5ª semana del Tiempo Ordinario, viernes

Años impares

Gn 3, 1-8: Seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal. No tiene por qué Dios deciros qué es lo bueno y qué lo malo. Vosotros mismos tenéis capacidad y autoridad para discernirlo. Ésta, la soberbia, es la tentación fundamental de los primeros padres, pero también de los hombres de todos los siglos. Comenta San Agustín:" La soberbia es gran malicia, la primera de todas, el principio y el origen, la causa de todos los pecados. Ella arrojó a los ángeles del cielo e hizo al diablo. Éste, arrojado de allí, dio a beber el cáliz de la soberbia al hombre, que aún se mantenía firme; elevó hasta la soberbia a quien había sido hecho a imagen y semejanza de Dios, que ahora ya se hace indigno, por la soberbia. El diablo sintió envidia de él, y lo convenció para que despreciara la ley de Dios y disfrutara de su propio poder autónomo. ¿Y cómo lo convenció? "Si coméis [de ese fruto], les dijo, seréis como dioses". Ved, pues, si no los persuadió por la soberbia." Dios hizo al hombre, y él quiso ser dios; tomando lo que no era, perdió lo que era; no digo que perdiera la naturaleza humana, sino que quedó privado de la felicidad presente y futura. Perdió aquello hacia lo que había de ser elevado, engañado por quien de allí había sido expulsado " (Sermón 340,A,1).-Nuestra actitud después de pecar no ha de ser como la de nuestros primeros padres, " escondernos " de Dios. Sería tan perjudicial como inútil. Por el contrario, con toda humildad y confianza, hemos de reconocer ante el Señor nuestra culpa. De este modo obtendremos Su perdón.Así lo cantamos con el Salmo 31: " Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito. Había pecado, lo reconocí; no te encubrí mi delito; propuse: "confesaré al Señor mi culpa", y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado. Por eso que todo fiel te suplique en el momento de la desgracia; la crecida de las aguas caudalosas no lo alcanzarán. Tú eres mi refugio; me libras del peligro, me rodeas de cantos de liberación ".

Años pares

1R 11, 29-32; 12, 19: Se separó Israel de la casa de David. Un profeta anuncia a Jeroboán, de una manera pública, la disolución del reino unificado por David. Las tribus del norte reivindicarán su autonomía. Pero aunque parezca derrumbarse la casa de David, la fidelidad de Dios a sus promesas permanecerá para siempre, y de esa casa y linaje nacerá el Salvador de los hombres. Él es la Luz del mundo, el que iluminando a todos los pueblos, congrega a todos en un solo Reino. Escuchemos a Clemente de Alejandría: " ¡Salve, luz! Desde el cielo brilló una luz sobre nosotros, que estábamos sumidos en la oscuridad y encerrados en la sombra de la muerte; luz más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo. Esta luz es la vida eterna, y todo lo que de ella participa vive, mientras que la noche teme a la luz y, ocultándose por el miedo, deja el puesto al día del Señor. El universo se ve iluminado por la luz indefectible, y el ocaso se ha transformado en aurora... Cristo fue el que transformó el ocaso en amanecer, quien venció la muerte con la vida por la resurrección, quien arrancó al hombre de su perdición y lo levantó al cielo... Él es quien diviniza al hombre con una enseñanza celeste " (Exhortación a los paganos 11, 114, 1-5).-La división del reino fue fruto de la infidelidad. Ésta es la lectura sapiencial de la historia. La gran tentación de Israel, siendo la nación que Yavé se había escogido como heredad, fue siempre la de asemejarse a las demás naciones. Y entonces, cuando Israel se aparta del plan salvífico de Dios, experimenta la ruina, el exilio, el desastre.- Pero la fidelidad de Dios permanece para siempre, como lo confiesa el Salmo 80: " Yo soy el Señor, Dios tuyo: escucha mi voz. No tendrás un dios extraño, no adorarás un dios extranjero; yo soy el Señor, que te sacó de Egipto. Pero mi pueblo no escuchó mi voz. Israel no quiso obedecer. Los entregué a su corazón obstinado, para que anduviesen según sus antojos. Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino: en un momento humillaría a sus enemigos y volvería mi mano contra sus adversarios ".

Evangelio

Mc 7, 31-37: Hace oír a los sordos y hablar a los mudos. Jesús llega a la Decápolis, donde cura a un sordomudo. Su fama se difunde por doquier. La muchedumbre lo glorifica. Este milagro de sanación nos hace recordar el rito sacramental de la iniciación cristiana: por él se nos abren los oídos para oír la palabra de Dios, y se nos desata la lengua para proclamar su gloria.La Escritura relaciona el mutismo con la falta de fe (Ex 4, 10-17; Is 6; Mc 4, 12). Y a esa luz se nos muestra la curación del mudo como un bien mesiánico. En efecto, los últimos tiempos nos sitúan en un clima de relaciones filiales con Dios, nos capacitan para oír su palabra, para responderla y también para hablar de Él a los demás.El cristiano que vive estos últimos tiempos se convierte así en profeta, experto en la Palabra divina, apóstol, misionero, catequista; más aún, en familiar y amigo de Dios. Eso implica que puede escuchar la Palabra, responderla y proclamarla a los hombres. Necesita, pues, los oídos y los labios de la fe. Y la fe, como dice San León Magno, es don de Cristo:" No es la sabiduría terrena quien descubre esta fe, ni la opinión humana quien puede conseguirla; el mismo Hijo único es quien la ha enseñado y el Espíritu quien la instruye " (Sermón 75).Dios es la luz sobrenatural de los ojos del alma, que sin ella permanece en tinieblas.