– Si 17, 1-13: Dios hizo el hombre a su imagen. El texto comenta la creación del hombre, que es grande, como imagen de Dios, y al mismo tiempo pequeño, por la limitación de la vida, que es breve y mortal. En todo caso, recibe de Dios el hombre un poder sobre el mundo visible, y ha de rendir cuenta del ejercicio de su señorío al mismo Dios que le constituyó señor, al Dios Creador de todo cuanto existe y del mismo hombre. El hombre, creado a imagen de Dios, está llamado a entrar en la amistad del Señor, y al mismo tiempo, ha de permanecer en su obediencia. San Ireneo dice: " Así como en nuestra creación original en Adán, el soplo vital de Dios, infundido sobre el modelo de sus manos, dio la vida al hombre y apareció como viviente racional, así también en la consumación, el Verbo del Padre y el Espíritu de Dios, unidos a la sustancia modelada en Adán, hicieron al hombre viviente y perfecto, capaz de alcanzar al Padre perfecto." De esta suerte, de la misma manera que todos sufrimos la muerte en el hombre animal, también hemos recibido la vida en el hombre espiritual. Porque no escapó Adán jamás de las manos de Dios, a las que el Padre decía: "hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). Y por esta misma razón, en la consumación, también sus manos vivificaron al hombre, haciéndolo perfecto, no por voluntad de la carne ni por voluntad del hombre (Jn 1, 3), para que Adán, el hombre, fuera hecho a imagen y semejanza de Dios " (Contra las herejías 5, 1, 3).-Con el Salmo 102 cantamos el amor inmenso de Dios, su paternal comprensión respecto al hombre. Sin ella, la existencia del hombre sería una gran tragedia: " Como un padre siente ternura por su hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro. Los días del hombre duran lo que la hierba, florecen como flor del campo, que el viento la roza y ya no existe, su terreno no volverá a verla. Pero la misericordia del Señor dura siempre, su justicia pasa de hijos a nietos: para los que guardan la alianza ".
– St 5, 13-20: Mucho puede hacer la oración del justo. San Agustín escribe: " Cuando hablamos con Dios en la oración, el Hijo está unido a nosotros; y cuando ruega el Cuerpo del Hijo, lo hace unido a la Cabeza. De este modo, el único Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ora por nosotros, ora en nosotros, y al mismo tiempo es a Él a quien dirigimos la oración. Ora por nosotros como Sacerdote nuestro; ora en nosotros, como nuestra Cabeza; recibe nuestra oración, como nuestro Dios " (Comentario al Salmo 85).De esa unión nuestra con Cristo procede el poder de nuestra oración. La oración que nace del altar sagrado de nuestro corazón, se eleva con toda pureza, como el incienso, hasta el corazón de Dios.-Es lo que oramos en el Salmo 140: " Señor, te estoy llamando, ven deprisa, escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como el incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde. Coloca, Señor, una guardia a mi boca, un centinela a la puerta de mis labios. Señor, mis ojos están vueltos a Ti, en Ti me refugio, no me dejes indefenso ".Dice San Juan Crisóstomo:" La oración es perfecta cuando reúne la fe y la confianza. El leproso del Evangelio demostró su fe postrándose ante el Señor con sus palabras " (Homilía 25 sobre San Mateo).Y San Cipriano: " Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego y respeto. Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos agradecer a Dios con la actitud corporal y con la moderación de nuestra voz. Porque así como es propio del falto de educación hablar a gritos, así, por el contrario, es propio del hombre respetuoso orar con tono de voz moderado... Y cuando nos reunimos con los hermanos para celebrar los sagrados misterios, presididos por el sacerdote de Dios, no debemos olvidar este respeto y moderación " (Tratado sobre la oración 4-6).
–Mc 10, 13-16: El que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Hemos de aceptar el mensaje de Cristo con sencillez de corazón, con la docilidad propia de un corazón humilde, pobre de espíritu, y como don que el Padre da a los hombres. Comenta San Agustín:" La inocencia de vuestra santidad, puesto que es hija del amor..., es sencilla como la paloma y astuta como la serpiente, no la mueve el afán de dañar, sino de guardarse del que daña. A ella os exhorto, pues de los tales es el reino de los cielos, es decir, de los humildes, de los pequeños en el espíritu. No la despreciéis, no la aborrezcáis. Esta sencillez es propia de los grandes; la soberbia, en cambio, es la falsa grandeza de los débiles que, cuando se adueña de la mente, levantándola, la derriba; inflándola, la vacía; y de tanto extenderla, la rompe. El humilde no puede dañar; el soberbio no puede no dañar. Hablo de aquella humildad que no quiere destacar entre las cosas perecederas, sino que piensa en algo verdaderamente eterno, a donde ha de llegar no con sus fuerzas, sino ayudada " (Sermón 353, 1).