Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
65. LA LOGICA DE LA CONSAGRACION EN EL CELIBATO SACERDOTAL
(17.VII.93)
1. En los Evangelios, cuando Jesús llamó a sus primeros Apóstoles para convertirlos en "pescadores de hombres" (Mt 4, 19; Mc 1, 17; cfr Lc 5, 10), ellos, "dejándolo todo, le siguieron" (Lc 5, 1 1; cfr Mt 4, 20. 22; Mc 1, 18. 20). Un día Pedro mismo recordó ese aspecto de la vocación apostólica, diciendo a Jesús: "Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19, 27; Mc 10, 28; cfr Lc 18, 28). Jesús, entonces, enumeró todas las renuncias necesarias, "por mí y por el Evangelio" (Mc 10, 29). No se trataba sólo de renunciar a ciertos bienes materiales, como la casa o la hacienda, sino también de separarse de las personas más queridas: "hermanos, hermanas, madre, padre e hijos" -como dicen Mateo y Marcos-, y de "mujer, hermanos, padres o hijos" -como dice Lucas (Lc 18, 29)-.
Observamos aquí la diversidad de las vocaciones. Jesús no exigía de todos sus discípulos la renuncia radical a la vida en familia, aunque les exigía a todos el primer lugar en su corazón cuando les decía: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10, 37). La exigencia de renuncia efectiva es propia de la vida apostólica o de la vida de consagración especial. Al ser llamados por Jesús, "Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan", no dejaron sólo la barca en la que estaban "arreglando sus redes", sino también a su padre, con quien se hallaban (Mt 4, 22; cfr Mc 1, 20).
Esta constatación nos ayuda a comprender mejor el porqué de la legislación eclesiástica acerca del celibato sacerdotal. En efecto, la Iglesia lo ha considerado y sigue considerándolo como parte integrante de la lógica de la consagración sacerdotal y de la consecuente pertenencia total a Cristo, con miras a la actuación consciente de su mandato de vida espiritual y de evangelización.
2. De hecho, en el Evangelio de Mateo, poco antes del párrafo sobre la separación de las personas queridas que acabamos de citar, Jesús expresa con fuerte lenguaje semítico otra renuncia exigida por el reino de los cielos, a saber, la renuncia al matrimonio. "Hay eunucos -dice- que se hicieron tales a sí mismos por el reino de los cielos" (Mt 19, 12). Es decir, que se han comprometido con el celibato, para ponerse totalmente al servicio de la "buena nueva del Reino" (cfr Mt 4, 23; Mt 9, 35; Mt 24, 34).
El apóstol Pablo afirma en su Primera Carta a los Corintios que ha tomado resueltamente ese camino, y muestra con coherencia su decisión, declarando: "El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido" (1Co 7, 32-34). Ciertamente, no es conveniente que esté dividido quien ha sido llamado para ocuparse, como sacerdote, de las cosas del Señor. Como dice el Concilio, el compromiso del celibato, derivado de una tradición que se remonta a Cristo, "está en múltiple armonía con el sacerdocio [...]. Es, en efecto, signo y estímulo al mismo tiempo de la caridad pastoral y fuente peculiar de fecundidad espiritual en el mundo" (Presbyterorum ordinis, 16).
Es verdad que en las Iglesias orientales muchos presbíteros están casados legítimamente según el derecho canónico que les corresponde. Pero también en esas Iglesias
los obispos viven el celibato, y así mismo cierto número de sacerdotes. La diferencia de disciplina, vinculada a condiciones de tiempo y lugar valoradas por la Iglesia, se explica por el hecho de que la continencia perfecta, como dice el Concilio, "no se exige, ciertamente, por la naturaleza misma del sacerdocio" (ibid.). No pertenece a la esencia del sacerdocio como orden y, por tanto, no se impone en absoluto en todas las Iglesias. Sin embargo, no hay ninguna duda sobre su conveniencia y, más aún, su congruencia con las exigencias del orden sagrado. Forma parte, como se ha dicho, de la lógica de la consagración.
3. El ideal concreto de esa condición de vida consagrada es Jesús, modelo para todos, pero especialmente para los sacerdotes. Vivió célibe y, por ello, pudo dedicar todas sus fuerzas a la predicación del reino de Dios y al servicio de los hombres, con un corazón abierto a la humanidad entera, como fundador de una nueva generación espiritual. Su opción fue verdaderamente "por el reino de los cielos" (cfr Mt 19, 12).
Jesús, con su ejemplo, daba una orientación, que se ha seguido. Según los Evangelios, parece que los Doce, destinados a ser los primeros en participar de su sacerdocio, renunciaron para seguirlo a vivir en familia. Los Evangelios no hablan jamás de mujeres o de hijos cuando se refieren a los Doce, aunque nos hacen saber que Pedro, antes de que Jesús lo hubiera llamado, estaba casado (cfr Mt 8, 14; Mc 1, 30; Lc 4, 38).
4. Jesús no promulgó una ley, sino que propuso un ideal del celibato para el nuevo sacerdocio que instituía. Ese ideal se ha afirmado cada vez más en la Iglesia. Puede comprenderse que en la primera fase de propagación y de desarrollo del cristianismo un gran número de sacerdotes fueran hombres casados, elegidos y ordenados siguiendo la tradición judaica. Sabemos que en las cartas a Timoteo (1Tm 3, 2-3) y a Tito (Tt 1, 6) se pide que, entre las cualidades de los hombres elegidos como presbíteros, figure la de ser buenos padres de familia, casados con una sola mujer (es decir, fieles a su mujer). Es una fase de la Iglesia en vías de organización y, por decirlo así, de experimentación de lo que, como disciplina de los estados de vida, corresponde mejor al ideal y a los consejos que el Señor propuso. Basándose en la experiencia y en la reflexión, la disciplina del celibato ha ido afirmándose paulatinamente, hasta generalizarse en la Iglesia occidental, en virtud de la legislación canónica. No era sólo la consecuencia de un hecho jurídico y disciplinar: era la maduración de una conciencia eclesial sobre la oportunidad del celibato sacerdotal por razones no sólo históricas y prácticas, sino también derivadas de la congruencia, captada cada vez mejor, entre el celibato y las exigencias del sacerdocio.
5. El Concilio Vaticano II enuncia los motivos de esa conveniencia intima del celibato respecto al sacerdocio: "Por la virginidad o celibato guardado por amor del reino de los cielos, se consagran los presbíteros de nueva y excelente manera a Cristo, se unen más fácilmente a Él con corazón indiviso, se entregan más libremente, en Él y por él, al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural y se hacen más aptos para recibir más dilatada paternidad en Cristo [...]. Y así evocan aquel misterioso connubio, fundado por Dios y que ha de manifestarse plenamente en lo futuro, por el que la Iglesia tiene por único esposo a Cristo. Conviértense, además, en signo vivo de aquel mundo futuro, que se hace ya presente por la fe y la caridad, y en que los hijos de la resurrección no tomarán ni las mujeres marido ni los hombres mujeres" (Presbyterorum ordinis, 16; cfr Pastores dabo vobis, 29; 50; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1579).
Ésas son razones de noble elevación espiritual, que podemos resumir en los siguientes elementos esenciales: una adhesión más plena a Cristo, amado y servido con un corazón indiviso (cfr 1Co 7, 32-33); una disponibilidad más amplia al servicio del reino de Cristo y a la realización de las propias tareas en la Iglesia; la opción más exclusiva de una fecundidad espiritual (cfr 1Co 4, 15); y la práctica de una vida más semejante a la vida definitiva del más allá y, por consiguiente, más ejemplar para la vida de aquí. Esto vale para todos los tiempos, incluso para el nuestro, como razón y criterio supremo de todo juicio y de toda opción en armonía con la invitación a dejar todo, que Jesús dirigió a sus discípulos y, especialmente, a sus Apóstoles. Por esta razón, el Sínodo de los obispos de 1971 confirmó: "La ley del celibato sacerdotal, vigente en la Iglesia latina, debe ser mantenida íntegramente" (L"Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 5).
6. Es verdad que hoy la práctica del celibato encuentra obstáculos, a veces incluso graves, en las condiciones subjetivas y objetivas en las que los sacerdotes se hallan. El Sínodo de los obispos las ha examinado, pero ha considerado que también las dificultades actuales son superables, si se promueven "las condiciones aptas, es decir: el incremento de la vida interior mediante la oración, la abnegación, la caridad ardiente hacia Dios y hacia el prójimo, y los demás medios de la vida espiritual; el equilibrio humano mediante la ordenada incorporación al campo complejo de las relaciones sociales; el trato fraterno y los contactos con los otros presbíteros y con el obispo, adaptando mejor para ello las estructuras pastorales y también con la ayuda de la comunidad de los fieles" (ibid.).
Es una especie de desafío que la Iglesia lanza a la mentalidad, a las tendencias y a las seducciones de este siglo, con una voluntad cada vez más renovada de coherencia y de fidelidad al ideal evangélico. Para ello, aunque se admite que el Sumo Pontífice puede valorar y disponer lo que hay que hacer en algunos casos, el Sínodo reafirmó que en la Iglesia latina "no se admite ni siquiera en casos particulares, la ordenación presbiteral de hombres casados" (ibid.). La Iglesia considera que la conciencia de consagración total madurada a lo largo de los siglos sigue teniendo razón de subsistir y de perfeccionarse cada vez más.
Asimismo la Iglesia sabe, y lo recuerda juntamente con el Concilio a los presbíteros y a todos los fieles, que "el don del celibato, tan en armonía con el sacerdocio del Nuevo Testamento, será liberalmente dado por el Padre, con tal que quienes participan del sacerdocio de Cristo por el sacramento del orden, e incluso toda la Iglesia, lo pidan humilde e insistentemente" (Presbyterorum ordinis, 16).
Pero quizá, antes, es necesario pedir la gracia de comprender el celibato sacerdotal, que sin duda alguna encierra cierto misterio: el de la exigencia de audacia y de confianza en la fidelidad absoluta a la persona y a la obra redentora de Cristo, con un radicalismo de renuncias que ante los ojos humanos puede parecer desconcertante. Jesús mismo, al sugerirlo, advierte que no todos pueden comprenderlo (cfr Mt 19, 10-12). ¡Bienaventurados los que reciben la gracia de comprenderlo y siguen fieles por ese camino!