Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

78. LOS LAICOS Y EL MISTERIO DE CRISTO
(10.XI.93)

1. Ya hemos advertido que el carácter secular, propio de la vida de los laicos, no puede concebirse según una dimensión puramente mundana, porque incluye la relación del hombre con Dios dentro de la Iglesia, comunidad de salvación. Hay, pues, en el cristiano un valor que trasciende la condición laical, que brota del bautismo, con el que el hombre se convierte en hijo adoptivo de Dios y miembro de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.
Por esta razón, ya desde la primera catequesis sobre los laicos, hemos dicho también que sólo por abuso se puede entender y emplear esa palabra laico en oposición a Cristo o a la Iglesia para indicar una actitud de separación, de independencia o incluso de mera indiferencia. En el lenguaje cristiano, laico se aplica a quien es miembro del pueblo de Dios y, al mismo tiempo, vive inserto en el mundo.
2. La pertenencia de los laicos a la Iglesia, como parte viva, activa y responsable de la misma, brota de la voluntad de Jesucristo, que quiso que su Iglesia estuviera abierta a todos. Baste aquí recordar el comportamiento del amo de la viña, en la parábola tan significativa y sugestiva que nos narra Jesús. Viendo a aquellos hombres desocupados, el amo les dice: "Id también vosotros a mi viña" (Mt 20, 4). Este llamamiento, comenta el Sínodo de los obispos de 1987, "no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a este mundo [...]. La llamada no se dirige sólo a los pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo" (Christifideles laici, 2). Todos están invitados a "dejarse reconciliar con Dios" (cfr 2Co 5, 20), a dejarse salvar y a cooperar en la salvación universal, porque Dios "quiere que todos los hombres se salven" (1Tm 2, 4). Todos están invitados, con sus cualidades personales, a trabajar en la viñla del Padre, donde cada uno tiene su puesto y su premio.
3. La llamada de los laicos implica su participación en la vida de la Iglesia y, por consiguiente, su comunión íntima en la vida misma de Cristo. Es, al mismo tiempo, don divino y compromiso de correspondencia. ¿No pedía Jesús a los discípulos que lo habían seguido que permanecieran constantemente unidos a Él y en Él, y que dejaran irrumpir en su mente y su corazón su mismo impulso de vida? "Permaneced en mí, como yo en vosotros... Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 4-5). La verdadera fecundidad de los laicos, como la de los sacerdotes, depende de su unión con Cristo.
Es verdad que ese sin mi no podéis hacer nada no significa que sin Cristo no puedan ejercitar sus facultades y cualidades en el orden de las actividades temporales. Esas palabras de Jesús, transmitidas por el Evangelio de Juan, nos advierten a todos, tanto clérigos como laicos, que sin Cristo no podemos producir el fruto más específico de nuestra existencia cristiana. Para los laicos ese fruto es específicamente la contribución a la tranformación del mundo mediante la gracia, y a la construcción de una sociedad mejor. Sólo con la fidelidad a la gracia es posible abrir en el mundo los caminos de la gracia, en el cumplimiento de los propios deberes familiares, especialmente en la educación de los hijos; en el propio trabajo; en el servicio a la sociedad, en todos los niveles y en todas las formas de compromiso en favor de la justicia, el amor y la paz.
4. De acuerdo con esta doctrina evangélica, repetida por San Pablo (cfr Rm 9, 16) y reafirmada por San Agustín (De correptione et gratia, c. 2), el Concilio de Trento enseñó que, aunque es posible hacer obras buenas incluso sin hallarse en estado de gracia (cfr Denz-S, 1957), sin embargo sólo la gracia da un valor salvífico a las obras (ibid., 1551). A su vez, el Papa San Pío V, aun condenando la sentencia de quienes sostenían que "todas las obras
de los infieles son pecados, y las virtudes de los filósofos [paganos] son vicios" (ibid., 1925), rechazaba igualmente todo naturalismo y legalismo, y afirmaba que el bien meritorio y salvífico brota del Espíritu Santo, que infunde la gracia en el corazón de los hijos adoptivos de Dios (ibid., 1912-1915). Es la línea de equilibrio que siguió Santo Tomás de Aquino, quien a la cuestión "si el hombre puede querer y realizar el bien, sin la gracia", respondía: "No estando la naturaleza humana totalmente corrompida por el pecado hasta el punto de quedar privada de todo bien natural, el hombre puede realizar en virtud de su naturaleza algunos bienes particulares, como construir casas, plantar viñas y otras cosas por el estilo (campo de los valores y de las actividades de tipo laboral, técnico, económico...), pero no puede llevar a cabo todo el bien connatural a él... como un enfermo, por sí mismo, no puede realizar perfectamente los mismos movimientos de un hombre sano, si no es curado con la ayuda de la medicina..." (Summa Theologiae, I-II, q. 109, a. 2). Mucho menos aún puede realizar el bien superior y sobrenatural (bonum superexcedens, supernaturale), que es obra de las virtudes infusas y, sobre todo, de la caridad que brota de la gracia (cfr ibid. ).
Como se puede ver, también en este punto relativo a la santidad de los laicos, se halla implicada una de las tesis fundamentales de la teología de la gracia y de la salvación.
5. Los laicos pueden llevar a cabo en su vida la conformación al misterio de la Encarnación, precisamente mediante el carácter secular de su estado. En efecto, sabemos que el Hijo de Dios quiso compartir nuestra condición humana, haciéndose semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cfr Hb 2, 17; 4, 15). Jesús se definió como "aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo" (Jn 10, 36). El Evangelio nos atestigua que el Hijo eterno se identificó plenamente con nuestra condición, viviendo en el mundo su propia consagración. La vida íntegramente humana de Jesús en el mundo es el modelo que ilumina e inspira la vida de todos los bautizados (cfr Gaudium et spes, 32): el Evangelio mismo invita a descubrir en la vida de Cristo una imagen perfecta de la que puede y debe ser la vida de cuantos lo siguen como discípulos y participan en su misión y en la gracia del apostolado.
6. En particular, podemos notar que, al elegir vivir la vida común de los hombres, el Hijo de Dios confirió a esa vida un nuevo valor, elevándola a las alturas de la vida divina (cfr Santo Tomás, Summa Theologiae, III, q. 40, aa. 1-2). Siendo Dios, infundió incluso en los gestos más humildes de la existencia humana una participación de la vida divina. En Él podemos y debemos reconocer y honrar al Dios que, como hombre, nació y vivió con nosotros, y comió, bebió, trabajó, llevó a cabo las actividades necesarias a todos, de forma que sobre toda la vida y todas las actividades de los hombres, elevadas a un nivel superior, se refleja el misterio de la vida trinitaria. Para quien vive a la luz de la fe, como los laicos cristianos, el misterio de la Encarnación penetra también las actividades temporales, infundiendo en ellas el fermento de la gracia.
A la luz de la fe, los laicos que siguen la lógica de la Encarnación, realizada por nuestra salvación, participan también en el misterio de la cruz salvífica. En la vida de Cristo la Encarnación y la Redención constituyen un único misterio de amor. El Hijo de Dios se encarnó para rescatar a la humanidad mediante su sacrificio: "El Hijo del hombre ha venido... a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45; Mt 20, 28).
Cuando la Carta a los Hebreos afirma que el Hijo se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, habla de semejanza y participación en las pruebas dolorosas de la vida presente (cfr Hb 4, 15). También en la Carta a los Filipenses se lee que el que se hizo semejante a los hombres obedeció hasta la muerte de cruz (cfr Flp 2, 7-8).
Como la experiencia de las dificultades diarias en la vida de Cristo culmina en la cruz, de la misma manera en la vida de los laicos las pruebas diarias culminan en la muerte unida a la de Cristo, que venció la muerte. En Cristo y en todos sus seguidores, tanto sacerdotes como laicos, la cruz es la clave de la salvación.