Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II (20-VII-88)
Jesús llama a todos a participar de su Santidad
1 "Permanecer en mi, como yo en vosotros..." (Jn 15, 4). Estas palabras de la parábola de la vid y los sarmientos configuran lo que, por voluntad de Cristo, debe ser la Iglesia en su estructura interna. El "permanecer" en Cristo significa un vínculo vital con Él, fuente de vida divina. Dado que Cristo llama a la Iglesia a la existencia, dado que le concede también una estructura ministerial "externa", "edificada" sobre los Apóstoles, no hay duda de que el "ministerium" de los Apóstoles y de sus sucesores, al igual que el de toda la Iglesia, debe permanecer al servicio del "mysterium" y este mysterium es el de la vida, la participación en la vida de Dios, que hace de la Iglesia una comunidad de hombres vivos. Para esta finalidad la Iglesia recibe de Cristo la "estructura sacramental", de la cual hemos hablado en la última catequesis. Los sacramentos son los "signos" de a acción salvífica de Cristo, que derrota los poderes del pecado y de la muerte injertando y fortificando en los hombres los poderes de la gracia y de la vida, cuya plenitud es Cristo.
2. Esta plenitud de gracia (Cfr. Jn 1, 14) y esta vida sobreabundante (Cfr. Jn 10, 10) se identifica con la santidad. La santidad está en Dios y sólo desde Dios puede llegar a la creatura, en concreto, al hombre. Es una verdad que recorre toda a antigua Alianza: Dios es Santo y llama a la santidad. Son memorables estas exhortaciones de la ley mosaica: "Sed santos, porque yo, Yahvéh, vuestro Dios, soy santo" (Lv 19, 2). "Guardad mis preceptos y cumplidlos. Yo soy Yahvéh el que os santifico" (Lv 20, 8). Aunque estas citas proceden del Levítico, que era el código cultual de Israel, la santidad ordenada y recomendada por Dios no puede entenderse sólo en un sentido ritual, sino también en sentido moral: se trata de aquello que, de la forma más esencial, asemeja al hombre con Dios y lo hace digno de acercarse a Dios en el culto: la justicia y la pureza interior.
3. Jesucristo es la encarnación viva de esta santidad. Él mismo se presenta como "aquél a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Jn 10, 36). De Él, el mensajero de su nacimiento dice a María: "El que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios" (Lc 1, 35). Los Apóstoles son testigos de esta santidad, como proclama Pedro en nombre de todos: Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 69). Es una santidad que se fue manifestando cada vez más a lo largo de su vida, comenzando por la infancia (Cfr. Lc 2, 40, 52), hasta alcanzar su cima en el sacrificio ofrecido "por los hermanos", según las mismas palabras de Jesús: "Por ellos me santifico a mí mismo para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17, 20), en conformidad con su otra declaración: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13).
4. La Santidad de Cristo debe llegar a ser la herencia viva de la Iglesia. Esta es la finalidad de la obra salvífica de Jesús, anunciada por Él mismo: "Para que también ellos sean santificados en la verdad" (Jn 17, 19). Así lo comprendió Pablo, que, en la Carta a los Efesios, escribe que Cristo "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla" (Ef 5, 25-26), para que fuera "santa e inmaculada" (Ef 5, 27).
Jesús ha hecho suya la llamada a la santidad, que Dios dirigió y su Pueblo en la antigua Alianza: "Sed santos, porque yo, Yahvéh, vuestro Dios, soy santo" (Lv 19, 2). Con toda la fuerza ha repetido esa llamada de forma ininterrumpida con su palabra y con el ejemplo de su vida. Sobre todo, en el sermón de la montaña, ha dejado a su Iglesia el código de la santidad cristiana.
Precisamente en esa página leemos que, después de haber dicho "que no he venido a abolir a la ley ni los profetas, sino a dar cumplimiento" (Cfr. Mt 5, 17), Jesús exhorta a sus seguidores a una perfección que tiene a Dios por modelo: "Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). Puesto que el Hijo refleja del modo más pleno esta perfección del Padre, Jesús puede decir en otra ocasión: "El que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14, 9).
5. A la luz de esta exhortación de Jesús podemos comprender mejor cómo el Concilio Vaticano II ha puesto de relieve la llamada universal a la santidad. Es una cuestión, sobre la que volveremos a su debido tiempo, en el ciclo de catequesis relativo a la Iglesia. Pero aquí hay que llamar ahora a atención sobre sus puntos esenciales, en los que se distingue mejor el vínculo que tiene la llamada a la santidad con la misión de Cristo y, sobre todo, con su ejemplo vivo.
"Todos en la Iglesia (dice el Concilio) ... son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1Ts 4, 3; Ef 1, 4)" (Lumen Gentium, 39). Las palabras del Apóstol son un eco fiel de la enseñanza de Cristo, el Maestro, quien, según el Concilio, "envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (Cfr. Mc 12, 30) y para que se amen unos a otros como Cristo nos amó (Cfr. Jn 13, 34; 15, 12)" (Lumen Gentium, 40).
6. La llamada a la santidad concierne, pues, a todos, "ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey" (Lumen Gentium, 39): "Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (Lumen Gentium, 40).
El Concilio hace notar que la santidad de los cristianos brota de la santidad de la Iglesia y es manifestación de ella. Dice ciertamente que la santidad "se expresa de múltiples modos en todos aquellos que, con edificación de los demás, se acercan en su propia vida a la cumbre de la caridad" (Lumen Gentium, 39). En esta diversidad se realiza una santidad que es única por parte de cuantos son movidos por el Espíritu de Dios y "siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria" (Lumen Gentium, 41).
7. Aquellos a quienes Jesús exhortaba "a seguirle", comenzando por los Apóstoles, estaban dispuestos a dejarlo todo por Él, según atestiguó Pedro: "Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19, 27). "Todo" significa en este caso no sólo los "bienes temporales", "la casa... la tierra", sino también las personas queridas: "hermanos, hermanas, padre, madre, hijos" (Cfr. Mt 19, 29) y, por tanto, la familia. Jesús mismo era el perfecto modelo de esta renuncia. Por eso podía exhortar a sus discípulos a semejantes renuncias, incluido el "celibato por el reino de los cielos" (Cfr. Mt 19, 12).
El programa de santidad de Cristo, dirigido a los hombres y mujeres que lo seguían (Cfr., por ejemplo, Lc 8, 1-3), se expresa de una manera especial en los consejos evangélicos. Como recuerda el Concilio, "los consejos evangélicos, castidad ofrecida a Dios, pobreza y obediencia, como consejos fundados en las palabras y ejemplos del Señor..., son un don divino que la Iglesia recibió del Señor y que con su gracia se conserva perpetuamente" (Lumen Gentium, 43).
8. Pero debemos añadir inmediatamente que la vocación a la santidad en su universalidad incluye también a las personas que viven en el matrimonio, así como a los viudos y viudas, y a quienes conservan la posesión de sus bienes y los administran, se ocupan de los asuntos terrenos, desempeñan sus profesiones, tareas y oficios con total disposición de sí mismos, según su conciencia y su libertad. Jesús les ha indicado su propio camino de santidad, por el hecho de haber comenzado su actividad mesiánica con la participación en las bodas de Caná (Cfr. Jn 2, 1-11) y por haber recordado los principios eternos de la ley divina, válidos para los hombres y las mujeres de toda condición, y sobre todo los principios del amor, de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (Cfr. Mc 10, 1-12; Mt 19, 19) y de la castidad (Cfr. Mt 5, 28-30). Por esto también el Concilio, al hablar de la vocación universal a la santidad, consagra un lugar especial a las personas unidas por el sacramento del matrimonio: "... los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia con la fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les haya dado. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo de un incansable y generoso amor..." (Lumen Gentium, 41) .
9. En todos los mandamientos y exhortaciones de Jesús y de la Iglesia, emerge el primado de la caridad. Realmente la caridad, según San Pablo, es "el vinculo de la perfección" (Col 3, 14). La voluntad de Jesús es que "nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado" (Jn 15, 12): por consiguiente, un amor que, como el suyo, llega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Este es el patrimonio de santidad que Jesús dejó a su Iglesia. Todos estamos llamados a participar de él y alcanzar, de ese modo, la plenitud de gracia y de vida que hay en Cristo. La historia de la santidad cristiana es la comprobación de que, viviendo en el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas, proclamadas en el sermón de la montaña (Cfr. Mt 5, 3-12), se cumple la exhortación de Cristo, que se halla en el centro de la parábola de la vida y los sarmientos: "Permaneced en mi como yo en vosotros... el que permanece en mi y yo en él, ) Éste da mucho fruto"" (Jn 15, 4. 5). Estas palabras se realizan, revistiéndose de múltiples formas, en la vida de cada uno de los cristianos y muestran así, a lo largo de los siglos, la multiforme riqueza y belleza de la santidad de la Iglesia, la "hija del Rey", vestida de perlas y brocado (Cfr.. Sal 45, 14).