Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 28 de agosto de 2002
1. Continúa nuestro itinerario a través de los Salmos de la liturgia de Laudes. Ahora hemos escuchado el Salmo 83, atribuido por la tradición judaica a "los hijos de Coré", una familia sacerdotal que se ocupaba del servicio litúrgico y custodiaba el umbral de la tienda del arca de la Alianza (cf. 1Cro 9, 19).
Se trata de un canto dulcísimo, penetrado de un anhelo místico hacia el Señor de la vida, al que se celebra repetidamente (cf. Sal 83, 2. 4. 9. 13) con el título de "Señor de los ejércitos", es decir, Señor de las multitudes estelares y, por tanto, del cosmos. Por otra parte, este título estaba relacionado de modo especial con el arca conservada en el templo, llamada "el arca del Señor de los ejércitos, que está sobre los querubines" (1S 4, 4; cf. Sal 79, 2). En efecto, se la consideraba como el signo de la tutela divina en los días de peligro y de guerra (cf. 1S 4, 3-5; 2S 11, 11).
El fondo de todo el Salmo está representado por el templo, hacia el que se dirige la peregrinación de los fieles. La estación parece ser el otoño, porque se habla de la "lluvia temprana" que aplaca el calor del verano (cf. Sal 83, 7). Por tanto, se podría pensar en la peregrinación a Sión con ocasión de la tercera fiesta principal del año judío, la de las Tiendas, memoria de la peregrinación de Israel a través del desierto.
2. El templo está presente con todo su encanto al inicio y al final del Salmo. En la apertura (cf. vv. 2-4) encontramos la admirable y delicada imagen de los pájaros que han hecho sus nidos en el santuario, privilegio envidiable.
Esta es una representación de la felicidad de cuantos, como los sacerdotes del templo, tienen una morada fija en la Casa de Dios, gozando de su intimidad y de su paz. En efecto, todo el ser del creyente tiende al Señor, impulsado por un deseo casi físico e instintivo: "Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo" (v. 3). El templo aparece nuevamente también al final del Salmo (cf. vv. 11-13). El peregrino expresa su gran felicidad por estar un tiempo en los atrios de la casa de Dios, y contrapone esta felicidad espiritual a la ilusión idolátrica, que impulsa hacia "las tiendas del impío", o sea, hacia los templos infames de la injusticia y la perversión.
3. Sólo en el santuario del Dios vivo hay luz, vida y alegría, y es "dichoso el que confía" en el Señor, eligiendo la senda de la rectitud (cf. vv. 12-13). La imagen del camino nos lleva al núcleo del Salmo (cf. vv. 5-9), donde se desarrolla otra peregrinación más significativa. Si es dichoso el que vive en el templo de modo estable, más dichoso aún es quien decide emprender una peregrinación de fe a Jerusalén.
También los Padres de la Iglesia, en sus comentarios al Salmo 83, dan particular relieve al versículo 6: "Dichosos los que encuentran en ti su fuerza al preparar su peregrinación". Las antiguas traducciones del Salterio hablaban de la decisión de realizar las "subidas" a la Ciudad santa. Por eso, para los Padres la peregrinación a Sión era el símbolo del avance continuo de los justos hacia las "eternas moradas", donde Dios acoge a sus amigos en la alegría plena (cf. Lc 16, 9).
Quisiéramos reflexionar un momento sobre esta "subida" mística, de la que la peregrinación terrena es imagen y signo. Y lo haremos con las palabras de un escritor cristiano del siglo VII, abad del monasterio del Sinaí.
4. Se trata de san Juan Clímaco, que dedicó un tratado entero -La escala del Paraíso- a ilustrar los innumerables peldaños por los que asciende la vida espiritual. Al final de su obra, cede la palabra a la caridad, colocada en la cima de la escala del progreso espiritual.
Ella invita y exhorta, proponiendo sentimientos y actitudes ya sugeridos por nuestro Salmo: "Subid, hermanos, ascended. Cultivad, hermanos, en vuestro corazón el ardiente deseo de subir siempre (cf. Sal 83, 6). Escuchad la Escritura, que invita: "Venid, subamos al monte del Señor y a la casa de nuestro Dios" (Is 2, 3), que ha hecho nuestros pies ágiles como los del ciervo y nos ha dado como meta un lugar sublime, para que, siguiendo sus caminos, venciéramos (cf. Sal 18, 33). Así pues, apresurémonos, como está escrito, hasta que encontremos todos en la unidad de la fe el rostro de Dios y, reconociéndolo, lleguemos a ser el hombre perfecto en la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4, 13)" (La scala del Paradiso, Roma 1989, p. 355).
5. El salmista piensa, ante todo, en la peregrinación concreta que conduce a Sión desde las diferentes localidades de la Tierra Santa. La lluvia que está cayendo le parece una anticipación de las gozosas bendiciones que lo cubrirán como un manto (cf. Sal 83, 7) cuando esté delante del Señor en el templo (cf. v. 8). La cansada peregrinación a través de "áridos valles" (cf. v. 7) se transfigura por la certeza de que la meta es Dios, el que da vigor (cf. v. 8), escucha la súplica del fiel (cf. v. 9) y se convierte en su "escudo" protector (cf. v. 10).
Precisamente desde esta perspectiva la peregrinación concreta se transforma, como habían intuido los Padres, en una parábola de la vida entera, en tensión entre la lejanía y la intimidad con Dios, entre el misterio y la revelación. También en el desierto de la existencia diaria, los seis días laborables son fecundados, iluminados y santificados por el encuentro con Dios en el séptimo día, a través de la liturgia y la oración en el encuentro dominical.
Caminemos, pues, también cuando estemos en "áridos valles", manteniendo la mirada fija en esa meta luminosa de paz y comunión. También nosotros repetimos en nuestro corazón la bienaventuranza final, semejante a una antífona que concluye el Salmo: "¡Señor de los ejércitos, dichoso el hombre que confía en ti!" (v. 13).
(L'Osservatore Romano - 30 de agosto de 2002)