1. Las reflexiones que venimos haciendo en este ciclo se relacionan con las palabras que Cristo pronunció en el discurso de la montaña sobre el «deseo» de la mujer por parte del hombre. En el intento de proceder a un examen de fondo sobre lo que caracteriza al «hombre de la concupiscencia» hemos vuelto nuevamente al libro del Génesis. En él, la situación que se llegó a crear en la relación recíproca del hombre y de la mujer, está delineada con gran finura. Cada una de las frases de Génesis 3, es muy elocuente. Las palabras de Dios-Yahvé dirigidas a la mujer en Génesis (Gn 3, 16): «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará», parecen revelar, analizándolas profundamente, el modo en que la relación de don recíproco, que existía entre ellos en el estado original de inocencia, se cambió, tras el pecado original, en una relación de recíproca apropiación.
Si el hombre se relaciona con la mujer hasta el punto de considerarla sólo como un objeto del que apropiarse y no como don, al mismo tiempo se condena a sí mismo a hacerse también el, para ella, solamente objeto de apropiación y no don. Parece que las palabras del Génesis (Gn 3, 16), tratan de tal relación bilateral, aunque directamente sólo se diga: «él te dominará». Por otra parte, en la apropiación unilateral (que indirectamente es bilateral) desaparece la estructura de la comunión entre las personas; ambos seres humanos se hacen casi incapaces de alcanzar la medida interior del corazón, orientada hacia la libertad del don y al significado nupcial del cuerpo, que le es intrínseco. Las palabras del Génesis (Gn 3, 16) parecen sugerir que esto sucede más bien a expensas de la mujer y que, en todo caso, ella lo siente más que el hombre.
2. Merece la pena prestar ahora atención al menos a ese detalle. Las palabras de Dios-Yahvé según el Génesis (Gn 3, 16): «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará», y las de Cristo, según Mateo (Mt 5, 27-28): «El que mira a una mujer deseándola…», permiten vislumbrar un cierto paralelismo. Quizá, aquí no se trata del hecho de que es principalmente la mujer quien resulta objeto del «deseo» por parte del hombre, sino más bien se trata de que -como precedentemente hemos puesto de relieve- el hombre «desde el principio» debería haber sido custodio de la reciprocidad del don y de su auténtico equilibrio. El análisis de ese «principio» (Gn 2, 23-25) muestra precisamente la responsabilidad del hombre al acoger la feminidad como don y corresponderla con un mutuo, bilateral intercambio. Contrasta abiertamente con esto el obtener de la mujer su propio don, mediante la concupiscencia. Aunque el mantenimiento del equilibrio del don parece estar confiado a ambos, corresponde sobre todo al hombre una especial responsabilidad, como si de él principalmente dependiese que el equilibro se mantenga o se rompa, o incluso -si ya se ha roto- sea eventualmente restablecido. Ciertamente, la diversidad de funciones según estos enunciados, a los que hacemos aquí referencia como a textos clave, estaba también dictada por la marginación social de la mujer en las condiciones de entonces (y la Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento proporciona suficientes pruebas de ello); pero también hay en ello encerrada una verdad, que tiene su peso independientemente de los condicionamientos específicos debidos a las costumbres de esa determinada situación histórica.
3. La concupiscencia hace que el cuerpo se convierta algo así como en «terreno» de apropiación de la otra persona. Como es fácil comprender, esto lleva consigo la pérdida del significado nupcial del cuerpo. Y junto con esto adquiere otro significado también la recíproca «pertenencia» de las personas, que uniéndose hasta ser «una sola carne» (Gn 2, 24), son a la vez llamadas a pertenecer una a la otra. La particular dimensión de la unión personal del hombre y de la mujer a través del amor se expresa en las palabras «mío… mía». Estos pronombres, que pertenecen desde siempre al lenguaje del amor humano, aparecen frecuentemente en las estrofas del Cantar de los Cantares y también en otros textos bíblicos 1. Son pronombres que en su significado «material» denotan una relación de posesión, pero en nuestro caso indican la analogía personal de tal relación. La pertenencia recíproca del hombre y de la mujer, especialmente cuando se pertenecen como cónyuges «en la unidad del cuerpo», se forma según esta analogía personal. La analogía -como se sabe- indica a la vez la semejanza y también la carencia de identidad (es decir, una sustancial desemejanza). Podemos hablar de la pertenencia recíproca de las personas solamente si tomamos en consideración tal analogía. En efecto, en su significado originario y específico, la pertenencia supone relación del sujeto con el objeto: relación de posesión y de propiedad. Es una relación no solamente objetiva, sino sobre todo «material»; pertenencia de algo, por tanto de un objeto, a alguien.
4. Los términos «mío… mía», en el eterno lenguaje del amor humano, no tienen - ciertamente- tal significado. Indicen la reciprocidad de la donación, expresan el equilibrio del don -quizá precisamente esto en primer lugar-; es decir, ese equilibrio del don en que se instaura la recíproca communio personarum. Y si ésta queda instaurada mediante el don recíproco de la masculinidad y la feminidad, se conserva en ella también él significado nupcial del cuerpo. Ciertamente, las palabras «mío… mía», en el lenguaje del amor, parecen una radical negación de pertenencia en el sentido en que un objeto-cosa material pertenece al sujeto- persona. La analogía conserva su función mientras no cae en el significado antes expuesto. La triple concupiscencia y, en especial, la concupiscencia de la carne, quita a la recíproca pertenencia del hombre y de la mujer la dimensión que es propia de la analogía personal, en la que los términos «mío… mía» conservan su significado esencial. Tal significado esencial está fuera de la «ley de la propiedad», fuera del significado del «objeto de posesión»; la concupiscencia, en cambio, está orientada hacia este último significado. Del poseer, el ulterior paso va hacia el «gozar»: el objeto que poseo adquiere para mí un cierto significado en cuanto que dispongo y me sirvo de él, lo uso. Es evidente que la analogía personal de la pertenencia se contrapone decididamente a ese significado. Y esta oposición es un signo de que lo que en la relación recíproca del hombre y de la mujer «viene del Padre» conserva su persistencia y continuidad en contraste con lo que viene «del mundo». Sin embargo, la concupiscencia de por sí empuja al hombre hacia la posesión del otro como objeto, lo empuja hacia el «goce», que lleva consigo la negación del significado nupcial del cuerpo. En su esencia, el don desinteresado queda excluido del «goce» egoísta. ¿No lo dicen acaso ya las palabras de Dios- Yahvé dirigidas a la mujer en Génesis (Gn 3, 16)?
5. Según la primera Carta de Juan (1Jn 2, 16), la concupiscencia muestra sobre todo el estado del espíritu humano. También la concupiscencia de la carne atestigua en primer lugar el estado del espíritu humano. A este problema convendrá dedicarle un ulterior análisis. Aplicando la teología de San Juan al terreno de las experiencias descritas en Génesis 3, como también a las palabras pronunciadas por Cristo en el discurso de la montaña (Mt 5, 27-28), encontramos, por decirlo así, una dimensión concreta de esa oposición que -junto con el pecado- nació en el corazón humano entre el espíritu y el cuerpo. Sus consecuencias se dejan sentir en la relación recíproca de las personas, cuya unidad en la humanidad está determinada desde el principio por el hecho de que son hombre y mujer. Desde que en el hombre se instaló otra ley «que repugna a la ley de mi mente» (Rm 7, 23) existe como un constante peligro en tal modo de ver, de valorar, de amar, por el que el «deseo del cuerpo» se manifiesta más potente que el «deseo de la mente». Y es precisamente esta verdad sobre el hombre, esta componente antropológica lo que debemos tener siempre presente, si queremos comprender hasta el fondo el llamamiento dirigido por Cristo al corazón humano en el discurso de la montaña.