Jueves Santo 1982, en forma de oración (25-III-1982)

Queridos hermanos en el sacerdocio:
Desde el comienzo de mi ministerio de Pastor de la Iglesia universal, he deseado que el Jueves Santo de cada año sea un día de particular comunión espiritual, para compartir con vosotros la oración, las inquietudes pastorales, las esperanzas, para alentar vuestro servicio generoso y fiel, y para daros las gracias en nombre de toda la Iglesia.
Este año no os escribo una carta, sino que os envío el texto de una oración inspirada por la fe y nacida del corazón, para dirigirla a Cristo juntamente con vosotros en el día del nacimiento del sacerdocio mío y vuestro, y para proponer una meditación común, que esté iluminada y sostenida por ella.
Que cada uno de vosotros pueda reavivar el carisma de Dios que lleva en sí por la imposición de las manos (cf. 2Tm 1, 6), y gustar con renovado fervor el gozo de haberse entregado totalmente a Cristo.

Vaticano, 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor del año 1982, cuarto de mi Pontificado.

I

1. Nos dirigimos a Ti, Cristo del Cenáculo y del Calvario, en este día que es la fiesta de nuestro sacerdocio.
Nos dirigimos a Ti todos nosotros, Obispos y Presbíteros, reunidos en las asambleas sacerdotales de nuestras Iglesias y asociados en la unidad universal de la Iglesia santa y apostólica.
El Jueves Santo es el día del nacimiento de nuestro sacerdocio. En este día hemos nacido todos nosotros. Como un hijo nace del seno de la madre, así hemos nacido nosotros, ¡oh Cristo!, de tu único y eterno sacerdocio. Hemos nacido en la gracia y fuerza de la nueva y eterna Alianza; del Cuerpo y Sangre de tu sacrificio redentor; del Cuerpo que es "entregado por nosotros" (cf. Lc 22, 19) y de la Sangre "que es derramada por muchos" (cf. Mt 26, 28).
Hemos nacido en la Última Cena y, a la vez, a los pies de la cruz sobre el Calvario. Donde está la fuente de la nueva vida y de todos los sacramentos de la Iglesia, allí está también el principio de nuestro sacerdocio.
Hemos nacido junto con todo el pueblo de Dios de la Nueva Alianza que Tú, Hijo del amor del Padre (cf. Col 1, 13), has hecho un reino de reyes y sacerdotes de Dios (cf. Ap 1, 6).
Hemos sido llamados como servidores de este Pueblo, que va a los eternos tabernáculos del Dios tres veces Santo "para ofrecer sacrificios espirituales" (1P 2, 5).
E1 sacrificio eucarístico es "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (Lumen gentium, 11). Es un sacrificio único que abarca todo. Es el bien más grande de la Iglesia. Es su vida.
Te damos gracias, oh Cristo:
–porque nos has elegido Tú mismo, asociándonos de manera especial a tu sacerdocio y marcándonos con un carácter indeleble que capacita a cada uno de nosotros para ofrecer tu mismo sacrificio, como sacrificio de todo el Pueblo: sacrificio de reconciliación, en el cual Tú te ofreces incesantemente al Padre y, en Ti, al hombre y al mundo;
–porque nos has hecho ministros de la Eucaristía y de tu perdón; partícipes de tu misión evangelizadora; servidores del Pueblo de la Nueva Alianza.

II

2. Señor Jesucristo: Cuando el día del Jueves Santo tuviste que separarte de aquéllos a quienes habías amado "hasta el fin" (cf. Jn 13, 1), Tú les prometiste el Espíritu de verdad, diciéndoles: "os conviene que Yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré" (Jn 16, 7).
Te fuiste mediante la cruz, haciéndote "obediente hasta la muerte" (Flp 2, 8), y te anonadaste, tomando la forma de siervo (cf. Flp 2, 7) por el amor con el que nos amaste hasta el fin; de esta manera, después de tu resurrección fue dado a la Iglesia el Espíritu Santo, que vino y se quedó para habitar en ella "para siempre" (cf. Jn 14, 16).
El Espíritu Santo es el que "con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada" contigo (Lumen gentium, 4).
Conscientes cada uno de nosotros de que mediante el Espíritu Santo, que actúa con la fuerza de tu cruz y resurrección, hemos recibido el sacerdocio ministerial para servir la causa de la salvación humana de tu Iglesia,
–imploramos hoy, en este día tan santo para nosotros, la renovación continua de tu sacerdocio en la Iglesia a través de tu Espíritu que debe "rejuvenecer" en cada momento de la historia a tu querida Esposa;
–imploramos que cada uno de nosotros encuentre de nuevo en su corazón y confirme continuamente con la propia vida el auténtico significado que su vocación sacerdotal personal tiene, tanto para sí como para todos los hombres;
–para que de modo cada vez más maduro vea con los ojos de la fe la verdadera dimensión y la belleza del sacerdocio;
–para que persevere en la acción de gracias por el don de la vocación, como una gracia no merecida;
–para que, dando gracias incesantemente, se corrobore en la fidelidad a este santo don que, precisamente porque es totalmente gratuito, obliga más.

3. Te damos gracias por habernos hecho semejantes a Ti como ministros de tu sacerdocio, llamándonos a edificar tu Cuerpo, la Iglesia, no sólo mediante la administración de los sacramentos, sino también y antes que nada, con el anuncio de tu "mensaje de salvación" (Hch 13, 26), haciéndonos partícipes de tu responsabilidad de Pastor.
Te damos gracias por haber tenido confianza en nosotros, a pesar de nuestra debilidad y fragilidad humana, infundiéndonos en el Bautismo la llamada y la gracia de una perfección a conquistar día tras día.
Pedimos saber cumplir siempre nuestros deberes sagrados según la medida del corazón puro y de la conciencia recta. Que seamos "hasta el fin" fieles a Ti, que nos has amado "hasta el fin" (cf. Jn 13, 1).
Que no tengan acceso a nuestras almas aquellas corrientes de ideas, que disminuyen la importancia del sacerdocio ministerial, aquellas opiniones y tendencias que atacan la naturaleza misma de la santa vocación y del servicio, al cual Tú, Cristo, nos llamas en tu Iglesia.
Cuando el Jueves Santo, instituyendo la Eucaristía y el sacerdocio, dejabas a aquéllos que habías amado hasta el fin, les prometiste el nuevo "Abogado" (Jn 14, 16). Haz que este Abogado–"el Espíritu de verdad" (Jn 14, 17)– esté en nosotros con sus santos dones. Que estén en nosotros la sabiduría e inteligencia, la ciencia y el consejo, la fortaleza, la piedad y el santo temor de Dios, para que sepamos discernir siempre lo que procede de Ti, y distinguir lo que procede del "espíritu del mundo" (1Co 2, 12) o, incluso, del "príncipe de este mundo" (Jn 16, 11).

4. Haz que no "entristezcamos" tu Espíritu (cf. Ef 4, 30)
–con nuestra poca fe y falta de disponibilidad para testimoniar tu Evangelio "de obra y de verdad" (1 Jn 3, 18);
–con el "secularismo" o con el querer "conformarnos a este siglo" (cf. Rm 12, 2) a cualquier precio;
–finalmente, con la falta de aquella caridad, que "es paciente, es benigna ...",que "no es jactanciosa ..." y no "busca lo suyo ...", que "todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera ...", de aquella caridad que "se complace en la verdad" y sólo de la verdad (1Co 13, 4-7).
Haz que no "entristezcamos" al Espíritu
–con todo aquello que lleva en sí tristeza interior y estorbos para el alma,
–con lo que hace nacer complejos y causa rupturas con los otros,
–con lo que hace de nosotros un terreno preparado para toda tentación,
–con lo que se manifiesta como un deseo de esconder el propio sacerdocio ante los hombres y evitar toda señal externa,
–con lo que, en último término, puede llegar a la tentación de la huida bajo el pretexto del "derecho a la libertad".
Haz que no empobrezcamos la plenitud y la riqueza de nuestra libertad, que hemos ennoblecido y realizado entregándonos a Ti y aceptando el don del sacerdocio.
Haz que no separemos nuestra libertad de Ti, a quien debemos el don de esta gracia inefable.
Haz que no "entristezcamos" tu Espíritu. Concédenos amar con el amor con el cual tu Padre "amó al mundo", cuando entregó "su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16).
Hoy, día en el que Tú mismo prometiste a tu Iglesia el Espíritu de verdad y de amor, todos nosotros, uniéndonos a los primeros que, durante la Última Cena, recibieron de Ti el encargo de celebrar la Eucaristía, clamamos:
"Envía tu Espíritu ... y renueva la faz de la tierra" (cf. Sal 103, 20), también de la tierra sacerdotal, que Tú has hecho fértil con el sacrificio del Cuerpo y Sangre, que cada día renuevas sobre los altares mediante nuestras manos, en la viña de tu Iglesia.

III

5. Hoy todo nos habla de este amor, con el cual "amaste a la Iglesia y te entregaste por ella, para santificarla" (cf. Ef 5, 25 ss).
Mediante el amor redentor de tu entrega definitiva hiciste a la Iglesia tu esposa, llevándola por el camino de sus experiencias terrenas, para prepararla a las eternas "bodas del Cordero" (Ap 19, 7) en la casa del Padre. (cf. Jn 14, 2).
Este amor nupcial de Redentor, este amor salvífico de Esposo hace fructíferos todos los "dones jerárquicos y carismáticos", con los cuales el Espíritu Santo "provee y gobierna" la Iglesia (cf. Lumen gentium, 4).
¿Es lícito, Señor, que nosotros dudemos de este amor?
Quienquiera que se deje guiar por la fe viva en el Fundador de la Iglesia, ¿puede acaso dudar de este amor al cual la Iglesia debe toda su vitalidad espiritual?
¿Es lícito acaso dudar de
– ¿que Tú puedas y desees dar a tu Iglesia verdaderos "administradores de los misterios de Dios" (1Co 4, 1) y, sobre todo, verdaderos ministros de la Eucaristía?
– ¿que Tú puedas y desees despertar en las almas de los hombres, especialmente de los jóvenes, el carisma del servicio sacerdotal, del modo como éste ha sido acogido y actuado en la tradición de la Iglesia?
– ¿que Tú puedas y quieras despertar en estas almas, junto con la aspiración al sacerdocio, la disponibilidad al don del celibato por el Reino de los cielos, del que han dado y dan todavía hoy prueba generaciones enteras de sacerdotes en la Iglesia Católica?
¿Es conveniente –en contra de lo dicho por el reciente Concilio ecuménico y el Sínodo de los Obispos– seguir proclamando que la Iglesia debería renunciar a esta tradición y a esta herencia?
¿No es en cambio un deber nuestro como sacerdotes vivir con generosidad y alegría nuestro compromiso contribuyendo con nuestro testimonio y nuestra labor a la difusión de este ideal? ¿No es cometido nuestro hacer que crezca el número de los futuros presbíteros al servicio del pueblo de Dios, empeñándonos con todas nuestras fuerzas en despertar vocaciones y sosteniendo la función insustituible de los Seminarios, donde los llamados al sacerdocio ministerial puedan prepararse adecuadamente a la donación total de sí mismos a Cristo?

6. En esta meditación del Jueves Santo me atrevo a plantear a mis hermanos estos interrogantes que llevan muy lejos; precisamente porque este día sagrado parece exigir de nosotros una total y absoluta sinceridad frente a ti, Sacerdote eterno y buen Pastor de nuestras almas.
Sí. Nos entristece que los años siguientes al Concilio –indudablemente ricos en fermentos benéficos, pródigos en iniciativas edificantes, fecundos para la renovación espiritual de todos los sectores de la Iglesia– hayan visto, por otro lado, surgir una crisis y manifestarse no raras resquebrajaduras.
Pero... ¿es posible acaso que en cualquier crisis, dudemos de tu amor, del amor con el que "has amado a la Iglesia entregándote a ti mismo por ella"? (cf. Ef 5, 25).
Este amor y la fuerza del Espíritu de verdad ¿no son quizá más fuertes que toda debilidad humana, incluso cuando ésta parece prevalecer, presentándose además como signo de "progreso"?
El amor que Tú das a la Iglesia está destinado siempre al hombre débil y expuesto a las consecuencias de su debilidad. Y, no obstante, Tú no renuncias jamás a este amor, que ensalza al hombre y a la Iglesia, imponiendo a uno y a otra precisas exigencias.
¿Podemos nosotros "disminuir" este amor? Y ¿no lo disminuimos cuantas veces, a causa de la debilidad del hombre, sentenciamos que se debe renunciar a las exigencias que Él impone?

IV

7. "Orad pues al dueño de la mies para que mande obreros a su mies..." (Mt 9, 38).
En el día del Jueves Santo, día del nacimiento del sacerdocio de cada uno de nosotros, vemos con los ojos de la fe toda la inmensidad de este amor que en el misterio pascual te ha impulsado a hacerte "obediente hasta la muerte" y en esta luz vemos también mejor nuestra indignidad.
Sentimos necesidad de decir, hoy más que nunca: "Señor, yo no soy digno...".
Verdaderamente "somos siervos inútiles" (Lc 17, 10).
Procuramos no obstante ver esta nuestra indignidad e "inutilidad" con una sencillez tal que nos haga hombres de gran esperanza. "La esperanza no queda confundida, porque el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado". (Rm 5, 5).
Este Don es precisamente fruto de tu amor: es el fruto del Cenáculo y del Calvario.
Fe, esperanza y caridad deben ser la medida adecuada para nuestras valoraciones e iniciativas.
Hoy, en el día de la institución de la Eucaristía, te pedimos con la más profunda humildad y con todo el fervor de que somos capaces que ella sea celebrada en toda la tierra por los ministros llamados a ello, para que a ninguna comunidad de discípulos y confesores tuyos falte este santo sacrificio y alimento espiritual.

8. La Eucaristía es sobre todo un don para la Iglesia. Don inefable. También el sacerdocio es un don para la Iglesia, en función de la Eucaristía.
Hoy, cuando se dice que la comunidad tiene derecho a la Eucaristía, se debe recordar particularmente que Tú has recomendado a tus discípulos "orar al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (cf. Mt 9, 38).
Si no se "reza" con fervor, si no nos empeñamos con todas las fuerzas a fin de que el Señor mande a las comunidades buenos ministros de la Eucaristía, ¿se puede entonces afirmar con convicción interna que "la comunidad tiene derecho"?
Si tiene derecho... entonces tiene derecho al don. Un don no puede tratarse como si no fuera don. Se debe rezar con insistencia para conseguir tal don. Se debe pedirlo de rodillas.
Por consiguiente –considerando que la Eucaristía es el don más grande del Señor a la Iglesia–, es preciso pedir sacerdotes, puesto que el sacerdocio es un don para la Iglesia.
En este Jueves Santo, reunidos junto con los obispos en nuestras asambleas sacerdotales, Te pedimos, Señor, que nos invada siempre la grandeza del don, que es el Sacramento de tu Cuerpo y de tu Sangre.
Haz que nosotros, en conformidad interior con la economía de la gracia y con la ley del don, roguemos sin cesar al dueño de la mies, y que nuestra invocación brote de un corazón puro, que tenga en sí la sencillez y la sinceridad de los verdaderos discípulos. Entonces Tú, Señor, no rechazarás nuestra súplica.

9. Tenemos que clamar hacia Ti con una voz tan fuerte como lo exigen la grandeza de la causa y la elocuencia de la necesidad de los tiempos. Y por eso, clamamos suplicantes.
No obstante, tenemos plena conciencia de que "no sabemos pedir lo que nos conviene" (Rm 8, 26). ¿No es quizá así, dado que tocamos un problema que nos desborda? Precisamente, éste es nuestro problema. No hay otro que sea tan nuestro como éste.
El día del Jueves Santo es nuestra fiesta.
Pensamos al mismo tiempo en aquellos campos, que "ya están amarillos para la siega" (Jn 4, 35).
Por esto, tenemos confianza en que el Espíritu vendrá "en ayuda de nuestra flaqueza", el que "aboga por nosotros con gemidos inefables" (Rm 8, 26).
Porque es siempre el Espíritu que "rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo" (Lumen gentium, 4).

10. No consta que tu Madre estuviera en el Cenáculo del Jueves Santo. Sin embargo nosotros te imploramos principalmente por su intercesión. ¿Qué puede serle más querido que el Cuerpo y la Sangre de su propio Hijo, entregado a los Apóstoles en el misterio eucarístico, el Cuerpo y la Sangre que nuestras manos sacerdotales ofrecen incesantemente en sacrificio por la "vida del mundo"? (Jn 6, 51).
Por esto, a través de Ella, especialmente hoy, todos nosotros te damos gracias
– y a través de Ella imploramos que se renueve nuestro sacerdocio en la fuerza del Espíritu Santo;
– que brille en él la humilde y fuerte certeza de la vocación y de la misión;
– que crezca la disponibilidad al servicio sagrado.

¡Cristo del Cenáculo y del Calvario! Acógenos a todos nosotros, que somos los sacerdotes del Año del Señor 1982 y santifícanos nuevamente con el misterio del Jueves Santo. Amén.

Joannes Paulus PP. II