la sociedad española actual.

4. Es evidente que la Iglesia de Dios no existe para sí, ni puede vivir encerrada en sí misma, acaparada por sus problemas internos o satisfecha en la contemplación de sus propias prerrogativas. Como San Pablo en su tiempo, los católicos españoles estamos llamados "a anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo... para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada... mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro" ( Efesios 3, 8-11).

5. Al mirar las circunstancias reales de nuestra Iglesia y de nuestra sociedad, al examinarnos a nosotros mismos en relación con la trama real de nuestra vida, surgen muchas preguntas sobre las cuales hemos reflexionado y consultado largamente: ¿Cómo hablar de Dios y de su Reino en el mundo actual? ¿Cómo suscitar en nuestros hermanos cristianos un mayor dinamismo evangelizador y misionero? ¿Como intensificar nuestro servicio al mundo en que vivimos?

6. Tenemos sobre nosotros la gran tarea de continuar y difundir la vida de la fe y la esperanza de la salvación, en una etapa nueva de nuestra historia. La gravedad de semejante responsabilidad ha de ser estímulo para grandes empresas a fin de que Dios sea conocido y amado por todos, para que todos acepten y gocen de los bienes de su salvación en una vida renovada por el Espíritu. Todos somos necesarios para este esfuerzo común. Todos debemos revisarnos y asumir nuestras propias responsabilidades con humilde espíritu de conversión.

En cumplimiento de nuestro ministerio eclesial y en nombre de Jesucristo, queremos ofreceros el resultado de nuestras reflexiones y deseos. Ojalá que todo ello sirva para que "con unión de energías y en formas cada vez más adecuadas para lograr hoy con eficacia este importante propósito, procuremos que, ajustándonos cada vez más al Evangelio, cooperemos fraternalmente para servir a la familia humana, que está llamada en Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios" (Cfr Gaudium et spes, 92).

Desarrollo de nuestra reflexión

7. a) Viviendo como vivimos los católicos españoles en una sociedad oficialmente no confesional, sometida al influjo cultural de ideas y de criterios contrarios o simplemente diversos de nuestra fe, es absolutamente necesario que los creyentes, y la Iglesia entera, encuentren su razón de ser y su fuerza interior en la posesión y el anuncio de los misterios centrales, de la fe, fuente de renovación y de vida, de paz y de alegría. De ellos nos ocuparemos en la primera parte de este escrito.

b) En la segunda comentaremos algunos aspectos del ser de la Iglesia y de la vida cristiana que nos parecen especialmente dignos de ser tenidos en cuenta en las presentes circunstancias.

c) Posteriormente en su tercera y última parte, expondremos algunas observaciones acerca del servicio a la sociedad, que es también parte esencial de la misión de la Iglesia y de su acción evangelizadora, que nos parecen especialmente oportunas en estos momentos.

I. MISIÓN PRIMORDIAL DE LA IGLESIA

Y DE LOS CATÓLICOS EN EL MUNDO

 Una perspectiva correcta y una pregunta radical

8. Hay muchas maneras de acercarse a la realidad de la Iglesia. Se puede hablar de ella desde un punto de vista estrictamente histórico o sociológico, utilizando los métodos de las ciencias positivas. Pero la Iglesia incluso en su realidad humana e institucional tiene un origen divino y solamente puede ser percibida en su ser verdadero desde una perspectiva de fe auténticamente cristiana (Cfr Lumen gentium, 8).

9. Así como nosotros os vamos a hablar de ella fijándonos únicamente en algunos de sus rasgos fundamentales. El ser de la Iglesia está en función de su origen y de su finalidad. ¿Para qué existe la Iglesia en el mundo? ¿Cuál es su objetivo propio y específico? Esta es una pregunta radical cuya respuesta concierne seriamente a cuantos formamos parte de ella. Interesa también a quienes la observan desde fuera.

Por otra parte, en un momento como el actual, en el que las instituciones existentes en nuestra sociedad necesitan clarificarse y perfilar mejor su propia naturaleza, es muy necesario que los católicos nos preguntemos cuál es la razón de ser de la Iglesia y cuál su misión específica dentro de la sociedad en que vivimos.

Continuadores de la misión de Jesucristo

10. Esta pregunta solamente tiene una respuesta: La Iglesia es continuadora de la misión de Jesucristo (Cfr Mt 28, 18; Lumen gentium, 5). De forma que para responderla es preciso ir más allá de la propia Iglesia preguntándonos por la misión de Jesús: ¿qué hizo, qué quiso hacer, qué sigue haciendo Jesucristo en el mundo?

11. En estos momentos se ofrecen diversas respuestas a estas preguntas. Esta variedad de respuestas da a entender la riqueza de la misión de Cristo: como principio de una nueva humanidad, Jesucristo ha venido a hacerlo todo nuevo. Pero nuestra pregunta tiene que ir a buscar cuál es el punto original, lo más específico y radical de la misión y de la obra de Jesucristo en el mundo. Porque es posible que la multiplicidad de aspectos derivados del núcleo central, o la especial urgencia de algunos de ellos nos hagan perder de vista lo más original e importante.

El Papa Pablo VI, en un admirable documento de plena actualidad, resumía así la misión de Jesús: "Proclamar de ciudad en ciudad, sobre todo a los más pobres, con frecuencia los más dispuestos, el gozoso anuncio del cumplimiento de las promesas y de la Alianza propuesta por Dios, tal es la misión para la que Jesucristo se declara enviado por el Padre; todos los aspectos de su misterio -la propia Encarnación, los milagros, las enseñanzas, la convocación de los discípulos, el envío de los Doce, la cruz y la resurrección, la continuidad de su presencia en medio de los suyos- forman parte de su actividad evangelizadora" (Evangelii Nuntiandi, 6)

Jesús vino al mundo para evangelizar, esto es, para anunciar un mensaje nuevo y desconcertante: "El Reino de Dios está cerca" (Mc 1, 15): Dios entra en la vida de los hombres como una realidad viva y misteriosa que les concierne definitivamente y les trae la verdadera salvación.

Anunciar en el mundo el reino de Dios

12. No resulta fácil desempeñar sin empobrecerla la expresión "Reino de Dios". Jesús con esta expresión nos quiere decir que en su persona Dios está llevando a cabo su Alianza definitiva con el hombre y aún con la creación entera. El fundamento y el contenido de esta Alianza es el amor de Dios que se nos comunica como gracia en Cristo, garantía y fuente de nuestra propia plenitud.

El Reino de Dios es, por consiguiente, el mismo Jesucristo, puesto que El es, en su propia humanidad, la presencia, la reconciliación y el amor de Dios ofrecido a todos los hombres, y es en El donde la humanidad, herida por el pecado, recibe del Padre la victoria y la glorificación definitiva de la resurrección. Jesucristo resucitado es el núcleo del Reino de Dios, de la Nueva Humanidad y de la Nueva Creación que ha de ir reuniéndose y configurándose en torno a su cuerpo y a su humanidad glorificada (Cfr Rm 8).

13. Este es el anuncio que Jesús encomienda a sus Apóstoles y ésta es desde entonces y para siempre la misión de la Iglesia en el mundo. Por esta esperanza vivimos los cristianos abiertos al Reino de Dios, cuyas primicias poseemos ya en este mundo, anticipando así sobre la tierra la nueva humanidad que esperamos y hacia la cual Dios nos conduce con la fuerza de su Espíritu.

Cualquier actividad eclesial que no tenga suficientemente en cuenta este contenido central y radical del Evangelio de Jesucristo, desfigura el mensaje cristiano y la finalidad de la Iglesia. La catequesis, la formación doctrinal y moral de los cristianos, la liturgia y la oración, el necesario compromiso temporal exigido por la fe, deben buscar su fundamento y fin en este anuncio que es el centro de la fe y de la vida cristiana.

El contenido fundamental del mensaje de Jesús y de la Iglesia

14. Este mensaje central de Cristo y de la Iglesia proclama ante el mundo la soberanía absoluta del Dios vivo. El está en el principio y en el fin de las cosas. El tiene la iniciativa de la creación y de la salvación; en El está el juicio inapelable de nuestra vida y nuestras obras; no hay sobre la tierra ningún otro poder al que debamos someter nuestra vida ni del que podamos esperar la salvación.

15. Este Dios viviente y soberano se ha entregado y se hace accesible a los hombres como amor y como gracia en su Hijo Jesucristo. Por El, Dios nos reconcilia consigo perdonándonos los pecados, nos hace triunfar sobre la muerte, nos libera de los poderes y de los límites de este mundo haciéndonos hijos suyos mediante la comunicación de su vida inmortal y de su Espíritu (Cfr 2Co 5).

16. Quien cree este anuncio y sale de sí desde el fondo de su corazón al encuentro de Dios alcanza el perdón de sus pecados, triunfa de la muerte y se pone en camino de salvación: "El que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida" (Jn 5, 24).

17. La Iglesia entera, al acoger este mensaje, vive en el mundo como comunidad de creyentes convocada por Cristo, animada por la esperanza de encontrarse con El y participar de su victoria sobre la muerte. La Iglesia nace como continuidad histórica de Jesús y camina hacia el encuentro con el Señor glorificado.

18. No es nuestro objeto describir aquí la complejidad y riqueza de la salvación tal como es creída y esperada por nosotros. Sin embargo, en estos momentos nos parece necesario recordar algunos rasgos esenciales que en la actualidad se olvidan con frecuencia y deben ser especialmente tenidos en cuenta por cuantos se dedican en la Iglesia a la formación de la fe de las nuevas generaciones: sacerdotes, religiosos, educadores, catequistas.

a) La salvación viene de Dios que nos ha destinado desde siempre para que compartamos su vida eterna.

b) La salvación es antes que nada don de Dios que debe ser recibido con reconocimiento y alegría.

c) Dios nos ofrece ya esta salvación en el mismo Jesús en su manifestación gloriosa que aún guardamos.

d) Dios quiere que nuestra vida de cada día, personal y social, sea ya sobre la tierra anticipo, testimonio y crecimiento de la salvación definitiva.

Ninguno de estos elementos puede ser negado o quedar en la penumbra a la hora de presentar fielmente la salvación cristiana.

19. No basta, pues, predicar un seguimiento de Jesús, fijándose sólo en su vida terrena, considerándolo solamente como mero profeta y pretendiendo hacer de El casi únicamente un reformador de la historia. Jesús muere sin duda a manos de los poderes injustos de este mundo. Pero esta muerte, interpretada desde la fe cristiana, es en último término la culminación de la entrega irrevocable que Dios hace de su Hijo al mundo para su salvación. La muerte y la resurrección de Jesús son los acontecimientos definitivos de la salvación. En ellos Dios juzga y condena lo que el mundo es y puede llegar a ser cerrándose sobre sí mismo. En ellos, también, se nos abre por obra del Espíritu de Dios la gran esperanza de una vida nueva, con Dios y con los santos, que va más allá de la muerte y nos permite vivir ya una vida nueva en este mundo.

La fe viva en Dios nos asocia a la muerte y a la resurrección de Jesucristo, nos da la posibilidad de enterar por adelantado en los acontecimientos últimos de nuestra salvación y nos otorga ya en este mundo la condición de verdaderos hijos de la resurrección y ciudadanos del Reino de los cielos.

Esta es la fe que profesa y celebra la Iglesia, en esta fe somos incorporados por el bautismo a la salvación que está en Cristo, esa es la fe que nos libera del poder de la muerte y del cautiverio de este mundo, la fe que nos perdona los pecados y nos hace amigos e hijos de Dios, la fuente de nuestra soberanía respecto de las cosas de este mundo y el origen de la verdadera fraternidad. Solamente conservándonos en esta fe bautismal somos cristianos verdaderos.

20. A partir de esta fe y de esta inicial transformación, el cristiano puede y debe reconocer en la vida terrestre de Jesús el modelo inagotable y estímulo permanente de su modo de existencia entre los hombres. Así nace un nuevo estilo de vida desde dentro del corazón, por obra del Espíritu, como expresión y desarrollo de una libertad iluminada y redimida sin caer en el moralismo o en la esclavitud de una nueva ley. Aquí radica la novedad y la fuerza del Cristianismo (Cfr Jn 14, 12-21).

Por esta razón los cristianos podemos y debemos trabajar con los demás hombres para la permanente transformación del mundo. Nuestra aportación específica no nace de ninguna ideología de este mundo, ni puede tampoco limitarse a los objetivos o a la disciplina de ninguna institución política. Nosotros ofrecemos el testimonio de la fuerza del Dios vivo que nos salva y que nos hace capaces de vivir ya desde ahora el ideal de vida reconciliada y fraterna que esperamos.

La dificultad de este mensaje de salvación en el mundo de hoy

21. No es fácil hablar hoy de Dios. En nuestro mundo hay fuertes fermentos de ateísmo y de indiferencia religiosa. Paradójicamente, el hombre moderno se siente tentado de ateísmo y agnosticismo, tanto por la excesiva admiración de sí mismo como por el sentimiento de frustración y el escepticismo que le produce la experiencia de sus propios fracasos.

El crecimiento de la ciencia, las admirables adquisiciones técnicas, la ingenua esperanza de poder llegar a dominar totalmente los recursos de la naturaleza y regir por sí solo los caminos de la historia y del universo, llevan al hombre actual a rechazar la presencia y la intervención de cualquier otro agente que no sea él mismo y no pueda ser sometido a sus cálculos y proyectos. Le parece una injerencia intolerable y una inaceptable abdicación de sus propias prerrogativas.

Por otra parte la pertinencia y el crecimiento del mal y del dolor en el mundo, las amenazas de destrucción que nacen sin poderlo remediar del mal uso de sus propias obras, le conducen a una visión pesimista de la vida que le hace desconfiar de cualquier promesa o esperanza de salvación.

Hay que tener además en cuenta la difusión de un fenómeno relativamente nuevo entre nosotros. La implantación de un modelo de vida dominado por el consumo y disfrute del mayor número posible de cosas, induce a amplios sectores de nuestra sociedad, bautizados en su mayor parte, a prescindir prácticamente de Dios y de salvación eterna en su vida pública y privada; más aún hay síntomas de que estamos llegando a unas formas de vida en las que el hombre pierde la capacidad de preguntarse por el origen y el último sentido de su vida.

De la conjunción de estos factores nace un espíritu desconfiado, pragmático, amigo de disfrutar del mundo y de la vida, sin poner la confianza en revelaciones ni promesas que no estén al alcance de la mano ni se puedan disfrutar aquí y ahora de manera inmediata. Este espíritu, ampliamente difundido entre nosotros es más propenso a la incredulidad que a la fe, al pragmatismo que a la esperanza, al egoísmo que al amor y a la generosidad.

22. El anuncio del mensaje cristiano, para que resulte comprensible y aceptable debe tener en cuenta, sin duda, las condiciones del hombre a quien se dirige. Pero la relación entre el Evangelio que se anuncia y las expectativas del hombre histórico no se pueden entender de manera excesivamente simplista.

La voluntad de facilitar la comprensión del mensaje cristiano a un mundo que parece estimar únicamente las realidades terrestres puede llevarnos a cargar los acentos en las consecuencias temporales de la fe y de la salvación dejando entre paréntesis el centro y las características primordiales de esta salvación. De esta manera, y casi sin quererlo, el objetivo fundamental de la esperanza cristiana, tanto personal como colectiva, se va trasladando preferentemente a objetivos históricos. Dios deja de aparecer como el primer sujeto activo que interviene libre y soberanamente para la liberación definitiva de los hombres y va quedando relegado a un horizonte lejano, como algo impersonal, privado de iniciativa y puesto al servicio de nuestras propias preocupaciones históricas.

Paralelamente, la escatología cristiana queda oscurecida y casi sustituida por una visión optimista y mítica de la historia, la fe es interpretada desde las ideologías y empobrecida por ellas, el esfuerzo y las luchas de los hombres sustituyen a la iniciativa de Dios y al poder de su Espíritu. De esta manera se va operando una secularización interna del cristianismo que le hace incapaz de aportar nada nuevo ni importante a las luchas, a las incertidumbres y a la desesperanza de los hombres.

Ruptura y continuidad: esperar lo que vivimos y vivir lo que esperamos

23. El Evangelio no puede dejar de juzgar al mundo en cualquier situación histórica, aún a riesgo de provocar rechazos. La muerte de Jesús entraña un juicio de Dios sobre las realidades de este mundo que tiende a cerrarse sobre sí mismo y pretende lograr su salvación desde sus propios recursos. Por eso el mundo, tal como es, no puede aceptar el juicio de Dios sin poner en crisis su propia autosuficiencia y recibir con agradecimiento la vida nueva que Dios le ofrece para que pueda llegar a ser él mismo (Cfr Jn 3, 17-21).

La esperanza cristiana no favorece, sin embargo, un falso espiritualismo ni nos lleva a desentendernos de los problemas reales de la vida temporal o a menospreciar las cosas de la tierra. La verdad es que el cristiano, liberado para Dios y para su prójimo, está en condiciones de ser dueño y no esclavo de las cosas de este mundo, adquiriendo así una libertad nueva para el amor y la fraternidad. Por otra parte, quien espera de verdad la vida eterna valora las cosas de este mundo a la luz de la vida que espera y trata de irlas conformando constantemente a la vida reconciliada y fraterna que espera más allá de cualquier logro histórico (Cfr Gaudium et spes, 39).

24. La Iglesia de Jesús, portadora de esta esperanza, es por sí misma anticipación de la vida nueva que esperamos, signo y sacramento de la salvación universal, y por eso mismo es también fermento de transformación de la sociedad en esta marcha universal hacia la consumación y la plenitud.

Esta iniciación del Reino de Dios sobre la tierra no se hace sólo desde la Iglesia visible, ni es únicamente obra de los cristianos, pues como enseña el Vaticano II, el Espíritu Santo actúa en los corazones de los hombres y mujeres de buena voluntad haciendo de ellos, aun sin saberlo, verdaderos preparadores del Reino de Dios. (Cfr Lumen gentium, 16).

Por eso mismo las relaciones de la Iglesia con la sociedad, y de los católicos con los no creyentes, han de ser relaciones de diálogo y de mutuo enriquecimiento, encaminadas a que todos conozcan mejor y realicen más plenamente los planes de Dios, por encima de los errores, conflictos y malentendidos que se puedan dar a causa de las limitaciones de nuestra condición humana.

Acomodar el lenguaje sin traicionar los contenidos

25. Le Evangelización requiere un esfuerzo positivo para presentar los misterios de Dios y de nuestra salvación de manera que resulten comprensibles y despierten el interés de sus destinatarios.

Es preciso, sin embargo, cuidar de no alterar ni omitir los contenidos fundamentales de la revelación y de la fe tal como son interpretados y vividos auténticamente por la Iglesia. La correlación que en el diálogo evangelizador y pastoral se establece entre el mensaje que se quiere anunciar y los factores sociales y culturales, no puede hacerse de tal manera que la soberanía de Dios y sus promesas queden sometidas a la primacía de las expectativas o preferencias de una cultura determinada. Lo contrario daría la prioridad a la cultura sobre la fe quedando ésta convertida en un subproducto de la cultura dominante.

26. Los cristianos del llamado "primer mundo" vivimos y anunciamos la fe en Dios y la esperanza de su salvación en un ambiente de increencia y desconfianza. Esta situación, dura y exigente, ha de tener sin duda su significación dentro de los planes de Dios. Hemos de abordar esta situación y descubrir lo que quiere Dios de nosotros en ella: ser capaces de anunciar la presencia y la gracia de Dios a un mundo que cree poder prescindir de El o que no se ve con fuerzas para tomar en serio sus promesas.

La primera consecuencia que nace de esta responsabilidad es la necesidad de ahondar y purificar nuestra propia fe y esperanza en la salvación de Dios, haciéndolas a la vez más teologales, más profundamente religiosas, y más comprometidas en la transformación de nuestra vida y de nuestra manera de estar en las relaciones y en las instituciones de este mundo. Tanto el espiritualismo desencarnado como las actitudes secularizantes rehuyen de hecho esta llamada a una mayor autenticidad purificada y purificadora de la vida cristiana.

Y lo segundo es saber ofrecer a los demás de manera clara y sencilla, por todos los medios posibles, los acontecimientos fundamentales de nuestra salvación, sin ocultar nada, dejando a Dios y a Jesucristo manifestarse como han querido hacerlo, dejándoles ser quienes son, sin domesticar su Palabra, ni someterla al filtro de las expectativas de una determinada coyuntura histórica.

Estas son las necesidades y exigencias primarias de la evangelización en la sociedad actual. Los cambios y las reformas estructurales, siempre necesarias en la Iglesia, que es a la vez obra de Dios y realidad histórica, han de estar encaminadas a facilitar y potenciar en cada momento estas exigencias fundamentales. Aquello que las enturbia o debilita, más que renovación, produce en la Iglesia infidelidad y debilitamiento.

II. EXIGENCIAS INTERNAS DE LA MISIÓN EVANGELIZADORA

 Preguntarnos sobre nosotros mismos

27. La pregunta radical con la que hemos iniciado esta reflexión nos lleva inevitablemente a preguntarnos acerca de las exigencias que esta misión evangelizadora tiene sobre los que formamos parte de la Iglesia y sobre la Iglesia en general.

La Iglesia tiene como misión primordial el anuncio del nombre de Dios y de su Reino en este mundo nuestro. Pero, ¿cómo ha de ser esta Iglesia y cómo hemos de estar en ella para que pueda desempeñar hoy la misión que Cristo le ha encomendado? La respuesta a esta pregunta nos obliga a recordar algunos aspectos del ser de la Iglesia que han de ser especialmente tenidos en cuenta hoy por todos los que estamos en ella y queremos participar en su vida y misión.

La fe personalizada

28. La Iglesia es depositaria y transmisora de la fe. Ella fue constituida por Jesucristo y por los Apóstoles como pueblo de Dios y comunidad de creyentes que existe independientemente de cada uno de nosotros, como sujeto primordial de la fe, instrumento de su transmisión y garantizadora de su autenticidad.

Los cristianos recibimos el don de la fe y de la gracia al incorporarnos por el bautismo a esta comunidad de creyentes que es la Iglesia. Este don está llamado a desplegar libremente en cada uno de nosotros las capacidades de la vida nueva en Cristo y de nuestra comunicación con Dios, como Padre, producida por el don de su Espíritu.

29. El crecimiento de la fe y de la vida cristiana, y más en el contexto adverso en que vivimos, necesita aun esfuerzo positivo y un ejercicio permanente de la libertad personal. Este esfuerzo comienza por la estima de la propia fe como lo más importante de nuestra vida. A partir de esta estima nace el interés por conocer y practicar cuanto está contenido en la fe en Dios y el seguimiento de Cristo en el contexto complejo y variante de la vida real de cada día.

30. La lectura y meditación de la Sagrada Escritura, especialmente de los Evangelios y de los escritos de los Apóstoles, el conocimiento de la tradición y de las enseñanzas de la Iglesia, la oración asidua, personal y familiar, la participación frecuente en las celebraciones litúrgicas, la penitencia personal y sacramental, el compromiso personal en la vida de la propia comunidad y en el amor, y el servicio eclesial a los pobres tienen que ser los perfiles reales y concretos de la vida personal de cada cristiano consciente y adulto.

31. Por razones teológicas, la respuesta personal a la llamada de la fe tiene que realizarse en el intercambio y con el apoyo de los demás creyentes dentro de la comunidad de fe que es la Iglesia. En las actuales circunstancias, sociales y culturales, esta necesidad aparece más evidente. En un mundo como el nuestro, quienes creen en Dios y en Jesucristo, pero viven alejados de la Iglesia, corren el riesgo de perder la fe en el Dios vivo y la esperanza en la salvación cristiana. La situación del cristiano poco o nada practicante es contradictoria y peligrosa. Poco a poco las ideas y criterios no cristianos que están en el ambiente deforman la pureza y apagan el dinamismo de la fe de quien no participa personalmente en la vida comunitaria de la Iglesia.

Una fe profundamente eclesial

32. Al hablaros de la necesidad de una fe más personalizada, mejor formada y más operante, lo hemos hecho en referencia a la Iglesia. En efecto, nuestra fe, por muy personal que sea, para ser verdaderamente teologal y salvadora, ha de ser participación viva de la Iglesia. Porque es la Iglesia, la comunidad católica y apostólica de los creyentes, el único sujeto indefectible de la fe cristiana. Por eso, para el cristiano, creer es sinónimo de incorporarse en una tradición viva que surge de Cristo y los Apóstoles y llega hasta nosotros en la vida comunitaria de la Iglesia.

Es preciso que caigamos en la cuenta de la naturaleza esencialmente eclesial de nuestra fe personal desarrollando el conocimiento y la estima de la Iglesia como fuente y matriz permanente de la fe. En ella y por ella la recibimos; por medio de ella nos llega la asistencia de Dios y de Cristo para mantenernos en la auténtica fe apostólica.

33. No faltan cristianos y aun grupos o movimientos que por excesivo personalismo o por la influencia de una crítica permanente y sistemática llegan a perder o a debilitar excesivamente el afecto eclesial y la comunicación real con la Iglesia concreta de la fe que forman parte. Estas situaciones, fruto no pocas veces de las limitaciones y pecados de todos, llevan consigo el riesgo de la deformación de la fe y disminuyen en cualquier caso la fuerza del testimonio y la eficacia de la misión de la comunidad cristiana.

34. La eclesialidad de la fe tiene que ser hoy comprendida y vivida por nosotros con particular intensidad. En una sociedad donde la función educadora de la familia cristiana se ha debilitado notablemente y ha aumentado sobremanera la influencia disgregadora del ambiente, el creyente necesita sentirse realmente miembro de la gran Iglesia. Dentro de ella ha de alimentar, celebrar, manifestar y arraigar sus convicciones profundas, en unos tiempos precisos, con personas y familias concretas, en una vida eclesial y comunitaria intensa y estimulante.

Formas deficientes de entender y vivir la eclesialidad de nuestra fe

35. Estas ideas que acabamos de exponer nos llevan a tocar el punto central de esta segunda parte de nuestra exhortación, es decir, la inseparable unión de la predicación auténtica del evangelio y la incorporación de los cristianos a la Iglesia histórica de Jesucristo.

36. Con frecuencia los cristianos se reúnen en grupos y en comunidades o se asocian en movimientos para oír y comentar la Palabra de Dios, celebrar los sacramentos y ayudarse en el desarrollo de la vida personal y del compromiso cristiano. Estas comunidades, especialmente en las aglomeraciones urbanas, pueden ser un enriquecimiento y una gran ayuda para la vida y el compromiso de los cristianos en favor del Evangelio y del servicio a los hermanos en medio del mundo.

Las comunidades y movimientos, aún siendo eclesiales, no realizan por sí solos y aisladamente el ser completo de la Iglesia. La Iglesia es una comunidad dotada por el mismo Jesucristo de una naturaleza y estructura propias que son indispensables para garantizar la autenticidad de la fe, de la vida, del testimonio y del servicio.

37. La naturaleza propia de la Iglesia se define, entre otros elementos, por la continuidad apostólica de la fe. La unidad católica, expresada en el símbolo, es garantizada por la sucesión apostólica de los Obispos unidos entre sí y con el sucesor de Pedro.

38. La participación real en la vida de la Iglesia concreta de la que formamos parte, a pesar de las dificultades que podamos encontrar como consecuencia de sus limitaciones y defectos humanos, nos ofrece la posibilidad de purificar y enriquecer nuestra fe personal dentro de la auténtica tradición apostólica.

Cuando los cristianos vivimos abiertos a la gran Iglesia y convivimos realmente con nuestros hermanos dentro de ella, con verdadera comunicación y caridad fraterna, a pesar de las diferencias que se dan entre nosotros, unos a otros nos purificamos y enriquecemos en un esfuerzo constante por conseguir y conservar la verdadera unidad. Pero cuando nos alejamos unos de otros por evitar dificultades y disminuimos la comunión real con la Iglesia concreta, nos endurecemos en nuestras propias ideas y determinamos quedándonos solos con nuestra pobreza.

39. Con frecuencia vemos que el reconocimiento y la práctica de esta eclesialidad tienen entre nosotros deficiencias preocupantes. Hay quienes se presentan como muy devotos del Papa, pero prescinden de la presidencia efectiva de su Obispo respectivo en comunión con el Papa y con la Iglesia universal. A veces se rechazan o se seleccionan las enseñanzas de los Papas, acogiendo unas con entusiasmo y dejando otras en la sombra. Otras veces se vive el cristianismo en grupos selectivos configurados en torno a una persona, a unas doctrinas particulares o, incluso, a unas determinadas preferencias políticas. En tales casos se corre el riesgo de que lo decisivo no sea la fe apostólica y verdaderamente eclesial que es la única que puede salvarnos, sino las propias ideas o preferencias sociales, políticas y hasta económicas. Faltaría entonces una verdadera conversión a Jesucristo y al Dios vivo tal como viene hasta nosotros mediante el magisterio y el testimonio viviente de la Iglesia real y concreta. En el fondo se está amenazando la misma esencia religiosa de la verdadera conversión al Evangelio de Jesucristo.

Los grupos, las comunidades, las mismas instituciones seglares o religiosas, que están llamadas a ser el florecimiento vital y la riqueza espiritual de la Iglesia, pueden degenerar, o por lo menos empobrecer su vitalidad cristiana, espiritual y apostólica, si se cierran sobre sí mismas sustituyendo el magisterio y la amplitud de la Iglesia universal por las tradiciones, las ideologías y hasta los intereses meramente humanos.

40. No hay que temer que esta eclesialidad de la fe ahogue la creatividad de los cristianos ni imponga una uniformidad excesiva dentro de la comunidad. Bien entendida y vivida, estimula las aportaciones de todos según la variedad de dones y vocaciones que el Espíritu suscita dentro de la Iglesia. Lo único necesario es que nadie pretenda aislarse de la comunidad ni anteponerse a ella, tratando más bien de servirla y enriquecerla con el verdadero espíritu de Jesús que está en todos y anima a todos.

La importancia de la Iglesia particular

41. Tanto las enseñanzas conciliares, que recogen la riqueza de la tradición cristiana, como las necesidades pastorales del momento nos están pidiendo una mayor atención teórica y práctica a la Iglesia particular. Los cristianos no formamos parte de la Iglesia universal al margen de la Iglesia particular. La Iglesia universal se realiza de hecho en todas y cada una de las Iglesias particulares que viven en la comunidad apostólica y católica. El hecho de vivir encuadrados en otras instituciones eclesiales surgidas al hilo de la historia, por la acción del Espíritu, no nos dispensa del esfuerzo por integrarnos en la Iglesia particular constituyente del ser mismo de la Iglesia.

42. La Iglesia particular está presidida por el Obispo en nombre de Jesucristo Sacerdote y Cabeza de su Iglesia. El Obispo, junto con el Presbiterio, realiza el ministerio de la comunión por el anuncio autorizado de la Palabra de Dios, la celebración litúrgica de los misterios de la salvación y el servicio de la caridad. Los fieles participan realmente de la vida y la misión de Jesucristo en la Iglesia según su propia vocación dentro de la igualdad fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios. (Cfr Christus dominus, 11).

La Iglesia particular, fundamentalmente constituida por el Obispo con su presbiterio, y los laicos, ha de ser capaz de acoger dentro de sí todas las riquezas que el Espíritu de Dios suscita en sus miembros. Especial mención merecen las familias religiosas y las diferentes formas e instituciones de consagración secular.

Todos deben sentirse parte integrante de esta comunidad eclesial, sujeto común de la salvación y de la misión evangelizadora. Y todos tienen que encontrar dentro de la Diócesis y de sus instituciones el mismo reconocimiento, la misma dignidad, la misma atención, puesto que cada Iglesia particular es templo vivo de Dios edificado con las vidas de todos, cuerpo de Cristo único y operante, que por medio de nosotros ora, evangeliza y sirve a los hermanos en sus múltiples necesidades.

43. La Iglesia particular habrá de ser también lugar de encuentro, comunicación y fraternidad entre los cristianos de distintas tendencias, orígenes y grupos sociales. La unidad de la fe y el amor cristiano debe ser destacada por encima de las diferencias. Cada Iglesia tiene que esforzarse en construir esta fraternidad verdadera y entre gentes de diferentes orígenes y características. Así podremos presentarnos como sacramento de una convivencia reconciliada.

Fomentar la unidad sobre la libertad con mentalidad abierta y acogedora

44. La Iglesia es comunidad de hombres libres, en la cual cada uno aporta sus dones personales o institucionales, encuentra respeto y acogida para sus propios carismas y funciones, y se esfuerza también por respetar y aceptar los dones y funciones de los demás.

45. En esta fraternidad, el Obispo -ayudado por sus presbíteros- tiene el carisma y la misión fundamental de fomentar la unidad en el nombre de Jesucristo y garantizarla mediante el ejercicio de su ministerio en continuidad con el de los Apóstoles y en comunión con las demás Iglesias bajo la autoridad del sucesor de Pedro. Esta es la condición indispensable para que nuestros hermanos nos vean y nos acepten como mensajeros de la paz.

Tal vez como reacción a una excesiva pasividad de los miembros de la Iglesia, correspondiente a una concepción demasiado autoritaria del ministerio de los Obispos y de los sacerdotes, quizá no del todo superada, en estos años pasados se ha fomentado intensamente la creatividad. Es preciso que en esta situación aprendamos a conjugar la libertad y la creatividad con la eclesialidad que exige atención y esfuerzo permanente para afianzar, profundizar y extender la comunión.

46. La pluralidad es una riqueza de la Iglesia cuando es más manifestación de una comunión profunda y contribuye además al enriquecimiento de la comunidad única y unida. Pero cuando se exalta el pluralismo por sí mismo al margen de las exigencias de la verdad, propuesta autorizadamente por el magisterio de la Iglesia (Cfr Dei verbum, 10), degenera en coartada para encubrir la primacía del individualismo y de las ideologías sobre la eclesialidad y el misterio de la salvación. Al faltar este espíritu de unidad, se contribuye al descrédito del Evangelio y a la creciente división de los hombres en vez de animarlos a creer en Dios y a vivir como hermanos (Cfr Jn 17, 11-21).

47. Es necesario que en todas partes surja una mentalidad nueva, una visión abierta y comprensiva de la Iglesia que abarque toda su realidad y en la que todos encuentren su sitio y su función. Necesitamos promover estructuras representativas, previstas y alentadas por el Concilio Vaticano II, que faciliten la incorporación y la articulación de los diferentes sectores y de las numerosas instituciones en la unidad variada y viviente de la única Iglesia. Y esto desde los niveles básicos de la parroquia hasta los más amplios de la Diócesis y en lo que sea necesario en los niveles autonómicos, regionales y nacionales, siempre con el fin de respaldar y de intensificar la vida y la acción de la Iglesia y de los cristianos en los diferentes sectores y ambientes de la vida real.

La celebración eucarística, expresión y causa de la Iglesia

48. Llamamos la atención sobre la importancia que tiene la celebración eucarística en la realización y manifestación de la Iglesia. Cuando los cristianos celebramos la Eucaristía, realizamos el sacramento de la unidad y de la caridad, nos incorporamos a la tradición apostólica de la fe y de la piedad. En ella profesamos juntos la única fe que dirige nuestras vidas, celebramos los misterios centrales de nuestra salvación, damos gracias al Dios que nos salva y nos incorporamos a Cristo muerto y resucitado, salvador y liberador del mundo, que nos hace a su vez portadores de paz y de salvación.

Al celebrar la Eucaristía entramos más intensamente a formar parte, de manera real y visible, del misterio de la Iglesia. Por esta razón es muy importante que en estas celebraciones quede siempre manifiesta la unidad objetiva de la Iglesia local y universal, aunque haya que multiplicarlas prudentemente conforme a las necesidades reales de los fieles.

Cuando se pretende adaptar estas celebraciones a la sensibilidad o a las preferencias de un grupo determinado de cristianos, es preciso respetar siempre la objetividad de las formas y los textos litúrgicos. Así se evitará el riesgo de olvidar la primacía de la Iglesia y de su necesaria mediación que purifique y universalice nuestra fe y piedad liberándolas de las influencias parciales o de los vaivenes transitorios (Cfr Sacrosanctum concilium, 22, 3).

La Iglesia católica en cada comunidad concreta

49. La naturaleza de la Iglesia requiere que todas las Iglesias particulares estén abiertas a la comunión y a la unidad apostólica y universal. El signo y el instrumento de esta comunión universal es la adhesión al ministerio del sucesor de Pedro que debe ser leal y piadosamente reconocido como "supremo pastor y maestro de todos los fieles, a quienes ha de confirmar en la fe" (Lumen gentium, 25).

Los Obispos españoles reiteramos nuestra voluntad de ejercer el ministerio episcopal unidos con el Sumo Pontífice y los demás miembros del colegio episcopal como garantía de acierto en la grave misión de presidir y dirigir la vida de nuestras Iglesias en el nombre del único Maestro y Señor Jesucristo.

50. Los fieles deben esforzarse en aceptar este ministerio, conjunto y solidario, sin acepción de personas, con verdadero espíritu de fe, sin dejarse impresionar ni influir por quienes juzgan y discuten la vida de la Iglesia y las actuaciones del Papa o de los Obispos con criterios puramente humanos, que ignoran el carácter religioso y cristiano de tal ministerio.

Como consecuencia, tanto de una equivocada interpretación de la naturaleza de la renovación conciliar como del influjo de una sensibilidad propia de la modernidad, se ha difundido entre nosotros una crítica radical de todo lo institucional y del ser mismo de la Iglesia.

No negamos la conveniencia de las críticas para purificar y renovar la vida de la Iglesia compuesta y dirigida por hombres débiles y pecadores. Pero cuando la crítica nos lleva a distanciarnos afectivamente de la realidad concreta de la Iglesia para convertirnos en sus jueces, desfigura y empobrece nuestra fe. Solamente quien entra más profundamente en el misterio de la Iglesia y se siente responsable de su vida e su contexto real, con humildad y paciencia, encontrará en ella misma la luz y el espíritu necesario para su verdadera renovación.

51. Por esto mismo una de las exigencias del momento presente, además de aceptar humildemente las críticas y las adversidades que nos purifican y estimulan, es desarrollar expresamente la adhesión de los cristianos a la Iglesia por encima de las tensiones o dificultades que puedan aparecer en un momento determinado. Así es como han vivido los grandes testigos de la fe y los cristianos en las épocas difíciles. Así es como debemos vivir ahora nuestra pertenencia a la Iglesia por encimas de las diferentes sensibilidades y preferencias personales.

52. El reconocimiento expreso de las exigencias de la unidad de la Iglesia, más que una restricción de la libertad de los hijos de Dios, es fuente de estabilidad frente a las variaciones humanas y de enriquecimiento personal por encima de las fronteras y las inevitables limitaciones de las circunstancias locales en que vivimos inmersos.

Los diversos agentes de pastoral, sacerdotes, catequistas y educadores, deben ayudar a los cristianos a valorar y vivir prácticamente esta dimensión universal y católica de la fe y de la caridad. Es necesario que todos seamos partícipes de las alegrías y sufrimientos de la Iglesia universal. La comunión con el sucesor de Pedro y el colegio de los Obispos nos permite vivir en comunión real con todas las Iglesias y participar en la riqueza de su vida y de sus obras en todos los lugares y en todos los tiempos.

En el esfuerzo y en la vida de cada día, todos hemos de sentirnos acompañados y enriquecidos por la vida y los esfuerzos de las demás Iglesias y de los hermanos en la fe del mundo entero. De manera especial queremos fomentar las relaciones de nuestras Iglesias con las Iglesias de América hispana. A la vez que nos esforzamos para ayudarles material y espiritualmente tenemos que estar dispuestos a aprender de ellas a vivir nuestra fe y ejercer nuestra misión de evangelización y de servicio en referencia obligada a nuestras situaciones y necesidades específicas. De manera especial queremos animaros a todos a contribuir con recursos materiales y con la misma entrega personal al fortalecimiento de las Iglesias hermanas más necesitadas.

III. EL SERVICIO DEL TESTIMONIO Y DE LA SOLIDARIDAD

 Iglesia en el mundo y para el mundo

53. La hora actual de nuestras Iglesias tiene que ser una hora de evangelización. Esta misión tiene unas exigencias internas de fortalecimiento religioso y de purificación evangélica, algunas de las cuales hemos querido enumerar aquí brevemente. La acción evangelizadora derivada de la aceptación del Reino de Dios, incluye también la realización de este Reino en el mundo, aunque sea de manera fragmentada y deficiente, con hechos y signos que indiquen la presencia del amor de Dios y la certeza de la salvación que esperamos.

54. La insistencia con que hemos presentado en el apartado anterior las exigencias internas de nuestra misión en el mundo podría hacer creer a algunos que favorecemos una concepción de la Iglesia cerrada sobre sí misma, o que el miedo de la confrontación con el mundo moderno nos lleva a promover un movimiento de repliegue de la Iglesia sobre sí misma. No es así. La vida y la actividad de la Iglesia debe responder a la apertura y a la universalidad de su misión. Herederos de la misión de Jesús, no podemos olvidar que Jesús vino a salvar lo que estaba perdido a evangelizar a los pobres, a curar a los enfermos y pecadores (Cfr Lc 4, 18-21).

Lo más profundo de la vida de la Iglesia y del cristiano es compartir el amor de Dios, Padre de buenos y malos, que quiere la salvación de todos los hombres. Los mejores cristianos, en la medida en que han vivido este misterio de comunión con el amor de Dios y de Cristo, se han sentido enviados al mundo, solidarios con los sufrimientos y las esperanzas de los más pobres y necesitados, responsables de alguna manera, juntamente con Cristo, de la liberación y salvación de todos (Cfr Gaudium et spes, 1).

55. Dios quiere que todos los hombres se salven; la creación entera es objeto de su amor y de su acción salvadora. Por eso mismo Dios ha puesto a la Iglesia en el mundo al servicio de todos "para ganar a los más que pueda" (Cfr 1Co 9, 19). Todo lo que es y cuanto hay en ella, revelación, doctrina, ministerios, sacramentos, carismas, comunión y fraternidad, está ordenado al bien de los hombres y de la sociedad entera.

Este servicio que la Iglesia está llamada a hacer a los hombres y a la sociedad, en nombre de Dios y de Cristo, consiste en definitiva en ayudarles a creer en el Dios de la salvación, dándoles la posibilidad de vivir ya desde ahora las realidades del Reino y de inspirar la convivencia humana en los valores del Evangelio. Al anunciar el Reino, los cristianos tenemos que hacerlo ya realidad entre nosotros y con todos los hombres, especialmente con los más pobres y necesitados, de manera que aparezcan signos reales de la presencia del amor y de los dones de Dios como invitación a la fe, estímulo para la esperanza, anticipo de la paz y de la felicidad eterna que Dios ha preparado para todos (Cfr Mc 16, 20).

56. Por eso queremos decir claramente que la Iglesia, las comunidades las familias cristianas y cada uno de los creyentes debemos vivir vinculados a los demás, solidarios con ellos, colaboradores de Dios y de Cristo en el anuncio de la salvación, en la lucha contra todo aquello que es contrario al Reino en la vida concreta de los pueblos, de las familias y de las personas.

No hay ninguna oposición entre las dimensiones espirituales o escatológicas del Cristianismo y su fuerza transformadora de la realidad. Por lo contrario, precisamente lo que el cristianismo tiene de más original y radical, es lo que le da su capacidad para transformar desde dentro del corazón de los hombres la realidad humana entera, acercando incesantemente la vida de este mundo a la vida nueva que esperamos. Amar y esperar otro mundo no es desentenderse de éste. Esperar es hacer que el futuro actúe sobre el presente y lo transforme. El mundo de la salvación acogerá, transfigurándolo, lo que aquí hayamos vivido y hecho en el amor y en la fraternidad (Cfr Gaudium et spes, 39).

La comunidad cristiana, inicio de la humanidad nueva

57. La transformación del mundo se inicia ya en el cristiano convertido que rehace sus actitudes profundas y sus relaciones con las demás personas y con las cosas movido por un espíritu nuevo que le induce a vivir como hijo de Dios en este mundo.

También la familia cristiana es una muestra relevante de esta transformación de las actitudes y relaciones humanas que nacen del bautismo.

La comunidad cristiana es de manera más amplia y visible una porción de la humanidad transformada por la fuerza del Espíritu. La benevolencia entre nosotros y la solicitud por los más necesitados son la realización vital de los misterios que celebramos y el argumento más convincente de las cosas que anunciamos.

58. Sin un esfuerzo serio, renovado constantemente, para construir la fraternidad dentro de la Iglesia y establecer especiales relaciones de solicitud y de ayuda con los necesitados y desvalidos, estaría privada de fundamento y carecería de credibilidad nuestra palabra acerca de Dios y de sus promesas de salvación. Los hombres de nuestro tiempo y de manera especial los jóvenes tienen necesidad de ver en la comunidad cristiana el signo de una vida reconciliada, justa, alegre, algo nuevo y diferente que les ayude a creer en Dios y a buscar en El la autenticidad y la plenitud de sus vidas.

Con Cristo y como Cristo servidores de los pobres

59. La evangelización y la vida cristiana llevan consigo una especial referencia por los pobres de este mundo. No basta con atender a los pobres de la comunidad cristiana. Los pobres de la sociedad, personalmente considerados, así como las zonas, los grupos étnicos o culturales, los enfermos, los sectores de la población más pobres y marginados tienen que ser preocupación constante de la Iglesia y de los cristianos. Es preciso aumentar los esfuerzos para estar con ellos y compartir sus condiciones de vida, sentirnos llamados por Dios desde las necesidades de nuestros hermanos, hacer que la sociedad entera cambie para hacerse más justa y más acogedora en favor de los más pobres.

60. Sabemos que hay en todas partes parroquias, comunidades religiosas y asociaciones o movimientos seglares que se dedican generosamente al servicio del prójimo enfermo o necesitado. A todos ellos les alentamos a seguir su entrega en nombre de Cristo y de la Iglesia, manteniéndose unidos con el conjunto de la comunidad eclesial, que los sostiene espiritualmente y se alimenta a la vez con su ejemplo y testimonio.

A pesar del reconocimiento de la acción generosa de tantos cristianos a nadie debe extrañar si decimos que el momento actual de nuestra Iglesia requiere intensificar y coordinar mejor las formas organizadas de ejercer la caridad en favor de los pobres y de los necesitados. Lo requiere la misma naturaleza de la evangelización, pues el anuncio del Evangelio incluye alguna señal de que Dios efectivamente se acerca a los hombres para su liberación integral. Lo requiere también el sufrimiento de tantos hermanos nuestros, pues la sociedad moderna segrega marginación y sufrimiento que luego con frecuencia ignora y olvida. Lo requieren los "nuevos pobres" de la sociedad moderna: ancianos solitarios, enfermos terminales, niños sin familia, madres abandonadas, delincuentes, drogadictos, alcohólicos y tantos otros. Lo necesitan especialmente las familias sin trabajo, desgraciadamente numerosas en nuestra patria.

Este esfuerzo por la fraternidad y solidaridad con los pobres y necesitados, hecho en el nombre y con el Espíritu de Dios, será nuestra mejor respuesta a quienes piensan y enseñan que Dios es una palabra vacía o una esperanza ilusoria.

Testigos de otro mundo y fermento transformador de las estructuras sociales

61. Además de esta ayuda directa a los pobres y necesitados se ofrece el gran campo de animación y transformación de la sociedad. La Iglesia, portadora de la revelación de Dios y sus promesas de salvación, ofrece también a la sociedad, en cuanto tal, a los hombres que la componen y a aquellos que la rigen, el servicio de la iluminación sobrenatural, de la purificación constante y del estímulo para cuanto será verdaderamente humano, instrumento de progreso verdadero y de liberación integral.

El Vaticano II designó a la Iglesia como sacramento de la salvación universal. Ella es, en efecto, signo revelador y eficaz no sólo de la salvación última y definitiva, sino también de los valores morales en virtud de los cuales la sociedad se va perfeccionando a lo largo de la historia y se acerca con esfuerzo y sufrimiento a la sociedad de hombres libres a la que hemos sido llamados y estamos siendo conducidos por Dios (Cfr Lumen gentium, 9; Gaudium et spes, 40).

62. Esta animación directa de la sociedad, de sus instituciones y estructuras es la misión específica, aunque no exclusiva, de los seglares como miembros de la Iglesia que viven y actúan en el campo de las instituciones y actividades propias de este mundo (Cfr Gaudium et spes, 43).

Las asociaciones cívicas y profesionales, los compromisos sindicales o la participación en partidos políticos y en las tareas del Gobierno son otros tantos cauces para el compromiso y la acción de los cristianos en favor de una convivencia y de una vida social cada vez más justa y fraterna, más digna de los hombres, más parecida a la sociedad de los santos y más conforme con los designios de Dios.

63. Los cristianos ejercerán sus respectivas profesiones movidos por el espíritu evangélico. No es buen cristiano quien somete su forma de actuar profesionalmente al deseo de ganar dinero o alcanzar poder como valor supremo y definitivo. Los profesionales cristianos, en cualquier área de la vida, deben ser ejemplo de laboriosidad, competencia, honradez, responsabilidad y generosidad.

64. Es conocida la doctrina conciliar acerca de la participación de los cristianos en las instituciones y actividades públicas. Pero conviene repetirla aquí de nuevo para que poco a poco sea comprendida y puesta en práctica por todos.

a) El espíritu cristiano impulsa al seglar a participar en las actividades sindicales y políticas con el fin de promover los valores fundamentales de la libertad, la justicia, el progreso, la paz y la solidaridad entre los pueblos. Los imperativos morales que se derivan de la fe y de la moral cristiana deben inspirar de manera efectiva las preferencias y las actuaciones públicas de los católicos.

b) El examen de las circunstancias concretas y la valoración de las diversas posibilidades que se ofrecen en el campo de las realidades cambiantes de la vida pública es algo que cada uno tiene que hacer con la mayor objetividad y responsabilidad posible utilizando para ello los mejores recursos que estén a su alcance.

c) De este examen y de la valoración de las diferentes circunstancias, a la luz de los principios morales comunes, pueden surgir diferentes opiniones y preferencias entre los católicos, de las que cada uno es personalmente responsable. La libertad de los católicos en la vida pública es consecuencia del reconocimiento de la legítima autonomía de las instituciones seculares y de la madurez religiosa y civil de los cristianos. Por ello no se puede imponer a los católicos un determinado proyecto político por motivos exclusivamente religiosos (Cfr Gaudium et spes, 43).

d) Esta libertad de los católicos no justifica la separación entre las convicciones religiosas y morales de los cristianos y sus decisiones políticas. En sus actuaciones públicas, los cristianos deben inspirarse en los criterios y objetivos evangélicos vividos e interpretados por la Iglesia. La legítima diversidad de opiniones en los asuntos temporales no debe impedir la necesaria coincidencia de los cristianos en defender y promover los valores y proyectos de vida derivados de la moral evangélica.

e) Es obligación de los católicos presentes en las instituciones políticas ejercer una acción crítica dentro de sus propias instituciones para que sus programas y actuaciones respondan cada vez mejor a las aspiraciones y criterios de la moral cristiana. En algunos casos puede resultar incluso obligatoria la objeción de conciencia frente a actuaciones o decisiones que sean directamente contradictorias con algún precepto de la moral cristiana. Pueden también darse incompatibilidades entre la conciencia cristiana y aquellos programas que propugnen directamente doctrinas u objetivos contrarios a la doctrina o a la moral católica.

f) Las diferencias en los compromisos públicos de los cristianos no deben enturbiar sus relaciones de comunión como cristianos ni mucho menos proyectarse sobre la vida de la Iglesia creando divisiones o exclusivismos. Aquí también la primacía de la fe y la caridad sobre las diferencias de orden político serán capaces de construir la paz y la fraternidad mitigando y relativizando las ideologías y los enfrentamientos políticos.

65. La dedicación de los católicos a las tareas de la vida pública es reconocida y apreciada por la Iglesia como una manera noble de servir al bien común.

En sus actividades y luchas políticas no pueden pretender acaparar para sí el apoyo de la Iglesia ni presentar su fórmula política como la única legítima para los católicos. Más bien deben procurar acomodar sus propuestas y actuaciones a las exigencias de la común conciencia cristiana de manera que promuevan los bienes sociales que la moral católica señala como derechos y patrimonio de la sociedad y de todos los hombres.

La participación activa en la vida de la Iglesia, el estudio de su doctrina moral y social, les ayudará a promover el bien la sociedad con la honestidad, sinceridad y constancia que hemos de poner los cristianos en todas nuestras actuaciones, especialmente cuando está de por medio el bien de los demás.

CONCLUSIÓN

66. He aquí, queridos hermanos, los desafíos y las exigencias a los cuales tenemos que responder los católicos españoles en estos próximos años. Sin duda nuestra exposición tendrá deficiencias. Tratad, sin embargo, de acoger con benevolencia las preocupaciones profundas que inspiran este escrito y los grandes objetivos que hemos querido describir ante vosotros como rasgos dominantes de la vida y acción de nuestra Iglesia en los próximos años.

67. En este empeño debemos sentirnos todos importantes; todos tenemos un puesto y todos somos llamados a aportar lo propio y específico de cada uno de nosotros. Los sacerdotes mediante el ejercicio de su ministerio, los religiosos con su testimonio radical y sus múltiples servicios, las familias cristianas, los seglares, cada uno con sus propios dones, con sus características, con sus legítimas preferencias, con sus diferentes sensibilidades.

Sólo una cosa es necesaria: que todos pongamos el Evangelio de Jesucristo y la unidad real de la Iglesia por encima de protagonismos colectivos o personales, que todos participemos activamente en la gran misión de anunciar el Reino de Dios de palabra y de obra, de manera lúcida y organizada, a los hombres de nuestro tiempo.

68. No faltan quienes se sienten desorientados, asustados o decepcionados. A todos os dirigimos una palabra de aliento y de invitación: Caminemos juntos de la mano del Señor. El hará de nosotros apóstoles de su Reino y anunciadores de su paz. Unidos a El por la fe y el amor, fijos los ojos en la gran esperanza de la gloria, en unión con el sucesor de Pedro y de todos los hermanos en la fe, recorramos los caminos del mundo anunciando el Evangelio y sirviendo a nuestros hermanos en su nombre. Seamos ya desde ahora misioneros de las generaciones futuras, constructores de la Iglesia del futuro, servidores de la justicia, de la paz y del progreso en el camino hacia la Casa del Señor.

Madrid, 28 de junio de 1985