Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
EL DIOS DE NUESTRA FE
(24.VII.85)
1. En las catequesis del ciclo anterior he tratado de explicar qué significa la frase: "Yo creo"; qué quiere decir: "creer como cristianos". En el ciclo que ahora comenzamos, deseo concentrar la catequesis sobre el primer artículo de la fe -"Creo en Dios"- o, más plenamente: "Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador... ". Así suena esta primera y fundamental verdad de la fe en el Símbolo Apostólico. Y casi idénticamente en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano: "Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador...". Así, el tema de las catequesis de este ciclo será Dios: el Dios de nuestra fe. Y puesto que la fe es la respuesta a la Revelación, el tema de las catequesis siguientes será ese Dios, que se ha dado a conocer al hombre, al cual "ha revelado a Sí mismo y ha manifestado el misterio de su voluntad" (cfr. Dei verbum, 2).
2. De este Dios trata el primer artículo del "Credo". De El hablan indirectamente todos los artículos sucesivos de los Símbolos de la fe. En efecto, están todos unidos de modo orgánico a la primera y fundamental verdad sobre Dios, que es la fuente de la que derivan. Dios es "el Alfa y la Omega" (Ap 1, 8): El es también el comienzo y el término de nuestra fe. Efectivamente, podemos decir que todas las verdades sucesivas enunciadas en el "Credo" nos permiten conocer cada vez más plenamente al Dios de nuestra fe, del que habla el artículo primero: Nos hacen conocer mejor quién es Dios en Sí mismo y en su vida íntima. En efecto, al conocer sus obras–la obra de la creación y de la redención–, al conocer todo su plan de salvación respecto del hombre, nos adentramos cada vez más profundamente en la verdad de Dios, tal como se revela en la Antigua y en la Nueva Alianza. Se trata de una revelación progresiva cuyo contenido ha sido formulado sintéticamente en los Símbolos de la fe. Al ir desplegándose los artículos de los Símbolos adquiere plenitud de significado la verdad expresada en las primeras palabras: "Creo en Dios". Naturalmente, dentro de los limites en los que el misterio de Dios es accesible a nosotros mediante la Revelación.
3. El Dios de nuestra fe, Aquel que profesamos en el "Credo~, es el Dios de Abraham, nuestro Padre en la fe (cfr. Rm 4, 12-16). Es "el Dios de Isaac y el Dios de Jacob", es decir, de Israel (Mc 12, 26 y par. ), el Dios de Moisés, y finalmente y sobre todo es "Dios, Padre de Jesucristo" (Rm 15, 6). Esto afirmamos cuando decimos "Creo en Dios Padre...". Es el único e idéntico Dios, del que nos dice la Carta a los Hebreos que "muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en todos días, nos habló por su Hijo..." (Hb 1,1-2). El, que es la fuente de la palabra que describe su progresiva auto-manifestación en la historia, se revela plenamente en el Verbo Encarnado, Hijo eterno del Padre. En este Hijo – Jesucristo–el Dios de nuestra fe se confirma definitivamente como Padre. Como tal lo reconoce y glorifica Jesús que reza: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra"(Mt 11, 25), nos ha enseñado claramente también a nosotros a descubrir en este Dios, Señor del cielo y de la tierra, a "nuestro" Padre (Mt 6, 9).
4. Así, el Dios de la Revelación, "Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" (Rm 15,6) se pone frente a nuestra fe como un Dios personal, como un "Yo" divino inescrutable ante nuestros "yo" humanos, ante cada uno y ante todos. Es un "Yo" inescrutable, sí, en su profundo misterio, pero que se ha "abierto~ a nosotros en la Revelación, de manera que podemos dirigirnos a El como al santísimo "Tú" divino. Cada uno de nosotros es capaz de hacerlo porque nuestro Dios, que abraza en Sí y supera y trasciende de modo infinito todo lo que existe, está muy cercano a todos, y más aún, íntimo a nuestro más íntimo ser: "Interior intimo meo~, como escribe San Agustín (Confesiones lib. III, cap. Vl, 11: PL 32, 687J.
5. Este Dios, el Dios de nuestra fe, Dios y Padre de Jesucristo, Dios y Padre nuestro, es al mismo tiempo el "Señor del cielo y de la tierra" , como Jesús mismo lo invocó (Mt 11, 25). En efecto, El es el creador. Cuando el Apóstol Pablo de Tarso se presenta ante los atenienses en el Areópago, proclama: "Atenienses, ...al pasar y contemplar los objetos de vuestro culto ( = las estatuas de los dioses venerados en la religión de la antigua Grecia), he hallado un altar en el cual está escrito: "al Dios desconocido". Pues ese que sin conocerle veneráis es el que yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ese, siendo Señor del cielo y de la berra, no habita en templos hechos por mano del hombre, ni por manos humanas es servido, como si necesitase de algo, siendo El mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. El..., fijó las estaciones y los confines de las tierras por ellos habitables, para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de cada uno de nosotros, porque en El vivimos y nos movemos y existimos..". (Hch 17, 23-28). Con estas palabras Pablo de Tarso, el Apóstol de Jesucristo, anuncia en el Aerópago de Atenas la primera y fundamental verdad de la fe cristiana. Es la verdad que también nosotros confesamos con las palabras: "Creo en Dios (en un sólo Dios), Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra". Este Dios–el Dios de la Revelación–hoy como entonces sigue siendo para muchos "un Dios desconocido". (Hch 17, 27). El es el Dios inescrutable e inefable. Pero es Aquel que todo comprende: en "El vivimos y nos movemos y existimos" (Hch 17, 28). A este Dios trataremos de acercarnos gradualmente en los próximos encuentros.