Ex 12, 1-8.11-14; Sal 115; 1Co 11, 23-26; Jn 13, 1-15
1. En la primera lectura de la Misa, hemos recordado la institución de la Pascua judía, que conmemoraba la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud a que estaba sometido en Egipto. Siglos después, Jesús escogió precisamente los días en que se hacía memoria de esta liberación para, durante la Última Cena, celebrar su Pascua instituyendo la Eucaristía. Es lo que relata san Pablo en la segunda lectura. Las palabras que Cristo pronunció aquella noche, y que los sacerdotes repetimos en cada Misa, convirtieron el pan y el vino, en su Cuerpo y su Sangre: "Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros… Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre" (1Co 11, 24-25). ¿Qué relación tiene todo esto con nuestra propia vida? ¿No sucedió demasiado lejos de aquí, demasiado lejos de nuestros problemas?
2. Estamos comenzando el Triduo Pascual. Vosotros habéis venido a Roma para vivir, con mayor intensidad, estos tres días que son los más importantes del año para un cristiano. La liberación del pueblo de Israel, bajo la guía de Moisés, fue una imagen de lo que después significó la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús para toda la humanidad. Por eso, tiene que ver con cada uno de nosotros. En la esclavitud a la que estaba sometido el pueblo judío, podemos ver una imagen de la esclavitud a la que somete el pecado. Y, en la libertad de Israel se anunciaba de algún modo una libertad nueva y más alta: la libertad de los hijos de Dios, que nos gana, a cada uno, la gracia de Jesucristo.
3. Pero podemos hacernos otra pregunta: ¿De verdad necesito ser liberado? ¿Es que no hago normalmente lo que quiero? San Pablo, que desde muy joven buscó a Dios por caminos incluso contrarios al cristianismo, escribió: "Querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra, no. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero"(Rm 7, 18-19). Es la experiencia de la falta de fuerzas para hacer todo el bien necesario. Necesitamos que Jesucristo cure definitivamente nuestra propia libertad; y es en la Cruz donde nos ha conseguido la liberación más profunda: la liberación del pecado, que nos purifica el alma para que podamos descubrir nuestra verdadera identidad de hijos de Dios.
4. La Eucaristía "es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos" (Enc. Ecclesia de Eucharistia, 11). En cada Santa Misa, cuya institución celebramos hoy, se hace presente en forma sacramental ese sacrificio de salvación. Por eso, la libertad que nos ganó Cristo con su Pasión, Muerte y Resurrección no está lejos, ni en el tiempo ni geográficamente; a la vez, la Eucaristía es ya prenda de vida eterna. Como explica san Josemaría: "Comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo" (Conversaciones, 113).
5. La libertad que nos ganó Cristo la podemos experimentar en la fuerza que se nos comunica especialmente a través de los sacramentos. Como escribió hace siglos un Padre de la Iglesia, cuando los primeros cristianos se reunían para celebrar la Eucaristía, en medio de muchas persecuciones, allí estaba verdaderamente presente el signo de la libertad (Ireneo de Lyon, Adversus Haereses, IV, 18, 2). Esta noche, al visitar a Jesús sacramentado en las iglesias de Roma, podemos pensar: en la Eucaristía está mi verdadera libertad.
Esta noche, en la que recordamos también la institución del sacerdocio y el lavatorio de los pies de los apóstoles, pidamos a nuestra Madre Santa María que nos ayude a contemplar, admirar, agradecer y vivir con fe y amor nuestro encuentro con Jesús en la Eucaristía. Así sea.