A los obispos ordenados durante el año.
Jueves, 14 de septiembre de 2017

Queridísimos hermanos:

Con gran alegría os doy la bienvenida en este momento casi concluyente de vuestra peregrinación romana, organizada por las Congregaciones para los obispos y para las Iglesias orientales.

Agradezco al cardenal Marc Ouellet y al cardenal Leonardo Sandri y a los dicasterios, que presiden respectivamente, su generoso esfuerzo para realizar este evento, que me permite ahora conoceros personalmente y profundizar con vosotros, nuevos Pastores de la Iglesia, la gracia y la responsabilidad del ministerio que hemos recibido.

De hecho, no por mérito nuestro, sino por pura benevolencia divina, nos han encomendado «el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios» (Hch 20, 24; Rm 15, 16) y el «ministerio del Espíritu» (2Co 3, 8-9). Este año, el programa de vuestras jornadas en Roma ha tratado de penetrar en el misterio del Episcopado mediante una de sus tareas centrales, la de ofrecer al «rebaño en que el Espíritu Santo [nos ha] puesto como vigilantes» (Hch 20, 28) el discernimiento espiritual y pastoral necesarios para que llegue al conocimiento y a la realización de la voluntad de Dios, en el cual reside toda perfección.

Por lo tanto, permitidme compartir algunas reflexiones sobre esta cuestión cada vez más importante en nuestros días, paradójicamente marcados por un sentido de autorreferencia, que proclama como terminado el tiempo de los maestros, mientras que, en su soledad, el hombre concreto no cesa de gritar la necesidad de ser ayudado para hacer frente a las cuestiones dramáticas que lo asaltan, de ser guiado paternalmente en el camino, no obvio, que lo desafía, de ser iniciado en el misterio de su propia búsqueda de la vida y la felicidad.

Precisamente es a través del auténtico discernimiento, que Pablo presenta como uno de los dones del Espíritu (cf. 1Co 12, 10) y Santo Tomás de Aquino llama «la virtud superior que juzga según los principios superiores» (S.Th. II-II, q. 51, a. 4, a 3), como podemos responder a esta necesidad humana actual.

El Espíritu Santo, protagonista de todo discernimiento auténtico

No hace tanto tiempo, la Iglesia invocó sobre vosotros el Spiritus Principalis o Pneuma hegemonikon, la potencia que el Padre ha dado al Hijo, y que Él transmitió a los santos Apóstoles, es decir «el Espíritu que dirige y guía». Hay que ser conscientes de que ese gran don, del que con gratitud somos servidores perpetuos, descansa sobre hombros frágiles. Tal vez por ello, la Iglesia, en su oración de la consagración episcopal, ha tomado esa expresión del Miserere (Sal 51, 14b) en el que el orante, después de explicar su fracaso, implora al Espíritu que le da inmediata y espontánea generosidad en la obediencia a Dios, tan fundamental para el que guía una comunidad.

Sólo aquel que es guiado por Dios tiene el título y la autoridad para ser propuesto como guía de los demás. Puede amaestrar y cultivar en el discernimiento sólo el que está familiarizado con este maestro interior que, como una brújula, ofrece los criterios para distinguir, para sí mismo y para los demás, el tiempo de Dios y de su gracia; para reconocer su pasaje y el camino de su salvación; para indicar los medios concretos, agradables a Dios, para lograr el bien que Él predispone en su misterioso plan de amor para cada uno y para todos. Esta sabiduría es la sabiduría práctica de la Cruz, que aunque incluya la razón y su prudencia, las supera, ya que conduce a la fuente misma de la vida que no muere, es decir, «conocer al Padre, el único Dios verdadero, y al que ha enviado: Jesucristo» (Jn 17, 3).

El obispo no puede dar por descontada la posesión de un don tan alto y trascendente, como si se tratara de un derecho adquirido, sin decaer en un ministerio privado de fecundidad. Es necesario implorarlo constantemente como condición primaria para iluminar toda sabiduría humana, existencial, psicológica, sociológica, moral, de la que podamos servirnos en la tarea de discernir los caminos de Dios para la salvación de los que nos han sido confiados.

Por lo tanto, es imperativo volver constantemente en la oración a Gabaón (cf. 1R 3, 5-12), para recordar al Señor que ante Él somos perennemente «niños pequeños, que no saben salir ni entrar» y para implorar «no larga vida, ni riquezas, ni la muerte de los enemigos», sino sólo «el discernimiento para juzgar a su pueblo». Sin esta gracia, no nos convertiremos en buenos meteorólogos de lo que se pueda vislumbrar «en el aspecto del cielo y de la tierra», sino que seremos incapaces de «evaluar el tiempo de Dios» (cf. Lc 12, 54-56). El discernimiento, por lo tanto, nace en el corazón y en la mente del obispo a través de su oración cuando pone en contacto las personas y las situaciones que le han sido confiadas con la Palabra divina pronunciada por el Espíritu. En esa intimidad el Pastor madura la libertad interior que lo hace firme en sus elecciones y comportamientos, tanto personales como eclesiales.

Sólo en el silencio de la oración se puede aprender la voz de Dios, percibir las huellas de su lenguaje, acceder a su verdad, que es una luz muy diferente, que «no está sobre la inteligencia casi como el aceite que flota en el agua» y es muy superior porque sólo «el que conoce la verdad conoce esta luz» (cf. Agustín, Conf. VII, 10, 16).

El discernimiento es un don de espíritu a la Iglesia, al que se responde con la escucha

El discernimiento es una gracia del Espíritu al santo pueblo fiel de Dios que lo constituye Pueblo profético, dotado con ese sentido de la fe y de ese instinto espiritual que lo hace capaz de sentire cum Ecclesia. Es un don recibido en medio del Pueblo y orientado hacia su salvación. Puesto que desde el bautismo el Espíritu ya mora en los corazones de los fieles, la fe apostólica, la bienaventuranza, la rectitud y el espíritu evangélicos no le son extraños.

Por lo tanto, si bien recubierto de una ineludible responsabilidad personal (cf. Directorio Apostolorum Successores, 160-161 ), el obispo está llamado a vivir su propio discernimiento de pastor como miembro del Pueblo de Dios, es decir, en una dinámica cada vez más eclesial, al servicio de la koinonía. El obispo no es el «padre y patrón» autosuficiente ni tampoco el asustado y aislado «pastor solitario».

El discernimiento del obispo es siempre una acción comunitaria, que no prescinde de la riqueza del parecer de sus presbíteros y diáconos, del Pueblo de Dios y de todos aquellos que pueden brindarle una contribución útil, incluso a través de aportaciones concretas y no meramente formales. «Cuando no se tiene en cuenta de ninguna manera al hermano y uno se considera superior, se termina por enorgullecerse también contra Dios mismo» 1.

En el diálogo sereno, no tiene miedo de compartir, e incluso a veces de modificar, su discernimiento con los demás: con los hermanos en el episcopado a los que está unidos sacramentalmente, y entonces el discernimiento se vuelve colegial; con sus propios sacerdotes, de los que es garante de esa unidad que no se impone por la fuerza, sino que se teje con la paciencia y la sabiduría de un artesano; con los fieles laicos, para que conserven el «olfato» de la verdadera infalibilidad de la fe que reside en la Iglesia: saben que Dios no falla en su amor, y no desmiente sus promesas.

Como enseña la historia, los grandes Pastores, para defender la recta fe, han sabido dialogar con tal depósito presente en el corazón y en la conciencia de los fieles y, no pocas veces, han estado sostenidos por ellos. Sin este intercambio, «la fe de los más cultos puede degenerar en la indiferencia y la de los más humildes en la superstición» 2.

Os invito, por lo tanto, a cultivar una actitud de escucha, creciendo en la libertad de renunciar al propio punto de vista (cuando se muestra parcial e insuficiente), para asumir el de Dios. Sin dejarse condicionar por otras miradas, esforzaos por conocer con vuestros propios ojos los lugares y las personas, «la tradición» espiritual y cultural de las diócesis que os han confiado para adentraros respetuosamente en la memoria de su testimonio de Cristo y para leer su presente concreto a la luz del Evangelio, fuera del cual no hay futuro alguno para la Iglesia.

La misión que os espera no es llevar vuestras propias ideas y proyectos, ni soluciones abstractas ideadas por quien considera a la Iglesia como el huerto de su casa, sino humildemente, sin protagonismos o narcisismos, ofrecer vuestro testimonio concreto de unión con Dios, sirviendo al Evangelio que debe ser cultivado y ayudado a crecer en esa situación específica.

Discernir significa, por lo tanto, humildad y obediencia. Humildad sobre vuestros proyectos. Obediencia al Evangelio, último criterio; al Magisterio, que lo custodia; a las normas de la Iglesia universal, que lo sirven; y a la situación concreta de las personas , para las que no se quiere otra cosa que buscar en el tesoro de la Iglesia, lo que sea más fecundo para el hoy de su salvación (cf. Mt 13, 52).

El discernimiento es un remedio contra la inmovilidad del «siempre se ha hecho así» o del «tomemos tiempo». Es un proceso creativo que no se limita a aplicar esquemas. Es un antídoto contra la rigidez, porque las mismas soluciones no son válidas en todas partes. Es siempre el perenne hoy del Resucitado, que nos impone que no nos resignemos a la repetición del pasado y tengamos el valor de preguntarnos si las propuestas de ayer siguen siendo evangélicamente válidas. No os dejéis aprisionar por la nostalgia de tener una sola respuesta para aplicar en todos los casos. Esto tal vez calmaría nuestra ansiedad de rendimiento, pero dejaría relegadas a los márgenes y «secas» vidas que necesitan ser regadas por la gracia que custodiamos (Mc 3, 1-6; Ez 37, 4).

Os recomiendo una delicadeza especial con la cultura y la religiosidad del pueblo. No son algo que tolerar, o meros instrumentos para maniobrar, o «una cenicienta» que hay que tener siempre escondida porque es indigna de entrar en el salón de los conceptos y de las razones superiores de la fe. Al contrario, hay que cuidarlas y dialogar con ellas, ya que, además de ser el sustrato que custodia la autocomprensión de la gente, son un verdadero sujeto de evangelización, del que vuestro discernimiento no puede prescindir. Tal carisma, donado a la comunidad de creyentes, no puede por menos que ser reconocido, interpelado e involucrado en la trayectoria ordinaria de discernimiento realizada por los pastores.

Recordad que Dios estaba ya presente en vuestras diócesis cuando llegasteis y lo seguirá estando cuando os vayáis. Y, en fin, todos seremos medidos no con la contabilidad de nuestras obras, sino con el crecimiento de la obra de Dios en el corazón del rebaño que guardamos en nombre del «pastor y custodio de nuestras almas» (cf. 1P 2, 25).

Llamados a crecer en el discernimiento

Debemos esforzarnos por crecer en un discernimiento encarnado e inclusivo, que dialoga con la conciencia de los fieles que debe ser formada y no sustituida (cf. Exh. ap. postsin. Amoris laetitia, 37), en un proceso de acompañamiento paciente y valiente para que pueda madurar la capacidad de cada uno –fieles, familias, presbíteros, comunidad y sociedad–. todos llamados a avanzar en la libertad de elegir y realizar el bien que Dios quiere. De hecho, la actividad de discernimiento no está reservada a los sabios, a los perspicaces y a los perfectos. Al contrario, Dios a menudo resiste a los soberbios y se muestra a los humildes (Mt 11, 25)

El Pastor sabe que Dios es el camino y se fía de su compañía; conoce y nunca duda de su verdad ni desespera de su promesa de vida.

Pero estas certezas, el Pastor las hace suyas en la oscuridad humilde de la fe. Transmitirlas al rebaño no es, por lo tanto anunciar obvias proclamaciones sino introducir en la experiencia de Dios que salva sosteniendo y guiando los posibles pasos que se puedan dar.

De ahí que el auténtico discernimiento, aunque definitivo en cada paso, sea un proceso siempre abierto y necesario, que puede completarse y enriquecerse.

No se reduce a la repetición de fórmulas que «como las nubes altas mandan poca lluvia» al hombre concreto, a menudo inmerso en una realidad que no se puede reducir al blanco o negro. El pastor está llamado a poner a disposición del rebaño la gracia del Espíritu, que sabe cómo penetrar en los pliegues de la realidad y tener en cuenta sus matices para que emerja lo que Dios quiere llevar a cabo en todo momento. Pienso especialmente en los jóvenes, las familias, los sacerdotes, los que tienen la responsabilidad de guiar a la sociedad. Que en vuestros labios puedan buscar y encontrar un sólido testimonio de esta Palabra superior, que es «antorcha para mis pies y luz para mi sendero» (Sal 118, 105).

Una condición esencial para el progreso en el discernimiento es educarse en la paciencia de Dios y en sus tiempos, que nunca son los nuestros. Él nunca hace «caer fuego contra los infieles» (Lc 9, 53-54), ni permite a los celosos «arrancar del campo la cizaña» que ven crecer (cf. Mt 13, 27-29). Nos toca a nosotros, día tras día, recibir de Dios la esperanza de que nos libra de toda abstracción, ya que nos permite descubrir la gracia escondida en el presente sin perder de vista la longanimidad e su plan de amor que nos trasciende.

Queridísimos hermanos:

Os pido por favor, que tengáis escrupulosamente ante vuestros ojos a Jesús y a la misión que no era suya sino del Padre (cf. Jn 7, 16), y que ofrezcáis la gente –hoy como ayer confundida y perdida– todo lo que Él supo dar: la posibilidad de encontrar a Dios personalmente, de elegir su Camino y de progresar en su amor.

Tened, particularmente fija en Él vuestra mirada hoy, fiesta de la Santa Cruz, lugar permanente del discernimiento de Dios en nuestro favor, contemplando la profundidad de su encarnación y aprendiendo de ella el criterio de todo discernimiento auténtico (1Jn 4, 1).

La Virgen, que permanece con la mirada fija en su Hijo, os guarde y os bendiga, a vosotros y a vuestra Iglesias particulares.


1 Doroteo de Gaza, Comunione con Dio e con gli uomini, Edizioni Qiqajon, 2014, 101-102.
2 John Henry Newman, Sulla consultazione dei fedeli in materia di dottrina, Morcelliana, Brescia 1991, 123.